Hay un espacio en esta ciudad que huye de la memoria, que es incapaz de
controlar sus impulsos, que no tiene retiene el instante y se ve inmiscuida,
demasiado pronto y con acervada celeridad en el olvido. Hay brumas que van
obstaculizando la visión y árboles que no nos dejan ver el bosque.
¿Encontraremos alguna vez la medida para enaltecer lo que nos importa, aunque
sea sólo a nosotros? ¿Veremos alguna vez instituirse las esencias de nuestro
pasado para poder conformar un futuro digno, donde la cultura, la
tradición y el amor a nuestras costumbres puedan compaginarse con la modernidad
y el progreso o tendremos que enfrentarlas para que se destruyan mutuamente?
A quienes compete la
responsabilidad, en la dirección de la ciudad, debían plantearse, de una vez
por todas, incluir en los planes urbanísticos las necesarias penalizaciones
para quienes se salten a la torera las normas que regulan las condiciones de
edificabilidad y la parejidad visual con su entorno. Quienes adquieren una
propiedad, o un solar donde levantar un edificio, deberían ser aleccionados con
los modelos a seguir, que sus obras continuaran y no modificaran el paisaje
urbano de una manera tan espantosa. Por más que aparezcan en las redes sociales
fotografías que intentan embaucarnos con nuevos paisajistas de la ciudad, con
nuevas panorámicas y novedosas muestras de horizontes, no comprenderé el por
qué ni la razón de la imposición -porque ha sido éso, una dictatorial y
faraónica impostura de gente de mal gobernar y peor gestión económica- del
mamotreto de la Encarnación.
He dejado pasar algún tiempo, desde
que se terminaron las obras y de su posterior inauguración, porque llegaban
versiones, de competentes y autorizadas personalidades del mundo de la
arquitectura, de que sería cuestión de acomodarnos a su visión, que su
integración en paisaje urbano vendría a engrandecer la monumentalidad de
la urbe, que este portento de la ingeniería vendría a sustituir, en la memoria
y en la historia, las edificaciones que ha sido sacrificadas para este
despropósito, para este engendro que ha venido a destruir, o mejor dicho, a
devastar lo que las modernidades y las excentricidades urbanitas de los
regentes de mediados del siglo pasado, habían destrozado.
Sigue pensando lo mismo que hace
meses. Que este mamotreto, que esta desconsideración a la cultura sevillana, no
va a sustituir jamás a la nobleza de los edificios que fueron demolidos para la
concreción de la fealdad y de la impropiedad de su ubicación. Porque esta
construcción carece de algo que no puede adquirirse ni con el tiempo ni con el
despilfarro económico. De la vida. Es una construcción fría y por tanto
desnaturaliza el entorno. Han volatilizado la escasa sensación vital que
retenía la zona, despojándola de la vitalidad y humanización de la que gozó en
otras décadas. Y lo que es peor; no ha supuesto ninguna revitalización de la
económica de la zona, por mucho que nos quieran vender sobre la implantación de
negocios hosteleros en sus bajos y locales. Que le pregunten a los placeros que
ha sobrevivido al expolio.
La sostenibilidad y la modernidad no
se consiguen con la eliminación de los parajes que han dado gloria y esplendor
a la ciudad, ni con la voladura de los cimientos culturales. Hemos
desaprovechado una ocasión única para recuperar la fisonomía de una zona urbana
que sigue despoblada. Han conseguido dotarla de una población transeúnte, que
apenas echan el cierre los negocios multinacionales, se marcha y la convierte
en un lugar inhóspito. Éso sí, con el rutilante y faraónico edificio
sobrevolando la memoria de la ciudad y de unos cuantos catetos que muestran su
expectación porque ascienden al mirador, a la cumbre y contemplan extasiados
cómo perduran algunos monumentos. Quisieron hacernos creer que nos descubrían a
los cielos de Sevilla. Ignorantes. No saben que ya los íbamos perdiendo cuando
Romero Murube nos advertía del magnicidio que se estaba cometiendo. Delirios de
grandeza de los omnipotentes y desabridos gestores que quisieron alcanzar el
cielo y someternos a sus faraónicos proyectos con dinero público, mientras la
gente es consumida por la pira de la crisis, que también potenciaron otros con
ídolos dorados. Y ahora querrán que nos subamos a la azotea de la Pelli para
que loemos sus grandezas, sus consecuciones, siempre a costa del sufrimiento y
el sudor de estos esclavos que tienen amordazados con eslabones bancarios. ¿Qué
hubiera sido de esta ciudad si la cordura se hubiera impuesto a las sinrazones?
Pues que tal vez Romero Murube no hubiera tenido que escribir su obra y no
necesitaríamos vencer el vértigo porque podríamos ver los cielos desde los
balcones y las ventanas de nuestras casas.
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