Tras escuchar el concierto de Año
Nuevo, que viene emitiendo Televisión Española desde hace al menos cincuenta
años, y que se celebra en Viena el primer día de enero, uno se queda con la
sensación de que el tiempo nos engaña, nos delimita en nuestros
comportamientos. Escuchar a la Sinfónica de Viena es un primor para los
sentidos. Contemplar los parajes naturales del país de los Strauss, con la
música de los valses acompañándolas, es un primor. El Danubio azul va
impregnando las estancias con la magia de sus notas. La armonía de la partitura
no tiene parangón. Es un velo de nostalgia que recorre el cuerpo, que aúpa los
sentimientos hasta hacerlos estallar en artificios de satisfacción. Este año, el
director Franz Welser-Möst, nos ha sorprendido con un programa algo excéntrico,
con composiciones de los maestros Verdi y Wagner, desangelando el patio de
butacas y a los cientos de millones de espectadores que se contemplaron el
concierto a través de las imágenes y sonidos de televisión. Nadie puede dudar
de la exquisitez y grandilocuencia de este director, que es además el titular
de la orquesta. Pero sus gelidez, la falta de transmisión y la mecanización de
su dirección nos dejaron con el cuerpo entre pinto y valdemoros. Técnicamente
ofreció un máster. Pero la gente espera algo más de este concierto, de este espectáculo
por el que muchas personas se desplazan desde lejanos lugares para participar
de las excentricidades que no se toleran en una audición normal de música
clásica. Tiene sus ritos y hay que seguirlos.
El compás de las palmas fue limitado
y hasta suspendido en algunos pasajes de la popular marcha Radetzky. Una
lástima que no se tengan en cuenta la tradición y la armonía de la clac, que
espera ansiosa este momento. La mayoría asisten para compartir ese glorioso
momento. Yo, que no soy precisamente un artista en estas lides –ya contaré
alguna vez que me sucedió en el estadio del Betis-, intento seguir las
directrices que se marcan por el director de turno. Es parte de mi liturgia
personal, durante el primer día del año, para invocar las buenas vibraciones y
participar de la alegría general que se transmite. El sr. Welser-Möst se cargó,
literalmente, uno de los momentos más importantes del inicio del año.
Ya sabemos que Johann Strauss, padre, no introdujo ninguna línea ni nota
musical en las partituras de la marcha Radezky que hiciera alusión a esta
sonoridad excepcional del bateo de las manos, sino hubiera incluido entre los componentes
de las orquestas sinfónicas a los palmeros de los Chichos o los Amaya de la
época. Pero es una tradición que permite participar de la alegría, por el
cambio del ciclo anual, y mostrar la complicidad del público con la marcialidad
de la obra. No creo que el autor se levante de su tumba para recriminar estas
actuaciones populares y mucho menos, radicalizar esta puntual expresión de júbilo
con la coacción de la disminución de las palmas que acompañan la gallardía para
la que fue concebida, que no fue otra que manifestar la gloria austriaca por una
serie de victorias, en norte de Italia, que protagonizó el Mariscal Radezky y
que sirvieron para reafirmar el poder militar del país, en las medianías del siglo
XIX.
Este tipo de acciones, que imponen
la rigidez conceptual de los hechos, tal como fueron concebidos por el autor,
restringen el acercamiento y coartan los comportamientos que expresan júbilo,
emociones que no debieran ser restringidos. Saltarse la norma, de vez en cuando
y sin hacer mal a nadie, es una forma de liberar la negatividad que trata de
imponerse en estos tiempos en los que sucumbimos a los poderes económicos. Es
como si al entrar en el Sánchez Pizjuán dieran directrices expresas para no
poder animar al equipo, con la sonoridad unificada de las palmas, o nos
prohibieran acordarnos de la familia de los árbitros –¡los pobres!- cuando
cometen esos errores que siempre benefician a los grandes equipos, cosa que realizan,
evidentemente, sin ninguna premeditación ni alevosía.
En fin, que este señor ayer, con su hierática
seriedad, intentó imponer la circunspección de la creación. Tiene que ser un
hombre triste si es incapaz de repartir el gran don con el que Dios le ha
premiado. La música no sólo sirve para elevar el espíritu, cosa que me congratula
y asumo; tiene que servir para hacer felices a los ciudadanos. Para que nos
dirijan con seriedad ya tenemos a nuestros ínclitos políticos. ¡Que estamos
aviaos!
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