Todavía
no entiendo muy bien ésto de la memoria histórica. Debo ser algo torpe para ésto
de las cuestiones jurídicas embrocadas en el fascinante mundo de la política.
Esperemos que a los judíos, más aún a los árabes, nos les dé por repasar la
historia y saque alguna trama sobre la actitud de nuestros antepasados. Aquí,
en este mismo suelo que pisamos y queremos, en esta misma ciudad que nos
cobija, se establecieron civilizaciones durante siglos y potenciaron sus
culturas, arraigaron sus costumbres y alternaron hasta las religiones, sin
ningún tipo de problemas. Y de todas sacamos lo mejor, las cuestiones negativas
las apartamos y en esta simbiosis fuimos conformando una forma de entender la
vida que nos ha hecho muy particulares, que nos distinguen de otras en las que
las influencias culturales y sentimentales se basamentaban en una espiral
reformadora de una única civilización. Lo malo de esta recuperación histórica,
de este salto atrás en la memoria, que digo yo que debe ser poética porque
ninguno de los que ahora se pronuncian con tanta vehemencia tienen edad para
resucitarla, es que se entronca con un solo bando, donde unos aparecen como
verdaderos santos y criminalizan al contrario convirtiéndolos, a todos, en poco
menos que reencarnaciones de Pedro Botero. ¿Acaso soy yo culpable de la maldad
de mi padre?
Cualquier
cosa, cualquier hecho, sirve para denigrar y vulnerar el derecho a la
respetabilidad de las personas. Acaban de renovar el título del Marquesado de
Queipo de Llano, tras la petición realizada por su nieto, amparándose en los
derechos de la sucesión de títulos nobiliarios. Es una opción legítima del
heredero y ha obrado en consecuencia a él. Y el estado ha tenido a bien
conceder éste.
Ahora
saltan voces, vinculadas a asociaciones que entroncan con la Ley de la Memoria
Histórica, intentando revocar lo que el derecho tiene concedido, un intento de
vulnerar el sistema, que a lo mejor es lo que hay que cambiar. No podemos poner
en un brete, y mucho menos justificar, las actitudes y los gestos que confluyeron
en aquellos tristes años, en el genocidio que fue aquel enfrentamiento entre
ciudadanos de un mismo país. No tenemos más remedio que reconocer los crímenes
que se cometieron, por ambos bandos, no lo olvidemos que aquí se ha reconocido a
encausados en crímenes de inocentes, y que casualmente son obviados en las
referencias, nombrándolos doctor honoris causa, y asentir con dolor y
estupefacción al veracidad de los hechos que acontecieron hace casi ochenta
años. Pero también tenemos que convenir que una cosa es la historia y otra la
legitimidad en la que nos desenvolvemos en la actualidad.
Es
necesaria la paralización del rencor. Hay que recuperar los cadáveres de
quienes fueron ejecutados sin juicio y que sus familiares puedan descansar de
esa pesadilla. Es de justicia y honor que reposen en lugar adecuado y sus
descendientes puedan ofrendar sus oraciones o sus pensamientos a los restos
fúnebres, porque es parte de nuestra cultura rendir honor a los muertos. Pero
no podemos transgredir estas fronteras revitalizando, cada vez que se haga
referencia a algunos de los tristes protagonistas, aquellos años de rencor y
muerte, de tortura y martirio. No es ésta, entiendo yo, la forma de avanzar, de
progresar. No podemos estar constantemente viviendo y retornando a aquellos
años. No hay más que mirar a otros países europeos que han logrado unificar sus
intereses vitales por el bien de la comunidad. Y no creo que hayan dado la
espalda a sus historias, principalmente contemporánea. Es cuestión de entender
que la historia es algo que pasó, de la que debemos extraer las consecuencias y
valorarlas para recaer en los errores que se cometieron. Si acaso el tiempo
pondrá a cada uno en el lugar que le corresponde. Hay que esperar y que los
años impongan su justicia y observar las valoraciones de historiadores que
mediten e interpongan sus estudios e investigaciones desde el objetividad. De
otra forma estaremos potenciando el rencor, la animadversión y posibilitando la
recuperación de consignas y políticas que provocan el terror.
Los
descendientes de los principales protagonista de los sucesos de los años
treinta no son responsables de los actos que cometieran sus predecesores. Tal
vez, incluso, pueden llegar a ser sus propias víctimas.
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