Después
llegaron los andalucistas y socialistas para rematar la faena. Cuando todos
creíamos, éramos jóvenes inocentes, idealistas que perdíamos la cabeza por
nuestros metafísicos y poéticos pensamientos, que se iba a recuperar, al menos
la visión paisajística del casco antiguo, pegaron un machetazo y zanjaron
cualquier. A peatonalizar y abrir espacio indiscriminadamente, sin importar la
historia, ni las vivencias, que guardaban los zocos y entramados de las calles.
Aquí lo importante era catetizar, perdón he querido decir modernizar la ciudad.
Desde
hace unos días, por cuestiones familiares, y médicas afines a mi padre, visito
con mucha frecuencia el centro de salud de la calle San Luis, que he de decir
que es un lugar extraordinario, donde sus profesionales destacan por sus
cualidades humanas, por la atención personalizada que realizan. Frente a él, han
construido un centro deportivo que es la envidia de muchos otros que se han
establecido en la ciudad. Siguiendo la ruta, a sus espaldas se encuentra la
amplitud de una calle, con edificios de nueva construcción, denominada padre
Secundino, en honor al gran lasaliano que dirigió y transmitió tanta bondad como conocimientos, verdad Pepe
Vázquez, en el adjunto colegio de la Salle. Si viramos un poco, en este paseo
imaginario, nos topamos inmediatamente con un gran espacio abierto, en otro
tiempo ocupado por viejos caserones, por amplias casas de vecinos, que sigue
manteniendo su nombre, Plaza del Cronista, aunque sus recoletas dimensiones se
hayan desmesurado hasta convertirlo en un paraje casi desértico, atravesada por
una calle San Blas.
En
estos parajes vivió mi padre su infancia, la patria del hombre. A pesar de sus
ochenta y tres años, y a pesar de tener restringida su movilidad física, mantiene
una mente preclara y aquel paraje le resultó totalmente desconocido, inhóspito.
Aquel no era el lugar donde jugaban al fútbol con una pelota de trapo, ni
estaban las tiendas de ultramarinos donde compraban el aceite a granel, ni
vieja droguería de su primo Manolito, ni las estrecheces de las calles que
permitían esconderse y esquivar a los perseguidores cuando jugaban al
escondite, ni siquiera, y esto me conmovió, el aroma al pan recién hecho que
provenía de la tahona de su familia, que estaba en la esquina de la calle
Infantes. ¡Qué pena! dijo. ¡Cómo pasan los años! ¡Cómo cambian las cosas! ¡Qué
pena!
En
su lugar, la preclara mente de un espabilado, uno de esos arquitectos
diseñadores que se quedan tan panchos destruyendo el último gran trazado
mozárabe que quedaba en Europa, ante la permisividad de las instituciones,
nacionales e internacionales que deberían preservarlas de las dañinas mentes de
los hombres, han construido mayestáticos edificios que afean el espacio que
comparten con algunos elementos arquitectónicos salvados de la quema.
Sevilla
tiene ya poco que salvar, querida amiga de mi amigo.
Lo
único que nos queda, el mejor patrimonio de lo que fue y usted no llegó a
conocer, es que la memoria de los que guardan aquellas imágenes, aquellos
paisajes de la ciudad que perdimos, no se diluyan o estereotipen con la
transmisión oral y visual de las viejas fotos. Ese es el último reducto de la
ciudad que no conocimos, que no nos permitieron. En la memoria de ellos
continúa la Sevilla eterna.
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