Salimos
de la sala Chicarreros con la sensación de haber sido testigos de un hecho
histórico, con la gratísima impresión de haber sobrevivido al tiempo para
visualizar a su gran vencedor, al Cristo que se nos mostraba ayer como único
responsable de la fe que atesoran quienes comparten su devoción y reúnen sus sentimientos
espirituales para acercarse al gran misterio. Cuatro siglos que se fueron acrecentando
en la gnosis de las generaciones. Cuatro siglos significándose como referencia
devocional. Cuatro siglos de la hechura del Hombre que convoca a la oración y a
la meditación sobre la vida, pero muy especialmente sobre la trascendencia de
la inmortalidad que tuvo su culmen en la Cruz que se elevó, para convertirse en
la primera enseña del cristianismo, en la cima del monte Calvario.
Esta
es la apuesta visual, la nueva creación de Carlos Colón, como guionista y
director, y de Carlos Varela, como realizador, que se nos presentó anoche como
eje fundamental de la celebración del cuatrocientos aniversario de la hechura
del Cristo del Calvario, por Francisco de Ocampos. Cien minutos de imágenes
extraordinarias. Cien minutos que son capaces de retener cuatro siglos. Cien
minutos de belleza gracias al trabajo de Carlos Colón que, desde la devoción al
Cristo que muerto abre sus brazos a la Esperanza de la vida, ha desplegado su
saber para hilar un argumento en torno a la imagen, pero también en torno a los
afectos y emocione que convoca su observación.
Una
obra de esta envergadura no debiera pasar desapercibida. No sería bueno para la
ciudad ni para el arte de la cinematografía ni para las propias hermandades. Y
estoy seguro que el tiempo confirmará la excelencia de una película que huye,
premeditadamente, de la exacerbación de los tópicos, tan frecuentes en otras.
Nos muestra Carlos a Cristo abriéndose en desolación del monte, del que toma el
nombre, para mostrar el mensaje, sencillo pero profundo, de la redención del
hombre, del sacrificio del Cordero confundiéndose con el devastador paisaje desalado
y rocoso. El Hijo de Dios triunfante, ungido a la Cruz, formando un todo en el
universo de la Salvación. Dios Hombre, Cruz y Monte Calvario.
No
es una película que pretenda sublevar las emociones, aunque hay pasajes que
conmueven, como el traslado a su paso para procesionar en la madrugada del
Viernes Santo, e imágenes de una majestuosa sobriedad, la procesión abriéndose
paso en la noche, perforando el silencio con esa cuña de la mejor iconografía
que es la Cruz de Guía hasta zaherirlo, hasta convertirlo en oración, o el
tránsito por la catedral, siguiendo la estela de la Alegría y la Esperanza,
para de inmediato sucumbir a las sombras y rosario de cirios se convierten en
la única iluminación, mientras la voz en off pregona uno de los mejores textos,
que sobre cofradías se hayan escrito, de Juan Sierra.
Todo
es hermoso y conmovedor en esta película. Todo está perfectamente engranado
para convocar a la emoción, aún mostrando la crudeza del Calvario. La música es
esplendor y los textos escogidos refrendan toda la composición. Todo es hermandad
en el interior del templo y enorme cofradía discurriendo en la noche. La
grandeza de la realización radica en la sobrecogedora sobriedad que transmite
pero que en absoluto resta emoción. Muy al contrario, se subraya con ella y
eleva al espectador a una especie de trance que tiene el culmen en su epílogo,
cuando el soneto de Santa Teresa va confundiendo y conjugando los tiempos, enhebrando
los años, para resarcir la profundidad teológica de los brazos abiertos al amor
y los pies unidos a la madera, y obra el milagro de identificar la verdadera
esencia de la Hermandad, el sentimiento que no huye sino que corre al
encuentro, al dulzor de los ojos que se abren a la vida.
Cuatro
siglos recogidos en imágenes con la maestría y la sensibilidad de Carlos Colón.
Cuatro siglos del Cristo del Calvario arrullando su canción de amor en la
madrugada, dictando la gran lección de la entrega sin pedir. Como Santa Teresa,
los hermanos, revestidos de áspero ruán, con el trino de los pájaros anunciando
la la mañana del Viernes, proclaman la mejor protestación de fe.
No me mueve, mi Dios, para quererte,/
el cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.
el cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.
Tú me mueves, Señor, muéveme el verte
clavado en esa cruz y escarnecido,
muéveme ver tu cuerpo tan herido,
muévenme tus afrentas y tu muerte.
Muéveme, en fin, tu
amor, y en tal manera,
que aunque no hubiera cielo, yo te amara,
y aunque no hubiera infierno, te temiera.
que aunque no hubiera cielo, yo te amara,
y aunque no hubiera infierno, te temiera.
No me tienes que dar porque te quiera,
pues aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.
pues aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.
Obra
maestra, porque está concebida desde el amor, desde la devoción. Obra maestra
porque es una oración que brota desde la sinceridad fervorosa de quien la
concibió. Y yo fui testigo de su estreno.
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