
Cuando llegamos a la plaza del Pumarejo, donde todavía rezumaban humedades y los viejos caseríos, convertidos en casas de vecino, que se venían abajo tras la acometida de las aguas del desborde del Tamarguillo, ya esperaban mis tías y mis abuelos maternos. Era un día de fiesta no señalado en el calendario pero se había marcado en el corazón de los sevillanos pues la solidaridad del resto de la nación, para con aquel desastre que se cernió sobre la población más humilde, venia en hilera, como un rosario enorme, desde la capital hasta la provinciana Sevilla, conformada en una caravana liderada por el grandioso locutor de radio –el gran medio de comunicación de la época- Boby Deglané.
Sé que la memoria no puede engañarme pues nada puedo recordar. Sé que aquella mañana de noviembre la alegría se vistió de luto, se transformó la fiesta en una fúnebre secuencia de imágenes que abrieron las cercas del horror cuando debían levantarse los pendones de la algarabía. La tragedia lo consumió todo. Para tristeza de mi familia, que esperaba apostada en el inicio de la carretera de Carmona a que el gran séquito de la solidaridad discurriera en derroche de júbilo, fueron apareciendo dantesca escenas que hicieron a la gente correr despavorida. El efecto dominó se acrecentó cuando los rumores de la catástrofe se fueron confirmando con las primeras visiones del horror.
Tras el primer instante de espanto, tras el sobresalto que produjo el conocimiento y primeros destalles, que venían transportadas en ese hilo conductor que es el boca a boca y que es capaza de hiperbolizar los asuntos más nimios, sobre el accidente de la avioneta y las muertes que causó el aparatoso siniestro, llegó un periodo de desconcierto, de huir de un desconocimiento, de una situación desconocida. Y dice mi madre que mi abuelo, en un acto de reflejo espiritual y de acto de protección, nos metió a todos en la Iglesia de la Trinidad, y que allí frente a la Esperanza permanecimos unas horas, en silencio, observándonos los unos a los otros con esa mirada que pierde el sentido del a realidad y que a mí se me antoja ahora como esas otras que vemos en los informativos de la gente que huye de un horror y se refugia en la inhumanidad de los campos de concentración. No teníamos miedo, recuerda, porque estábamos ante la Virgen. Sólo yo lloré. Por querer comer y porque parece ser que mis necesidades fisiológicas, más escatológicas hicieron acto de presencia y sin tener recambio de pañales.
Vienen estos recuerdos que no viví tras la contemplación de la magnífica exposición que sobre la catástrofe del desbordamiento del Tamarguillo, del que se cumplen cincuenta años, ha realizado el ayuntamiento de Sevilla y que puede contemplarse en los espacios expositivos del Convento de Santa Clara, y de la posterior desgracia de la Operación Clavel. Imágenes conocidas que rememoran el gran esfuerzo y el valor de un pueblo solidario que vio como el infortunio se abalanzaba y descomponía la fraternidad que llegaba desde otros puntos del país. Fue la primera señal de los designios que vendrían a rectificar la historia de la ciudad, la gran catástrofe que se cernía sobre los más débiles que quedaron en la calle de la noche a la mañana por obra y gracia de la irresponsabilidad y la negligencia de unos dirigente que no tomaron las medidas oportunas de prevención sobre un suceso que se anunciaba cada invierno. Tal vez esto pudiera dotar de contenidos otra exposición que recoja las residuales consecuencias sociales que trajo la inundación, el despropósito de unos políticos que iba dejando pasar el tiempo hasta que el tiempo envió la factura sobre la insidia . La anécdota, sobrecogedora y terrible, es la operación Clavel.
No hay comentarios:
Publicar un comentario