Hay
una calma que reclama el amanecer, una serenidad que traspasa las cales de las
viejas casas que pueblan las calles. Repta el aire esquivando las aristas de
las esquinas en una búsqueda de las emociones. Hace ya años que las vibraciones
del amor se van hilando por los perfiles de las aceras, que van tejiendo un
manto de veneración en cada mirada, en cada súplica o agradecimiento. El
ramillete de oraciones se acoda en el alfeizar de la memoria y de las salmodias
brota el lustre de los antepasados, de los que fundieron su vida a la de la
hermandad, los que ofrecieron sus esfuerzos
sin intercambiar más que sentimientos, una deuda que salda casi siempre
con un momento de oración, con el intercambio de miradas que llegan a conformar
el mejor de los diálogos.
Desde muy temprana hora se conforman
riadas de pisadas viejas que van marcando la pesada senda del tiempo, de pasos nuevos
que encuentran un sentido distinto a su caminar, un reencuentro con el pasado
que no han vivido, que corre ppor sus mismas venas signándolos para el futuro y
por el que empiezan a sentir nostalgia, una extraña viveza que va perforando
sus sentidos hasta que encuentran el yacimiento de una explicación, la solución
al misterio que desemboca en la puerta de la iglesia, del edificio que comienza
a ser viejo, que mantiene en su arcada de acceso todo el peso de la tradición y
que ahora se aparece a ellos como el gran templo del entusiasmo. Retumban los
pasos en las añejas losas descoloridas de tanto tránsito, de tanto guardar los
secretos que han oído durante más de medio siglo. Se turban los muros por las
súplicas que corren por sus maltrechas laderas hasta despeñarse y reposar en
los recodos y dobleces de la madera del confesionario. Allí se retienen por una
misteriosa fuerza, que las va concentrando, aglutinando en torno a los restos
de un viejo confesionario que tiene memoria de santidad, de la abnegación del
párroco que fue espíritu y vida de cuanto hoy es realidad, que no dudó en
potenciar el mendicante poder de la palabra para obtener y conseguir que
parroquia y hermandad disfrutasen del mismo estatus, que compartieran los
deberes que se devengan del gran mensaje redentor.
El germen tomó cuerpo y el
mayestático proyecto se materializó para que hermanos de hoy, los que fueron
sensación de futuro en el pensamiento de aquellos, pudieran formalizar sus
devociones en el Cristo que fue abandonado por sus discípulos, a los que tanto
amó, a los que tanto protegió, a los que tanto enseñó. No hubo obra más unida
al barrio ni sentimiento popular más vinculado a la religiosidad.
Ayer, lunes santo, las nubes
volvieron a turbar los ojos de los hijos de la ilusión, a remover el espíritu
de sacrificio de las generaciones que hicieron posible que lo cotidiano
alcanzara la categoría de lo sublime. Jamás lo sencillo tuvo mayor refrendo ni
mejor enjundia que demostración popular de devoción que vierte la gente de
Santa Genoveva.
Saben que el paso de los años nos van
lastrando y retando momentos de emoción, que cada estación de penitencia no
realizada es irrecuperable, que los momentos únicos que se repiten en cada
revirá del paso de palio, los sonidos exclusivos que se oyen en la misma marcha
procesional, que cada encuentro con el primoroso rostro de la Virgen de las
Mercedes, no es reversible en la memoria más que cuando fondeemos nuestra nave
en las mansas aguas de Su regazo y sintamos el acomodo maternal del abrazo de
la Madre celestial. Entonces, solo entonces, podremos saldar cuentas de las
emociones que nos fue privando la lluvia y comprender que los esfuerzos siempre
tienen recompensa aunque ahora no podamos entenderlo, porque la gloria terrenal
que se nos ofrece ahora, en el devenir de esta vida, no es más que un asomo de
la que nos espera en el cielo. Y ese es el gran tesoro que guardan los hijos de
la ilusión, los fieles devotos del Cristo al que nunca abandonan, de la Virgen
a la que siempre aman, aquellos que iniciaron un paraíso donde otros sólo
vieron un páramo.
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