
En
la basílica se comienza el ritual. El Cristo de la Sentencia, entronizado en su
paso de salida, volverá a la sencillez de su altar, al lugar donde descansan
las oraciones de sus devotos. Volverá a la intimidad de su capilla para recibir
las peticiones, las súplicas de quienes realizan la estación de penitencia de
la vida durante todo el año. Él como nadie sabe donde habita la emoción, en el
corazón sencillo de la gente sencilla de la Macarena. En su altar recibe las
confidencias, el hijo que se hunde en la lacra de la droga, una historia de
desamor que viene a relatar una niña, la súplica enervada por el cansancio en
la lucha contra la enfermedad, para la recuperación milagrosa de la esposa que
sigue soñando con las caricias de la hija. Todo tiene cabida en este universo
dorado donde el señor de la Sentencia reina.
Los
esplendores de la cofradía aún guardan aromas de inciensos con gustos
avainillados. En los recovecos del minucioso trabajo quedan suspiros y el óle,
coral, espontáneo y multitudinario, cuando el paso rompió en la Cuesta del
Bacalao con la seguridad y poderío que le infligen sus costaleros. Por una de
las claraboyas se cuela un rayo de luz que profana la intimidad de unos rezos
que han empezado apenas se comienza la delicada maniobra de descenso de Nuestro
Señor Jesucristo. Quienes lo asen por la cintura comprueban cómo se moldea la
carne en torno al abrazo. Con el mismo mimo con el que se conduce a un padre,
lo depositan sobre la estructura donde descansa. Algunos respiran aliviados.
Muy pocos son testigos de este traslado, tan pocos que las voces retumban en
las paredes de la Basílica. La Virgen de la Esperanza, aun en su paso de palio,
ha recuperado la sonrisa serena y la quietud del semblante tras la épica de la
madrugada y observa cómo se realiza este prodigio de amor, este traslado del Hijo.
En
el suelo es uno más, es el maestro rodeado de sus discípulos. En una esquina,
testigos de las maniobras, silentes y estoicas, cuatro mujeres observan con
asombro el gesto que les concita a acercarse. Son las limpiadoras de la
Basílica. No saben que van a ser protagonistas del pasaje evangélico que se escribirá
en ese momento. Son invitadas a portar al Señor, hasta su mismo altar.
Se
desplazan con lentitud, con delicadeza. Estas nuevas Martas y Marías, estas mujeres
han convertido la Macarena en la nueva Betania. Salmodias y cantos para recibir
al Señor, para agasajar al Maestro y lavar los pies cansados de Jesús con sus
propias lágrimas. Ronda la felicidad en esta estancia donde permanecen las
emociones y se sustraen las penas. Nada tan hermoso como la alegría de esta Resurrección;
nada tan fructífero como la recuperación de la Palabra del Señor, vivirla y
sentirla en carne propia y saciar el espíritu con las vivencias evangélicas.
Dios
reposa en el suelo. Saben, quienes le han llevado, que han sentido el peso del
amor. Han cumplido el añorado deseo de ser portadores de la Esperanza, de esta
sensación que se recupera en el brillo de los ojos o en la sonrisa que
atestigua la felicidad por el encuentro.
Ayer
volvió a consumarse otro milagro en este templo donde reina y habita la
Esperanza. Marta, María, María Magdalena y María Cleofás tomaron la sencillez
de las limpiadoras de la Macarena para volver a encontrarse con el Hijo del Hombre,
que aquí viene a ser el Señor de la Sentencia.
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