Encontrar
el camino de la existencia es algo trascendental. No hay conciencia que pueda
desligarse de la verdad. Todo tiene que tener alguna explicación y esto, sin
duda alguna, conlleva irremediablemente al encuentro de la razón con la fe.
Hasta los más desaforados defensores del agnosticismo han llegado a plantearse
la existencia de una fuerza que alimenta la vida, que procura nuevos horizontes
y descubre las posibilidades de una esencia sobrenatural que procura la
concreción de los hechos. Nada es casual y tiene un origen desconocido, todo se
conforma en una fuerza gravitatoria que entronca con la creencia.
Hay
una materia que organiza y establece un orden en las actuaciones. Si miramos a
nuestro alrededor podremos ver miles de circunstancias que van condicionando
nuestros comportamientos, condiciones que se manifiestan para motivarnos,
situaciones contextuales que nos llevan a conclusiones extremas. ¿Qué o quién
nos dirige? ¿Es una fuerza supranatural o es la concreción de la casualidad, la
síntesis de una concatenación de hechos que se resuelven albur de una suerte?
La
duda no es mala, porque nos provoca y nos alienta a solventar problemas, a
deshacer entuertos y desenredar encrucijadas. Gracias a ellas hemos ido
evolucionando, dotando a la humanidad de nuevas y mejores condiciones de vida.
La duda no es pecado. Sopesar la existencia de Dios no es más que una consecuencia
de la condición humana que nos vulgariza. Casi todos los grandes pensadores han
expresado su incertidumbre ante el hecho de encontrar una respuesta a este
dilema. ¿Existe Dios? ¿Hay un ser superior, hacedor de las cosas que
contemplamos? Albert Camus tuvo la primera certeza de la posibilidad de un
creador todopoderoso en la recta final de su vida, aún ignorando que se la iba
a truncar un accidente de tráfico, tomó la determinación de querer ser
bautizado. Una decisión que entrañaba una gran responsabilidad para quien defendió
durante muchos años su agnosticismo, o al menos mantuvo una duda razonable,
sobre la existencia de Dios.
Albert
Camús, francés de nacionalidad pero argelino de nacimiento por la casualidad de
la ubicación laboral de sus padres, caminaba por una calle de la capital
argelina, cuando apenas contaba quince años, conversando tranquilamente con un
amigo cuando fue sorprendido por unos gritos, por la gran congoja de una mujer,
que abrazaba a su hijo muerto como consecuencia de su atropello. El padre gemía
en silencio, algo apartado del stábat mater que se le presentaba. Observando la
imagen del suceso, el joven Camus señaló a su amigo, con la mano izquierda,
alterado por el gran dolor que se le presentaba, la tremenda escena mientras
alzaba al cielo su mano derecha y profería, como justificación a su incipiente
agnosticismo, la lapidaria frase ¿Dónde
está Dios? Si existiera no hubiera consentido las lágrimas de esta madre. Solo
el vacío y la soledad pueden constatarse. Sin embargo jamás dejó de
plantearse la búsqueda por encontrar una explicación que justificara la existencia
de Dios de Todopoderoso, del Ser que se convierte en razón de ser y en fuerza
centrífuga para motorizar la existencia del hombre. Y halló un motivo que justificaba
su concreción: la fe. El hito que es capaz de conmover los cimientos del
universo. En ella se radicaliza y conforma la creencia. Sin fe no hay
esperanza.
Howard
Mumma, pastor metodista con el que dramaturgo y pensador francés mantuvo una
amistad entrañable, relata en sus vivencias aquellos encuentros y cómo pocos
días de su fatídico accidente llegó a confesarle su acercamiento a Dios, con
una frase que desmitifica y revela su distanciamiento del agnosticismo. “Amigo mío, ¡voy a seguir luchando por alcanzar la fe!”
La fe es un compromiso personal, difícilmente transmisible si
no hay dudas y es el vehículo y el artificio para deshacernos de la soledad.
Sin fe no hay esperanza. Sin fe no podremos encontrar el hermoso camino de la
salvación, ni alcanzar los paradigmas de la tranquilidad espiritual que puede
llegar a conseguirnos un lugar en la eternidad. Gracias a la fe puedo
reconocerme en mis pensamientos, alinear mis conductas y manifestar mis
sentimientos sin tergiversar la esencia de la razón. Fe y razón se alinean para
conseguirnos una mejor condición de vida. Creer en Dios es un premio que ayuda
a sustentarla en comunión con muchos otros.
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