Hay
lugar en el espíritu donde poder huir del dolor. Con el Amor.
No hay forma de
cavar trincheras donde parapetarse contra los violentos ataques de la vida. Hay
una parcela en el corazón donde se le rinde tributo, donde permanece oculta, donde
desarrolla sibilinamente sus planes. Inverna el sufrimiento mientras creemos
que estamos inmunizados contra él porque no se ha levantado sus armas, ni ha
sublevado a sus ejércitos, ni da muestras de su presencia hasta que no mantiene
la certidumbre de hacer sangre, de provocar la desazón y el desconcierto.
Siempre se presenta taciturno, en una suave levedad aranera, envuelto en un
halo de misterio. Es una presencia vaporosa, incorpórea, que se diluye en el
espacio para retornar, candente y con ferocidad, a rasgar los velos de la
mansedumbre. La sorpresa es su principal arma, el vehículo con el embiste contra
el muro de la confianza. No es cuestión banal, ni baladí, su manifestación
porque arranca, a gajos y jirones, el alma.
Aliado
con los recuerdos, se sabe vencedor. Lo que contemplamos en el lecho del dolor,
es una imagen demoledora. Lo que se ofrece a la visión, en el frontispicio claro
y profundo de la habitación, es el ser que procura la vida abatida por el dolor,
el ser que ofreció sin esperar ninguna compensación a cambio. Somos hijos de la
desesperación cuando somos testigos impotentes de la victoria del sufrimiento.
Paraliza nuestro sistema neurológico porque vagamos por el desierto del desconocimiento,
en las espesuras de la ignorancia que se ceba con su poder. Este atraso del
conocimiento mortifica aún más, porque nos inhabilita para la acción. Extraemos
de la profundidad de sus ojos un hito de resplandor, de la viveza que mantenían
cuando aún el tiempo no había arado los perfiles de su rostro y brillaban, como
soles en las últimas horas del día, las mejillas. No podemos reconocerla y nos
angustia esta situación de extrañeza, esta incongruencia que nos relega a la
inquietud.
Hay
sonrisas que siempre permanecen en la memoria, que se atan a los recuerdos y
reverdecen nuestros mejores sentimientos. Hay imágenes vagando por el éter de
la inconsciencia, ángeles de la misericordia que se alían con nuestros mejores
pensamientos para blandir las picas que se revuelven contra la grey del
sufrimiento, contra los ejércitos que nos hicieron huir, en primera instancia,
y contra los que nos revolvemos cuando logramos reunificar y vigorizar el
espíritu, para alzarnos en armas contra el dolor que intenta subyugarnos. Nos
sublevamos contra esta imposición dictatorial, contra esta incursión que nos
desarboló y nos separó de la mejor remembranza durante unos instantes. Nos
resarcimos porque tenemos la capacidad y las armas para vencer las argucias de
la desolación que intentan sitiarnos. Es
la sonrisa y la tersura de su piel, la candidez de la mano que me asía
camino del primer día del colegio, la alegría desbordante por saberme feliz
montado en aquella bicicleta que los Reyes Magos me habían dejado, que fue
posible gracias a un gran esfuerzo y muchas privaciones. Son las caricias que
sofocaban mi angustia cuando la fiebre y la enfermedad se presentaban, las
palabras, brotando de sus labios, escenificando los cuentos de las tardes de
invierno, al calor de las brasas del carbón. Es el primor que se mostraba en la
primera noche de primavera, cuando las horas rozaban la madrugada, alisando el
albor de una túnica de nazareno, la plancha sorteando la cruz de Santiago que
se mostraba en el frontal del capirote y la delicadeza con la que colocaba, en
el frontal del ropero de mi dormitorio, el hábito que nos descubre a la ilusión
del domingo de ramos.
Es
fuerte este dolor que nos trae la enfermedad. Pero aún más poderoso y
contundente es este ejército, que se inviste en la gloria de los recuerdos, que
nos vigoriza con las emociones, con las mejores sensaciones, de quien nos dio
el ser, la persona que nos entregó a la sapiencia y al conocimiento, que nos
inculcó en sentir por las cosas nuestras, de la que heredamos la devoción por
la Moza de San Gil, que siempre cumple diecinueve años y que me besa cuando
termino alguno de mis relatos, mis charlas, a mis conferencias y especialmente
a los pocos pregones de semana santa que he aceptado pronunciar. Un beso y una
sonrisa, me llevaron al Amor que abre sus brazos a los hijos que se le
presentan. Llegar al Amor por el amor de la madre es un sueño. Por eso, le pido
a mi Señor crucificado que siga soñando conmigo, que no desatienda mis ruegos,
que quiero volver a vivir aquella tarde de ensueño, la de aquel domingo de
ramos, en el que se me reveló su Amor, al llegar al Salvador con mi madre de la
mano.
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