
La sociedad actual, el ámbito que
nos cerca, tal como la hemos concebido, con sus adelantos técnicos y
científicos, se encuentra en un estado de descreencia mística, en una fase en
la que el hombre se sostiene sobre dudas y provoca la indecisión en sus
actuaciones. Estas circunstancias marcan el devenir de la vida cotidiana y a
falta de concreción física de Dios, sin referente espiritual que guíe y dote de
sentido la vida, provoca grandes lagunas en el pensamiento y por ende, el vacío
existencial del que tanto se quejan los actuales filósofos.
La carencia de importancia sobre la
existencia de Dios es un gran mal pues induce a no ofrecer ningún valor sobre
las materias esenciales que conforman la vida. Es mucho peor que el
agnosticismo y el ateísmo, esta indiferencia anclada en muchos sectores de la sociedad,
en la que ya no sólo se pone en entredicho la existencia de Dios, como ente Supremo
que nos concede el precioso don la vida, sino que sencillamente no hay
preocupación ni interés en la búsqueda del Todopoderoso, ambigüedad que provoca
el hundimiento del pensamiento y los valores que pudieran desprenderse de discernir
entre encontrar un camino de felicidad y luz y otro gris, de sopesar si merece
la pena involucrarse en la Verdad, con las dificultades y la oposición que
pudiera conllevar, o dejarse llevar por la corriente y disecar cualquier modelo
de vida superior. Caer en un proceso anfibológico, suponer que la existencia
finaliza con la oscuridad total, que nuestros semejantes no merecen más consideración,
por nuestra parte, que el de una teoría evolutiva espontánea, es la batalla a
la que debemos enfrentarnos. Y para ello, cada uno de los bautizados, hemos de
componer el ejército que se enfrente a la indiferencia, destacar la existencia
de un mensaje que nos une a todos en torno al amor, la declaración de igualdad
más profunda y hermosa jamás pronunciada.
En nuestra ciudad tenemos un arma de
una eficacia extraordinaria, con una trascendencia, en todos los planos
sociales, excepcional. Las hermandades y cofradías han de erigirse como principales
vínculos de la expansión evangelizadora que cambie los signos de la vida, en
esta nueva era de existencialismo y mediocridad intelectual, que confunde razón
con imposición, y convertirse en el principal conducto para conducir, dirigir y
gobernar a los nuevos misioneros que
necesita el mundo para redimirle de los males endémicos que le acechan y que
mantiene cautivo al hombre de los abusos, indiscriminados y alevosos de otros
que sólo viven en sus egoísmo y materialismo.
Del libre ejercicio de la condición misionera tiene
que surgir el mundo nuevo. Porque cada voz que se levante para derrocar la
maldad, cada palabra que se transmita para la consecución de la igualdad, cada
mensaje que se implante para sofocar las banalidades de esta sociedad amanerada,
que permite la suplantación de las cosas buenas por la comodidad de los
silencios, es un triunfo y una verdadera razón para consecución de la vida
eterna, esa insustancial felicidad que se encuentra al final del camino. Está en nuestras manos, sólo
tenemos que alzarlas y conformar la cadena. Si los primeros apóstoles lo
lograron –sin internet, sin los medios de comunicación de los que gozamos-
también podemos conseguirlo nosotros. Cristo es signo de vida, de concordia y
de amor entre los hombres, una ventana de Esperanza por la que entra la
felicidad.
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