Casi veinte días después del inicio de
la primavera por fin el sol reluce sobre ese tapiz azul que es el cielo de
Sevilla. En los prolegómenos de la fiesta universal, en la celebración de la
alegría y la más sana diversión, vuelve la luz tras un mes de marzo en el que
sólo tres jornadas no ha llovido. Veintisiete días emulando a la ciudad del
meridiano de Greenwich, la sórdida Londres traslada al sur de Europa y la
tristeza amohinando los rebordes del corazón, donde se escuchaba ya el croar de
las ranas elevando sus loores y arias a la humedad con la que disfrutan. El
gris predominando sobre en la paleta de sensaciones que se incrusta en el alma
del sevillano y que suple la mezcolanza cromática, la hermosa miscelánea de
colores, de los filamentos de los pinceles de Murillo o Velázquez. Menos mal
que el clima ha empezado a variar en estos umbrales del siglo XXI que si llega
a verificarse estos cambios climáticos en el brillante setecientos, lo mismo
hubiéramos engendrado maestros pictóricos del tenebrismo anglosajón.
Es
urbe, qué palabra más horrenda, porque Sevilla sigue siendo un pueblo grande,
estancado en sus miedos y sus tradiciones, en sus celosos hábitos y sus accesos
de melancolía, estaba necesitada de esta brillantez y limpieza de cielos. La
profanación aérea de estos días pasados, ese correr de nubes, alteraban las
conductas de sus habitantes que ansiaban poder traspasar las lindes de las
tristezas. Si en los albores del verano empezamos a jactarnos de las
soporíferas tardes, comenzamos a echar de menos la frialdad de los rostros de
diciembre, tenemos necesidad ahora de anclar las emociones en las claridades de
las mañanas de abril y mayo, con flores a María, y recorrer los viejos senderos
de la memoria pare recuperar los espacios que nos son sustraídos por las cortedades
de las tardes invernales. Como en la Navidad nos resistimos a desasirnos de los
recuerdos, que s enfundan en las bufandas cuando se recorren los belenes y se
realizan la compra de los turrones –¡aún compramos turrones que sólo sirven
para adornar!-, en primavera se nos alteran las pulsaciones del corazón, se
incrementan las revoluciones de la ilusión. Esto, que pudiera ser considerado
como una bella utopía por un extranjero, un acceso de romanticismo por el foráneo
que nos estudia desde la postura objetiva de la tesis doctoral para la cátedra
de la universidad de Reims, es un hecho axiomático fácilmente comprobable. Ya
lo apuntó, en su libro “Divagando por la ciudad de la gracia”, José María
Izquierdo, acertando a decir “Toda ciudad -sobre todo la
ciudad que aspira a ejercer su capitalidad y a ser corte de una realeza- debe
tener una altura -una montaña, una torre...- para mirar al cielo, y a la tierra
desde las cumbres, y verse en su unidad, y sentirse aérea, y rezar; un espejo
un lago, un río, un mar...- para mirarse a sí, fuera de sí, en una apariencia
fugaz y profunda, y verse diversa, y sentirse fluida, y reflexionar; y un quid
divinum, un no sé qué, que sea como la flor de su vida y le haga ser lo que es,
y saberse cómo es.. Y Sevilla tiene la Giralda, el Guadalquivir y la Gracia...”
La luz,
como signo de vida, como rescoldo ardiente que eleva los sentimientos a su
condición más sublime. El aire puro de la sensibilidad que rejuvenece es
espíritu y renueva la ilusión. Es este mana claro que baña el alma y esplende los
hálitos del júbilo, que desprende de la retina las peores sensaciones y renueva
las ganas para vivir y compartir la vida. Nada es más necesario que esta
primera ansiedad por restablecer la cordura y la templanza de la norma de
convivencia. Sol que irradia luminiscencia y abre puertas. Sol que da alas a la
vida y recupera la excelsez para dormitar y soñar con los ojos abiertos. Azul
que nos hace recuperar la belleza de paisajes que creímos una vez vivir y que
parecían erigirse en los oníricos campos de la ilusión. Sevilla y sus tiempos.
Este remanso de paz que nos convierte en el gozo, en la exultación del espíritu
hasta revertir en la condición de la naturalidad. El ciclo que hace posible que
la jovialidad se adueñe de sus calles y sus casas, de sus ciudadanos y
habitantes. Por Sevilla no pasa el meridano de Greenwich. Por Sevilla pasa el
Guadalquivir que nos señala y nos define.
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