
No tiene mayor explicación la
actuación de los delincuentes que se han llevado parte de los enseres
procesionales de la cuatro veces centenaria Hermandad de las siete palabras,
que las facilidades que han encontrado para efectuar su reprobable acción y la
condición de precariedad económica por la que pasa la sociedad actual.
Si tenemos en cuenta las
observaciones que se vienen realizando, por las diferentes agencias económicas,
esos barómetros que nos hacen temblar ante los balances financieros que ofrecen
y diagnostican el estado de salud de los países, en los diferentes medios de
comunicación de los socavones que ha provocado esta crisis principalmente
núcleos familiares, veremos que los índices de delincuencia se han elevado y
que los amigos de lo ajeno han proliferado sus actuaciones y el marco de ellas.
Ya tienen reparos, ni le atormentan remordimientos, en la comisión de sus
delitos, máxime si se le ofrecen facilidades. Aguzar los sentidos en época de
crisis es algo habitual.
Las Hermandades y cofradías son
herederas de un fabuloso legado, tanto en materia artística como espiritual.
Quienes las rigen deben ser consecuentes con esta responsabilidad y procurar
mantenerlo intacto. Son obras de arte, que tienen un valor económico y si se
pierden o destruyen por hechos casuales, tiempo habrá de reponerlos, aunque se
hayan que efectuar esfuerzos extraordinarios. Resarcirse de la desgracia de un
fuego o de un inesperado desprendimiento de la bóveda de una iglesia son cosas
distintas a las que ha padecido la Hermandad de las Siete Palabras. Mantener
tan extraordinario y rico patrimonio, poco menos que al alcance de cualquiera,
tiene mucho que ver con el desinterés y la desidia. A la prueba de las imágenes
que se han publicado, en diferentes medios de comunicación, me remito. Bastaba
conocer la ubicación del patrimonio, hacer una leve y somera investigación y
pegarle una patada a la puerta. Suerte que esta vez se contó con la
colaboración ciudadana que alertó a los servicios de seguridad del estado y los
cacos pusieron pies en polvorosa, no sin antes obtener un suculento botín.
Las instalaciones, por llamarlas de
alguna manera, carecían de cualquier medida de seguridad. Una facilidad que
aprovecharon los delincuentes. Pero lo más extraño, lo más inaudito en este fatídico
suceso, es la inexistencia de un seguro que pudiera cubrir estos nunca deseados
sucesos. No se suscribieron pólizas para garantizas este inmenso valor
patrimonial para al menos tener la posibilidad de resarcirse en lo material,
porque del factor sentimental no habrá manera de recuperarse de este desastre y
la memoria se ocupará de mantener en vilo esta tristeza que recorre, no sólo el
emblemático y señorial barrio de San Vicente, toda la geografía sevillana.
Porque los ladrones, que sólo habrán observado el
valor de la plata –seguramente ya fundida-, nos han sustraído las imágenes de
aquellas primeras semanas santas de nuestra juventud, el relumbre del paso de
palio sobre el ascua de la candelería y la luna celosa por el argénteo
resplandor que cobijaba, como un aura de divinidad, a la Virgen de la Cabeza.
Nos han robado una importante parte de la memoria sentimental, los miércoles
santos que eran gozosas vísperas del gran culmen de la Semana Santa.
Hay responsables de estos actos. Hay compromisos que
van más allá de la sujeción de una vara dorada durante la estación de
penitencia. En las obras de arte que
engalanan y hermosean nuestras más precisas devociones, hay mucho
esfuerzo, demasiado trabajo, horas robadas al sueño y la familia, denuedos de
generaciones enteras que labraron, surco a surco, el campo de la devoción para
que pudiera llegar a otras generaciones. Mucho tendrán que sopesar las
Hermandades sevillanas de los medios que ponen para proteger el valioso
patrimonio que nos han legado. Hay buscar soluciones inmediatas y poner en
salvaguardia, cuando reunirlas en los lugares adecuados para su conservación
íntegra y adecuada, los tesoros que se conservan en el seno de las cofradías, y
que sus rectores se conciencien de la necesaria y absoluta protección de ellos,
porque son sus custodios y guardianes, responsabilidad que aceptan motu propio.
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