Y
se hizo la luz. Como en los proverbios bíblicos, como en los sueños que no
tienen sentido, que carecen de lógica y lo más extraño e inverosímil se
presenta como natural, la luz se apoderó del territorio y transformó los
silencios en alegrías, expropió las tinieblas que vagaban presintiendo la
amenaza que se cernía sobre ellas. SE hizo la luz para restablecer el orden de
los sentimientos que permanecían cautivos en el estrato cósmico donde el tiempo
reina y desespera a los que ansiaban su encuentro, la algarabía que procuran
con el estallido multitudinario y unánime de su luminosidad.
La concentración exhala una exclamación
coral y en seguida, rompiendo las barreras del tiempo, unificando el sentir y
la dicha, este fin, que es continuidad, se transforme en el inicio de la nueva,
porque en cada persona renace el esplendor y la alegría que es congénita a la
fiesta.
Es la ciudad que recobra su espíritu
de niño que se niega a crecer, de esa mitológica figura que prefiere mantener la
inocencia infantil, aun a pena de sacrificar el crecimiento, y obviar la caída
en la perversión que se contrae con la madurez, de la dolencia vital que
estrangula el estado de felicidad congénito a la infancia, donde la luz es
primor y necesidad, ansias de vida. Es la recreación del detalle y la minucia
de lo efímero, de la secuencia fugaz que se presenta para eternizarnos en la
dicha durante unos segundos, los que van desde la lucidez de la nocturnidad
ocluida y reservada al estallido luminotécnico, al estruendo de la brillantez
cegadora que aparece por encanto, por la magia del progreso que se emparenta,
al menos por unos instantes, con la emoción y el sentimiento.
Es la ciudad que se minimiza para
concentrar sus esplendores en el recinto perecedero, en la esencia de la gloria
que contiene en su espíritu. Morir para renacer, como ave fénix que implanta su
hábitat en el recinto ferial, que estigmatiza las razones y las condena al ostracismo
durante una semana cuando el fin inmortalice, y levante estatuas y dólmenes en
los campos de la memoria, esculturas imaginadas que recuerdan la grandeza
pasada, la amistad sincera que se eterniza, que siempre regresa para exponernos
sus magnificencias, es el ciclo de la urbe que fue destino y consecuencia de la
premeditación de la Providencia al infringir el carácter, la anatomía estilizada
que refulge y enamora, es Rodrigo Caro redivivo, eternidad y presente en la filosofía
de vida de los sevillanos, “estos, Fabio ¡ay
dolor! que ves ahora campos de soledad, mustio collado, son ahora
espacios donde la dicha reposa, donde la felicidad es protagonista gozosa”, que se nos muestra con la sintomatología de lo natural, con
la sencillez de un pase de pecho del niño de Manzanares, en el albero que dora
la plaza de toros de Sevilla.
Es la ciudad que
juguetea con el tiempo para devolvernos la verdad de la inocencia que premeditadamente
se implanta en la amistad, en la conversación pausada que se acoda y descansa
en el templete donde se santifica el paso de las horas, en la charla que indulta
al ardor de una situación inesperada, en la tertulia que asalta el sobrecogimiento cuando
dos mujeres bailan unas sevillanas.
Es el duende que
ha traspasado los límites de la muralla ancestral, que ha quebrantado la frontera de las emociones que dejaron
el temblor de cinco mariquillas en sus torres y almenas, cuando la Virgen se
fue despidiendo de su gente, las que se apostaron en la viejas huertas que
fueron para alimentarse de su Gracia, sin perderle la cara, y que viene
trasvestido de hilaridad para contagiar el regocijo y fomentar la fraternidad que
tan escasa se presenta en nuestros días.
Cuando estalló la luz y la portada refulgió
ante las atónitas miradas de los presentes recobramos nuestro pasado y a aquel niño
que reconocía el inicio de la dicha primaveral, la que comenzó a vislumbrar su
final anoche, en la barroca fachada de la Iglesia del Salvador. Ayer –o quizás
haya sido hoy- la nostalgia, que fue vencida por la alegría de la recién
estrenada Feria, nos puso una rampa por la que corrimos al pasado para certificar
la satisfacción de poder disfrutar del presente y de estos días que tienen
sabor a gloria.
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