El destino de las personas viene marcado por designación
de la Providencia. Nada ocurre por hechos caprichosos, ni el destino es una
consecuencia encadenada de casualidades que desembocan en el caos, aunque a
veces eso parezca todo viene enlazado con causalidades con las que somos
signados en el principio de nuestro ser. Al menos para los que creemos en la
Divinidad de nuestro origen así es. Nada procede sino de la otorgación
celestial, de la disposición que a cada se le concede para que, en el uso de su
libertad, la prolongue y administre el bien para la consecución de la felicidad
de quienes le rodean.
Acaban de pasar, como un suspiro de
enamorado, los días de la celebración de la Pasión, Muerte y Resurrección de
Nuestro Señor Jesucristo, unas jornadas que nos hacen reflexionar sobre la
condición humana, sobre nuestras actitudes ante la vida y ante quienes nos
rodean y sí somos merecedores de las suertes y gracias que nos son dispensadas.
Es difícil tomar el ejemplo de Jesús porque requiere de compromiso ante los
demás, de servicio ante nuestros semejantes y hasta extenuantes sacrificios
para seguir sus enseñanzas. El mensaje de redención no es posible más que
tomando la cruz de su entrega y seguir el camino marcado por sus doctrinas, tan
válidas hoy como cuando fueron promulgadas por su voz.
Todo este halo de asentamiento en la
firmeza de la creencia, en la constatación de la fe, se manifiesta ante el paso
de la Virgen de la Esperanza. Y no son palabras baladíes ni faltan a la más
imparcial justicia. Cuánto sucede en su delantera es la constatación, firme y contundente,
de la presencia de Dios en nuestra almas.
Nunca busqué esta merced que me ha
sido concedida. Nunca he reclamado –pueden asegurarlo quienes me conocen- un
lugar en el cielo que es realizar la estación de penitencia en la cercanía de
la Virgen que cobija y ampara mi vida, que es dueña de mis pensamientos y mis
emociones, que aún antes de nacer ya sabíamos el uno del otro, porque corría
por la sangre de mi sangre toda la devoción y el amor de la generaciones que
nos precedieron, hacia Ella. Esta Hermandad me dado mucho más, infinitamente
más, de lo que yo humildemente he podido ofrecer. Siempre, desde mi más cándida
niñez hasta este periodo adulto, he procurado enfundarme en mi hábito
procesional e inmiscuirme en mi interior, en buscar explicaciones al discurrir
de la vida, de estos problemas que tanto nos agobian y que pierden toda su importancia,
que se diluyen en su propia materialidad.
Voy a descubriros un pequeño
secreto, egoístamente porque necesito vaciar mi alma de esta angustia, una
determinación que tomé cuando supe que iba a formar parte de los escuderos macarenos
que integran la presidencia de la Virgen de la Esperanza cuando sale, en la
madrugada del Viernes Santo, a desparramar sus gracias por el entresijo de las
calles de Sevilla. Prometí no volverme a ver su rostro durante mi estación de
penitencia, el motivo es lo de menos. Y no pude cumplir mi promesa, falte a mi
palabra, rompí el compromiso que firmé una tarde, en las postrimerías de marzo,
arrodillado frente a Ella, sintiendo la serenidad de la mirada del Señor de la
Sentencia a mi izquierda. Y no es que volviera mi cabeza, vencido por mi
debilidad humana, hacia donde se sitúa y resplandece la Madre de Dios. Nada más
atravesé los primeros tramos del recorrido supe que ya estaba derrotado, que ya
se había destrozado el contrato sentimental. No hizo falta que me girase porque
su rostro estaba frente a mí, se me mostraba incesantemente en un rosario de
apariciones. Vino a buscarme en la mirada perdida de aquella joven, en la
ausencia terrenal de aquel chico que parecía levitar. Venía plasmada en el
fondo de las miradas de una multitud asombrada incapaz de pronunciar sonido
alguno ante la visión celestial, se me presentaba en cada bisbiseo oracional
que se lanzaba desde las orillas de las aceras, en caras absortas, abstraídas,
de la turbamulta que ondeaba sin cesar en el frontal del paso, en el intento de
la niña del pañuelo en la cabeza que luchaba denodadamente contra el gentío para
que las yemas de sus dedos pudieran rozar el argénteo final de la manigueta del
paso y poder transmitir todo el amor que manaba su mirada llena de vida. ¡Y yo
de espaldas sin quererle ver la cara! ¡Qué iluso! Y en el fragor de la batalla
llegamos a Santa Ángela y se apareció ante mí en rústicas estameñas y tocas
blancas, en la armonía angelical de unas voces que La cantaban, en el asombro y
en la alegría de aquellas mujeres que curan tantas llagas, que saben de tanto
amor, que soportan la dureza de una vida sacrificada. Y volví mi vista al cielo
y comprendí que era inútil continuar aquella cruzada sin sentido. Levanté mi
vista y me encontré con la sorpresa de no poder su cara. Me sobresalté, no La
veía, busqué entre la candelería y la cera me La ocultaba. Traté de serenarme,
me giré y en la multitud, en sus ojos y en sus rostros, en sus rezos y
silencios, en los clamores y peticiones, en las risas y en los llantos, allí estaba,
volvió a mostrárseme el rostro de la Virgen de la Esperanza.
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