No
hay que hablar sin miedos, ser consecuentes con las decisiones que se tomen y las
palabras que se emitan. Lo decía, y así actuaba en consecuencia, una persona
que se acaba de ir, una de esas mentes privilegiadas que nunca debieran
marcharse, aunque los años marchitaran su aspecto y rajaran su rostro las
décadas de su sabiduría, uno de esos hombres que no debieran morir, que no
deberíamos permitir que fueran sustraídos de este mundo porque no están los
tiempos para pérdidas de esta naturaleza.
Se
ha marchado José Luis Sampedro, el prolífico escritor y reputado intelectual.
Le conocí hace ya algunos años, muchos años desgraciadamente. Estábamos visitando
Salamanca y tuve la inmensa suerte de coincidir con él en uno de aquellos
románticos y placenteros bares, que cubrían el perímetro de la Plaza Mayor de
la capital salmantina. Por entonces solo tenía referencias, magnificas y
extraordinarias, sobre su obra narrativa y como suelo tener el defecto de no
leer las notas sobre la biografía del autor, lo creía más joven. Aquella
primera impresión, aquella primera visualización del viejo profesor, me confundió
e incluso me llevó a la discusión, siempre pausada y relajada de amigos que ser
querían como hermanos, con José María, mi cuñado, que también se fugó de esta
tierra hace ya algunos lustros, porque era demasiado mayor para escribir
aquellos alegatos, aquellos enfrentamientos con el régimen que acaba de fenecer.
Pero la juventud no engaña y nos transmuta con perspectivas que nos confunden,
porque es el tiempo en el que todavía creemos que las apariencias son el
reflejo del ser humano. No podía ser aquél que me deleitó, con su narrativa
jovial pero terriblemente transgresiva para el sistema, incluso para los
primeros años de la transición. Me embaucó con Octubre, octubre, una novela que leí casi del tirón en cuatro días
y meses más tardes cayó en mis manos otra de sus obras cumbre, y creo que de la
literatura contemporánea, El río que nos
lleva, publicada en el mismo año que yo nací y cuando el contaba ya
cuarenta y cuatro años.
Nos
acercamos con cierto recelo, con temor a ser rechazados por incordia el momento
de serenidad y lectura que disfrutaba. Pero muy al contrario. Solicito y
curioso por dos imberbes que requerían un autógrafo, que pretendimos garafateara
en las primeras páginas de la edición de Aguilar, el Romancero Gitano, nos invitó
a sentarnos en el velador de aluminio. Fueron uno instantes que pasaron a la
memoria de ambos, que continúa viva en mía, y la que mantuve la certeza, firme
y contundente que aún mantengo, de que los viejos éramos nosotros, que a aquel
hombre de apariencia frágil, de aspecto rústico y casi monástico, le sobraba
juventud y rebozaba un vigor que ya comenzamos a envidiar. Nos despedimos con
cordialidad. Con educación, aunque algo desprovista de vergüenza, y manipulando
el sentir, concitamos aquello “de haber
si coincidimos otra vez”. Y sonriendo respondió que sería un honor para él.
Y el cuerpo se nos anegó de orgullo.
Años
después, en la terrible soledad de una sala de espera del Hospital Infantil,
mientras las horas eran atosigadas por la angustia y luego vencida por la
alegría del nacimiento de mi hija, me leí La
Sonrisa Etrusca y ya tuve la completa y absoluta seguridad de encontrarnos
ante un genio de la vida, ante un economista intelectual, que luchó desde su
juventud, capaz de ahogar los años, para que los hombres gozáramos de una vida sustentada por una economía más humana, más solidaria, capaz de
contribuir a desarrollar la dignidad de los pueblos.
Hay hombres que no debieran morir.
José Luis Sampedro es de la mejor estirpe, la de los inmortales.
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