
Desde sus más remotos orígenes
ganaderos, no hemos de olvidarnos de ellos y de su implantación por un vasco y
un catalán –¡no estaban equivocados los dos, pero qué suerte tuvimos por ello!-,
los sevillanos hemos ido limando las aristas de aquella celebración mercantil,
apartando la necesidad del trueque y la venta de reses, cabalgaduras y mulas de
tiro para concluir en la gran fiesta de la alegría y el disfrute de los
ciudadanos. No sabían los señores Ybarra y Bonaplata que aquí tenemos una
visión distinta de las cosas, que nos tira la belleza y la emoción, que nos subyuga
la sabiduría en el arte, y dignificamos la existencia de los animales. Cambiamos
la rudeza de la necesidad laboral por la elegancia y a los más estilizados y
bellos los apartamos de la dureza del campo, o compatibilizaban sus labores
mimándolos para su posterior lucimiento, y los pusimos delante de una primorosa
calesera, engalanados y hermoseados, desprovistos de la fatiga que suplen con denodado orgullo porque
saben que son protagonistas.
Sevilla tiene un color especial en estos días, una luminosidad
que encanta, que sublima y da exquisitez al ambiente, una luz de extraordinaria
brillantez para la fiesta que siempre ha estado marcada por la participación
popular, aunque algunos foráneos hayan querido imponer reglas y ordenanzas
acomodadas a sus intereses e incluso se obstinen en querer imponer estilos y
modas que nada tienen que ver con idiosincrasia del sevillano y por ello han
sido defenestradas, han muriendo en su propia cocción, sin que ello signifique
que no sean bien recibidos y acogidos cuando se dejan llevar por las pautas que
marca esta fiesta viva.
Sevilla despliega el abanico de sus gracias, de sus
verdades y su sabiduría y se proyecta luminosa, se muestra universal y
pueblerina a la vez, se abre al mundo y se cierne sobre los toldos albiblancos
cuando una reunión de amigos y familiares se reúnen, cantan y bailan, departen
sin reloj y sin tiempo que huye despavorido ante la indiferencia de quienes se
dejan llevar por la efervescencia de la alegría, de quienes la contagian a los
que se acercan al palacio efímero de la caseta.
Hoy comienza la gran fiesta, la Feria de Abril de
Sevilla. Y lo hará con la explosión luminotécnica del encendido, una marea
luminosa que irá regando las calles del recinto, de este espacio que mantiene
el carácter Real que le fue conferido por decreto de un paseo de caballos y por
la condición de la gente que lo pisa. Hoy comienza la Feria de Abril, la fiesta
consumada y potenciada desde el carácter y la visión del sevillano. Habrá
primeros revuelos de faralaes, torbellinos de gracia que mezclan el color y los
lunares, con el arte y el garbo de una mujer que va escribiendo en el aire arabescos
cuando flamea su grácil mano y los ojos de algún enamorado centellearán
observan el primor del repujado orfebre que surge del baile por sevillanas.
Hemos consumado el tiempo, hemos superado la espera.
Hay una ilusión renovada que llega encantando los sentidos. Habrá un canto, o
tal vez un armonioso y alegre rasgueo de guitarra, unos ojos jubilosos
contaminándonos con la gloria, un rumor de júbilo expandiéndose por el ambiente,
reptando por el albero húmedo, que saldrá a nuestro encuentro para revivir la
gloria adormecida.
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