El Señor sigue
siendo centro de fe. Nada tan imponente, nada tan extraordinario para
concentrar la atención. Es imposible distraerse cuando nos enfrentamos a su
mirada. Su presencia sobrecoge y sobrepone el misterio que toma asiento en el
mismo centro del alma. Contemplarlo es conversar con Dios, sin tener que
pronunciar palabra alguna, es mantener la esencia de la creencia que nos
conmueve. Creer es sentir y se siente con su ausencia.
He referido, en
algunas ocasiones, que soy un hombre con suerte, Hay una estrella en el
firmamento que vela por mí, que me protege, que me concede gracias a las que no
soy merecedor. Y debo dar gracias a Dios por ello porque en estos difíciles
momentos por los que atravesamos, en los que se vuelven algunas personas te dan
la espalda creyendo que quieres trasladarles la desgracia, sigo sintiendo el
apoyo incondicional de mi familia, de los amigos y, sin duda, la que me proporciona la bienaventuranza implícita
en la fe, en la creencia de Providencia, en la fe que se manifiesta con signos inequívocos
de protección. Me acuerdo de los dichos de mi madre, incrustados de
pensamientos populares. De todo se sale.
Viendo el cartel
de Daniel Puch, que nos lleva de inmediato e irrevocablemente a la celebración
del vía crucis extraordinario, que con motivo de la conmemoración del Año de la
Fe tendrá lugar en nuestra ciudad, en apenas quince días, me dejado vencer por
la memoria.
Va a hacer diez
años ya. El tiempo no muestra misericordia con quienes nos enfrentamos a él. Se
sabe superior y se enquista en el dolor para convencernos de su absolutismo. Dos
lustros que no parecen sino dos suspiros, una vez el aire ha ido rasgando el
velo de la edad. No es el surco de su arado lo que nos concita a la nostalgia.
Ni siquiera la memoria puede condonarnos los remordimientos. El tiempo, desde
aquel día, se convirtió en la indolencia misma, en la mentira que nos supedita
en el tránsito por este valle de lágrimas. He visto como los días se han ido
sucediendo, con la miscelánea propia que marcan los avatares diarios, hasta conformar una red de vivencias que han
marcado el devenir de mi existencia desde entonces. Va a hacer diez años ya.
Catorce hombres vencidos por el fervor al Señor que todo lo puede y a la Virgen
que es capaz de hacer temblar los pilares mas ciertos de la emoción. Un grupo
de hombres, que con el paso del tiempo supieron fundir sus sentimientos en las
solidas bases de la amistad, que se reunían para preparar los actos
conmemorativos del Centenario de la Concordia entre la hermandad del Gran Poder
y la Macarena. Empezaban a concretarse los actos que se había preparado durante
todo un año, los actos que refrendarían la conciencia fraternal que
transmitiera, a nuestros antepasados, el beato Cardenal Spínola. Aquella sería
la última sesión preparatoria, la última de las reuniones que celebrábamos.
Había pasado la medianoche hacía tiempo porque el reloj de la torre de San
Lorenzo había lanzado tres gemidos. Los secretarios nos habíamos retrasado, con
respecto al grueso del grupo, porque queríamos terminar la confección del acta
de aquella sesión. Cuando hicimos acto de presencia en el casinillo, los
compañeros ya habían rezado al Señor y me apené por no haberle podido dar
gracias. Pepe León, hermano mayor entonces y un caballero al que siempre tendré
en mi memoria por la amistad ofrecida y las deferencias que sigue mostrando
hacia mi persona, me invitó a que pasara a la basílica, indicándome que solo,
en aquella inmensidad, no sería capaz de
permanecer ante Él más de dos minutos. El espacio se presentaba a mi visión
como el gran templo donde rezaba el mismo Jesús. Mis pasos resonaron en el vacío,
con la oscuridad anegando el templo. Sentí el peso de mi valentía aletargando
mi caminar hacia donde intuía se encontraba el reclinatorio. Toda mi atención
se concentro en el altar. Una tenue luz ofrecía el rostro de Cristo a mi
visión. Me arrodillé en aquella soledad absoluta. Volví a alzar la vista. Y allí
continuaba. Dios mirándome, alertando mis sentidos, alejando mis miedos,
concentrando todo el Poder de su bondad en mi maltrecha condición humana. Allí
estábamos, enfrentados el Uno al otro. Yo había entregado mi soledad y angustia
a su Poder. Desde ese día mantengo la certeza, la completa seguridad de que
Dios existe, de que nada me puede pasar. Entendí que tantos y tantos hermanos
se conciten a su alrededor. Dios está presente entre nosotros desde hace dos
milenios y habita en San Lorenzo.
El cartel de
Daniel Puch simboliza la creencia del cristiano y resume, en el sufrimiento de
su rostro, la fe en un beso que posa en su talón cualquier viernes del año.
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