
Nos están restando sensaciones.
Estas alteraciones meteorológicas nos están privando de situaciones
excepcionales que debiéramos poder disfrutar ya. Nos falta algo del calor que
viene a certificar la cadente felicidad por esta feria que se nos ha ido sin
que tuviéramos constancia fehaciente de su paso por nuestras almas. Ha
desangelado el ambiente, contraído y menguado por esta lacerante crisis
económica que nos está desquiciando, motivando imágenes en el Real propias de
décadas pasadas. Nos está cercenando la primavera este anuncio de fríos
inexplicables y lluvias inútiles, pues a nadie están beneficiando. Pero la
naturaleza es poderosa e inaccesible –menos mal- para la condición humana.
Cualquier lucha es baldía y no sólo nos queda la súplica providencial, en el
mejor de los casos.
La tarde de ayer trajo recuerdos a
infancia dormida, a niños que sesteaban en los pupitres, como don Antonio
Machado dibujó tan acertadamente en su poema, mientras la voz cansina del
profesor merodeaba los oídos de los infantes y que no llegaba a profundizar en
el poso de sapiencia. Ni siquiera llegaron los aromas a tierra recién regada,
esa refrescante sensación que viene a mitigar los calores que secan los
terruños y las raíces, que ascienden por los muros de la memoria hasta centrarnos
en la concreción natural de los tiempos, que nos advierten de los cambios estacionales
y nos previenen de los fríos que están por llegar o del sofoco que nos empieza
a atosigar, porque ya estaban henchidos de agua los canales de la recuerdo.
Era tarde para reclinar el espíritu
en vez de comenzar a expandirlo en las luces nuevas de la mediada primavera, en
convocar a la alegría y manifestar la certeza de esta época que viene con la
retahíla melódica del mes de la Virgen -flores a Ella- y que con estas
destemplanzas, con estas desarmonías del clima, más bien parecen retarnos a
convocar oraciones de mármoles y estatuas donjuanescas, a remover la incipiente
tierra que provoca bucólicas sensaciones hasta adormecer la vitalidad.
Es hora de convocar luces, no de
añorarlas, de asaltar las defensas tras las que se acorazan los fríos y
repartir por el venero de las calles la jovialidad del ánimo, desprendernos de
la manifiesta y grisácea sensación gélida con la quiere adulterarnos el
pensamiento esta elongación invernal. Hemos de desasirnos de ella y convocar al
duende de la primavera. Como muy bien dice mi amigo, el escritor Carlos Colón, “cada
cosa a su tiempo. Pero quiero luz, mucha luz”.
Que los días comiencen a alargarse, Carlos, hasta que
se desprendan y repten por esas fachadas que tú y yo sabemos, que guardan tanta
gracia, tanta esperanza y tanto bien para el espíritu, por esas torres que
otean los grandes horizontes y que se coronan de bronces, y pronto anunciarán
la gran fiesta de Pentecostés, volteándose con el brío de la alegría de este
descubrimiento del aleluya proclamado, por esas cales que se tornan doradas y
se dejan abrasar por el sol en los mediodías de cantos corales de las cigarras,
enjaretadas en los lomos de arbustos y árboles.
Luz, necesitamos la luz cegadora que nos remueva el
espíritu, que nos centre la naturaleza que crece en el interior y que nos haga
añorar la templanza del otoño. Cada cosa en su tiempo, ¿verdad Carlos?