No arreciaban las horas porque en aquel recinto el tiempo se diluía con la alegría, se destrozaba con la primera sonrisa de una mujer, que bailaba y movía el aire con la gracia de sus manos. No eran las tardes azules y luminosas, con recuerdos de olés de la Maestranza, que llegaban enjaretados en un hermoso coche de caballos, donde los sueños de un capote se dibujaban en los rostros de unos hombres, que habían visto cómo se paraba el mundo con un lance, en una chicuelina tan ajustada, que parecían fundirse, en un mismo cuerpo, el hombre y el toro.
No
eran las miradas y los piropos, en nuestro tránsito por el Real, lo que
alteraban nuestras emociones, ni siquiera los cantes desentonados de unas
sevillanas corraleras en la puerta de la caseta, formado un corral de palmas y
albero donde se mostraba la hermosura de las niñas que danzaban y traían toda
la grandeza de la memoria festiva de la ciudad, en los revuelos de sus
volantes, provocando una revolución de los sentidos, una vuelta a los
ancestros, a las festividades tartésicas que ofrecían al dios sol sus más
preciadas ofrendas. Eran los brillos de los ojos, que ansiaban un encontronazo
con la mirada del joven, el oro puro que se impregnaba en las pañoletas, en los
dólmenes del júbilo y quedaban escritas las leyendas de amoríos juveniles, que
nunca llegaron a materializarse porque la juventud aún no había mancillado la
hermosura de la timidez.
Era
nuestra edad, los deseos por descubrir ese mundo idílico donde yace la felicidad,
donde se asientan las penas y dejan el camino expedito a la jovialidad. Íbamos
a la feria como salían los descubridores de las Indias, a forzar el encuentro
con la fortuna, a sorprendernos con la riqueza de la palabra que entona con
efusión, sin más pretensión que hurgar en las cavernas de la diversión.
Eran las fuerzas
de la juventud que destrozaba los muros del cansancio, que elevaba ilusiones capaces
de crear un paraíso con la sonrisa de aquella niña, que siempre era recuerdo de
alegría y ahora recupera instantes de la nostalgia, esta precipitación de las
horas que va marcando el reloj de la evocación. Noches que nos sorprendían y
resucitaban las promesas del retorno, antes de la medianoche, como cenicientas
que habían destronado las penas y que querían perder la sensación de felicidad
que guardarían en los recovecos y arrugas de una almohada, en el baúl de los
sueños y los primeros amores. Prisas en los pasos que retoman una senda del
sosiego, un camino que descubre los primeros indicios del cansancio; ruta que se
enfila antes de que las brumas de la madrugada echara los toldos en las casetas
y profundizara en las intimidades y la familiaridad de la alegría.
Vivir con
frescura, buscar la lozanía de una silueta que se enmarcaba en los contornos de
los faralaes, que idealizaba la figura y la mostraba con signos de deidad
femenina. Isis y Venus transmutadas desde los confines del Olimpo para
entrañarse en el aire de Sevilla, aquellas diosas de la juventud y estas diosas
de la madurez. Buscábamos el gozo y evitábamos la frigidez del aburrimiento,
que desechábamos apenas los zapatos se cubrían con primera lámina de albero y
dibujaba escenas que enseguida se proyectaban en la memoria. Tiempo que
creíamos vencer y no nos dábamos cuenta de su cruenta victoria.
Hoy vuelven,
como las rimas de Bécquer, los nidos de la nostalgia a prender en corazón. Hoy
el sol retorna para laminar las calles del oro que asentará en los zapatos y
unos jóvenes, lozanía y frescura rondando el Real, volverán a instaurar la
victoria del tiempo y se sorprenderán, cuando los años muestren su contundencia
y arrogancia, buscando en las profundidades de la memoria la felicidad, la efímera
ventura de unos ojos que brillan, unas manos que moldean en el aire palabras de
tu nombre y una figura estilizada que fue un pregón para la emoción.
No necesitábamos
más que conformar nuestra ansia por la alegría y estar juntos. Lo demás no
sobraba. Cosas de nuestra juventud. ¿Verdad?
No hay comentarios:
Publicar un comentario