Asumía
con resignación que el fuego de los años fuera consumiendo sus inquietudes. Una
especie de pereza invadía su ser. La voluntad era como una fruta que había
dejado de desear y se dejaba llevar por la cotidianidad y la monotonía. No, no
era fácil seguir viviendo cuando comenzaron a faltarle las personas que más
quería, cuando se fueron yendo los amigos con los que había compartido los
mejores momentos, con los que disfrutado del deporte y con los que había
mantenido una relación tan estrecha que podría vincularse con lazos de
hermandad.
Los
días se convierten en meros tránsitos hasta el final. Desde que amanecía se
rodeaba de soledad y comenzaba a desplegar los hábitos rutinarios. Asearse,
desayunar, bajar por el periódico, dar una vuelta por las lindes del barrio,
intercambiar algunas frases con los vecinos, mirar el buzón, retornar al
domicilio, leer la prensa, llamar a su hijo para constatar que la vida era
inmensamente ingrata, almorzar, ver la televisión, hastiarse de ella, caer en
brazos de Morfeo, vencer el sopor con un café, rastrear por internet hasta
aburrirse, prepararse la cena, añorar a la mujer con la que compartió cincuenta
años, ver una película, acostarse, no dormir, caer rendido en la madrugada,
fustigado por los recuerdos.
Su
hijo, arrastrado por el frenesí del trabajo, apenas podía conciliar unas horas
con él. Sus ocupaciones laborales se lo impedían. A veces, aquella carencia de
encuentros provocaban el desasosiego en el hombre, que intentaba justificar las
explicaciones del vástago, ante conocidos y amigos, haciendo mención a la gran
responsabilidad que recaía en él, en la carga de trabajo que le imposibilitaba
para aumentar los encuentros. Siempre había un motivo justificado para suspender
las visitas y cuando él decidía devolvérselas no había nadie para recibirlo,
sólo la chica que se encargaba de la limpieza y las tareas domésticas diarias.
Alguna vez, ante la creencia de que la nuera aparecería en cualquier momento,
se tomaba un café esperando. Siempre tenía que marchar. Tampoco era cuestión de
molestar.
Cuánto
más tiempo pasaba en soledad, más aceptaba las ausencias, menos percibía las presencias.
Uno se acostumbra a todo, se decía. Pero en las palabras iban adjuntos dejes de
melancolía.
Hace
unos días, en la víspera de Reyes, pasó junto a mí, con su periódico bajo el brazo,
con un rosco de reyes y una sonrisa inusual en el rostro que aparecía
iluminado, radiante, como si hubiera vencido la batalla de la amargura y la soledad.
Como coincidimos algunas veces desayunando y en muchas de estas ocasiones no
hay más comunicación que la salutación matinal, porque somos adictos a las
buenas costumbres y a los buenos modales, me extrañó aquella petición, que en
absoluto me contrariaría. Se sentó junto a mí, en el velador que suelo ocupar,
muy cerca del ventanal por donde transita toda la actividad laboral del barrio,
toda la intensidad empresarial que se desarrolla en las naves del polígono industrial.
Es curioso observar cómo basta atravesar una calle, de lado a lado, para
contemplar una propuesta industrial o dejarse llevar por la belleza de este
barrio, que en muchas ocasiones puede ser confundido con un pueblo. Y todo
sucede en pleno casco urbano de Sevilla.
Me
miró y comprobé cómo resplandecía su mirada, cómo se había desprendido del
semblante anegado por la tristeza, de la melancolía que roía sus entrañas. Sólo
pensé en la dicha del hombre y también sonreí. Ésta es la noche más hermosa, me
dijo. Asentí a sus palabras y refrende la magia que nos esperaba, la ilusión
que anegaría nuestros espíritus, dando un revolcón al tiempo y a la edad.
Volveríamos a la infancia, le comenté. Pero la respuesta me contrarió. Ésta es
la noche en la que mi mujer y yo tomamos a Luisito de la mano y nos vamos al
centro a ver la cabalgata. Ésta es la tarde en la que me siento padre con mayor
intensidad, en la que vuelvo a acariciar las manos de Ana, mi mujer, y los tres
gozamos de la magia que los Reyes Magos nos traen. Hoy vuelvo a experimentar el
momento más bonito que viví jamás, el instante en el que los ojos de unos niños
me permiten sentir lo que la vida me quiere quitar.
Los vecinos fueron
los primeros en dar la voz de alarma. Enseguida una ambulancia se apostaba a la
puerta del edificio. Dicen quienes lo vieron, que tenía una sonrisa en sus
labios, y mantenía una carta entre sus manos, que en alfeizar de la
ventana estaban las zapatillas esperando la dicha y que unos caramelos
descubrían un sendero, una camino hasta la mesita del salón, en donde reposaba
un marco de plata y una fotografía, en blanco y negro, en la que un niño
sonreía mientras a sus espaldas aparecía el Rey Melchor que tenía los mismos
ojos que mi amigo.
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