Seguía concentrándose un gentío ansioso
por renovar el rito que conduce inevitablemente a la belleza. Las primeras
sombras inundaban el perímetro de la plaza y la fachada del antiguo convento de
la Merced, que recoge en sus entrañas las pinturas de Velázquez, Murillo,
Valdés Leal o García Ramos, comenzaba a desquiciarse porque las luces
esquivaban su hermosura. Quedaban atrás las prisas, las carreras sorteando
cofradías que ya habíamos contemplado. La severidad de la Vera Cruz, la
sobriedad enjugada con pinceladas artísticas de belleza, los esplendores
populares de Santa Genoveva y San Gonzalo rasgando los perímetros imposibles de
la distancia, el Beso de Judas volviendo majestuoso por la Cuesta del Rosario, venciendo
los remordimientos de la traición y entonando perdón apenas se acercaba a la
Alfalfa, mientras en San Andrés los toques a muerto de las campanas de la
parroquia abrían a la emoción un senda por la trasladaba a Cristo a su sepulcro,
a la tumba que debería convertirse en el primer testigo material de la alegría
de la cristiandad y la Virgen de Guadalupe pregonaba su insultante niñez al
aire de viejo barrio judío aunque ya comenzaba a sentir añoranzas por el regreso
al arrabal que asomaba a las orillas del río, habían quedado atrás, ancladas
las visiones en la memoria de un grupo de jóvenes que comenzaban a perpetuarse
en las vivencias mejores del mejor tiempo de la ciudad .
Corríamos
presuroso, acortando el camino. Sentíamos bullir en el interior de nuestras
almas la necesidad de la situación de privilegio donde poder contemplar el paso
íntegro de la cofradía, desde la cruz de guía hasta los últimos aromas de las exóticas
flores que acompañaban el enorme dolor de la Virgen. Las prisas ya quedaban
para el retorno, cuando la satisfacción rebosaba el espíritu, y la hora
establecida para el regreso a la casa, iniciaba la cuenta atrás. Ya no teníamos
la necesidad adelantarnos para no quedarnos vacíos. La juventud nos imponía su
vitalidad y no encontrábamos razón para el cansancio.
Aparecían
con la cadencia de los siglos, con dl compás del tiempo detenido. Eran
figuraciones extrasensoriales, presencias fantasmagóricas que regresaban del
pasado para instituirse en el presente, para dar testimonio de la encíclica que
había vencido a la eternidad. Esperábamos pacientes, orillados en la estrechez
de la calle, oteando la fuerza lumínica que resplandecía, venciendo a la
oscuridad impuesta, en el orto de la plaza, sorteando la majestuosidad del
laurel, a que fueran pasando los tramos. El silencio se imponía. La cruz de
guía, franqueada por la estoicidad de dos nazarenos, al que le precedía el
rigor y la seriedad de otro, que señalaba el camino, rasgaba el velo de la
noche. Fluctuaba y ronroneando con el aire, acariciándolo con el balanceo del
firme caminar. El rumor se transformaba en expectación. Con la majestuosidad de
su concepción, se nos aparecía. Suspendido por el esfuerzo venía a concedernos
el último hálito de su vida, la primera consigna para la salvación. Murmuraba a
nuestro lado alguien, queriéndonos instruir incluso con el desconocimiento, que
una vez llevó música solemne, armonías de banda de música que interpretaba
composiciones de grandes maestros de las marchas procesionales, de Antonio
Pantión, de Manuel Font de Anta. Y nosotros apenas podíamos dar crédito a las
palabras del desconocido. Pera asumíamos la enseñanza, la agradecíamos con
sonrisas, con silencios, pues no queríamos ahora perturbar aquella composición
del tiempo, aquella conjugación del espacio, de las dimensiones, aquella representación
visual que iría conformando la espiritualidad desde el entendimiento.
Alzado,
anhelando que un resquicio del aire de la ciudad anegara sus pulmones,
contorsionado en la búsqueda del oxígeno, venía el Cristo de la Expiración,
extramente oscuro, con la piel morena acrecentada por la intimidad que
procuraba la oscuridad.
El tiempo se ha precipitado venciendo a la memoria y la
nostalgia. El pasado ha aturdido a este presente que se manifiesta de manera
tan extraordinaria ante mí. Veo su cuerpo como lo apreciaba en las noches de
los lunes santos de mi juventud, buscando el oxigeno de mis vivencias para
retornar a la vida, empujando su cuerpo hacia el cielo sevillano. Lo veo ahora
como no lo adivinaba antes, apreciando la belleza con que fuera concebido, con
la pulcritud y el esmero con el que lo vieran sus coetáneos. En el museo ha
resucitado, al esplendor de su origen y al magnificencia de su creador, el
Cristo que Expira y vence constante e inexcusablemente a la muerte, el que
Cristo que da la vida y nos el aire para redimirnos
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