Este
silencio que se disfraza de sosegada quietud es una puerta abierta a la
desolación. No hay sigilo más demoledor. Por los pasillos transitan los sonidos
del dolor. Un teclear que discurre arriba abajo, una voz que quiere romper la
demoledora soledad que nos ronda, que nos acecha, que nos vigila como lobos
hambrientos en la sierra, una luz que lucha por blanquear estos muros que
esconden tanto sufrimiento. Estas salas atiborradas de dolencias quieren
disimular su ascendencia con silencio.
Hemos
cruzado el meridiano del día y una tregua de somnolencias visita las estancias,
arrulla los cuerpos que solo desean desprenderse de los males que les han
llevado a la postración. Mientras los pacientes complacen el cuerpo con el
descanso hay familiares que leen, que oyen la radio, que quieren vencer el
espesor de este tiempo que les mortifica. Simulan descansar, relajarse,
apartarse del ajetreo inusual que les galopa por el cuerpo hasta derribarlos en
los arcenes del cansancio. No lo aprecian porque son dueños de la situación. No
pueden evitar este sufrimiento que es tan suyo como del ser querido que vigilan.
Es la llamada de la sangre que viene a despertar los recuerdos. Ese tiempo
cuando nos rondaban el sueño y nos procuraban la paz tan solo con su presencia,
con un asomarse a la oscuridad de la habitación, iluminándola con la sonrisa
complacida de saberse veladores de nuestro sino, y confirmaban el reposo
sereno. Ese tiempo abierto a disposición de los sentimientos y a la entrega sin
más respuesta que la que orden precisa que mana de la maternidad.
Hay
un universo de años surcando su rostro, un dédalo de surcos que confluyen en la
memoria que refleja su frente. No somos conscientes de la importancia que se
ofrece a nosotros, que nos limita en la voluntad por intentar atrasar las
manillas de un reloj que no es imposible manipular, que se muestre indolente y
juega con los sentidos porque se sabe invencible, inexpugnable a los deseos.
Somos instrumentos que maneja a su antojo, que nos recupera a la verdad, al
tránsito de la vida, que presurosa nos va asomando al precipicio. Esta
inconsciencia se ha presentado esta tarde para revelarnos el sentido y el poder
de su acción, a regular la visión onírica del poder las prerrogativas de las que
nos creemos dueños. Esta inconsciencia de la evidencia se nos muestra con la
rotundidad inequívoca de su presencia, del tránsito de los años en los que el
amor maternal ha ido volcándose en la cantera de nuestras vidas, sin darle la
relevancia que merecía, porque la teníamos siempre cerca, con la sonrisa iluminando
su rostro, dando valor a nuestra existencia, y la predisposición a enfrentarse
a cualquier eventualidad que pudiéramos presentarle.
En
esta inmensa soledad de la habitación del hospital veo los años pasando frente
a mí, la infancia hermosa que viví porque ella se desvivía por nosotros; la
juventud plácida y afable porque ella se preocupaba de contravenir cualquier
carencia con su esfuerzo, desvelo y entrega; la madurez serena porque sonreía
con mis alegrías y acompañaba mis penas con su consuelo y positividad.
Ahora
espero a que pase el tiempo, que las horas se deshagan de esta cadencia
maliciosa con la se jacta en el dolor, espero que la ventura nos posicione otra
vez en la luz de las calles, en el brillo de las aceras tras un aguacero de
primavera, en los caminos sintiendo el peso de sus pasos, que nos prolongue y
nos alargue esa sensación, que promueve el contacto y que sellan los besos, de
sentir el calor de su mirada, el dulzor de sus ojos, advirtiéndonos de la dicha
enorme de tenerla junto a nosotros.
Como sé
que el tiempo y el destino, causalidad de los años, no rendirá sus armas en
este beligerante campaña, en esta afrenta al amor maternal, que seguimos
necesitando como el mismo agua, hemos alzado el pendón verde que nos reviste de
la mejor coraza, que levanta murallas y eleva alminares para que nos cobijemos
en su don, donde poner las ofrendas y solicitar sus gracias. Hemos instalado,
como la mejor y más grande protección, en la cabecera de la cama del hospital,
a la gran Señora, la que esparce el hito de su nombre, a la Virgen, y su
proclama: “Sé Tú nuestra Esperanza”
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