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Ya lo dijo el poeta que mejor le ha
cantado a la Virgen, “la vida son siete días” y la hemos visto espejarse en el
dorado de los pasos, en la plata repujada que ha sido utilizada como trono para
la Madre de Dios, como reluciente tabernáculo donde han reposado las esencias
de la fe, las consideraciones litúrgicas que nos llegaron en el legado de
nuestros antepasados, en los seres queridos que habitan las inmensidades
universales que se desprenden de las retinas, hasta proyectarse en el presente,
de los ojos llorosos de la Virgen.
Hemos vivido nuestro presente
ignorando que cuánto contemplábamos no era nuestro tiempo, que no nos pertenecían
ni las horas ni los días, que no eran más que meros signos de nuestro pasado, y
los espacios que recorrimos, que atrevamos con la prisa por encontrarnos con la
sorpresa, no era sino el lugar recuperado por quienes nos antecedieron en el
sentimiento y volcaron en nuestras almas toda la sapiencia sentimental que los
siglos fueron depositando en sus propias almas, por otras voces, por otros
roces de manos, por otras lágrimas y por otros besos. La heredad de la tradición
eclesial que nos sorprende con la transmisión popular. Palabras viejas que nos
explicaban la consecución del cielo con tan sólo devolver la mirada de la que
huye de la vida del Cristo del Cachorro, esa visión traslúcida que es todo
poder y que alcanza su mayor gloria en la solemnidad oscura de la plaza de San
Lorenzo, una campanada seca anuncia el principio del fin.
Pero hay designados por el mismo
Dios para visitar la gloria, elegidos por el capricho de la Providencia para
que tengan constancia de la experiencia supra terrenal que supone pisar el
cielo, gozar de sus límites, compartir con sus ángeles sus cantos celestiales y
retornar a la tierra, sin traspasar la balizada de la frontera que asume formas
de guadaña, ésa que se deja caer con la Canina por la antigua calle de las
Armas, derrotada y superada por la Vida.
Ustedes no lo saben pero en la mañana del Viernes
Santo llovió sobre la ciudad mientras la algarabía de los tornasoles
desperezaban su sopor. Fue recién amanecía y la Virgen recibía la primera
claridad reflejada en la fachada de un antiguo palacio. Una comitiva de penitentes
caminaba alegremente intentado desprenderse del pesado sopor, argénteo goteo que
resbalaba por las laderas merinas para convertirse en destellos gloriosos que les
anegaban por la cercanía de La que desprende las mejores y mayores Gracias que
concederse pueden. Sólo dos nazarenos sabían de la privilegiada designación,
sobre la presencia de estos dos seres en el mismo cielo. Guardan ahora su
secreto juramentados en la importancia del hecho.
Cuando los sones y la trompetería, cuando los
armonios y las melodías anunciaron la despedida, el momento preciso del fin del
ensueño, fueron despedidos en la puerta que
franquea y separa el cielo del mundo y sus pecados, por las fanfarrias que no
suenan, aunque retumban y conmueven el alma, de la sonrisa inocente del ángel
guardián. Durante la inmensidad de un segundo -¿fueron siglos tal vez?- se
sintieron extraños en su propio mundo más no giraron su visión. Pasaron junto a
los dos nazarenos, caballeros que saben del privilegio que los otros vivieron, y
bastó fijar sus miradas en las acuosidades que brotaban de sus ojos para
suponer someramente lo que acaban de vivir.
Ustedes no lo saben, pero el Viernes Santo, muy de
mañana llovió la gracia de Dios, sobre dos buenas personas, premio a su gran
corazón, les dejó visitar el cielo mientras la Virgen pasaba derrochando su
Esperanza.
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