Esta
ciudad continúa, a pesar de los sevillanos, como enjuició un poeta, siendo
hermosa. Aún, estas primeras mañanas del primer otoño, se presentan con
cristalina serenidad, con cielos que relucen en su tamiz inmaculado, que
proyectan la viveza y añoranza de los senderos de niños camino del colegio, que
deslizan sus brillantez por las copas de las arboledas y se cuela, esta luz
añorada, por las rendijas de las celosías que guardan los secretos y las
historias de los viejos conventos sevillanos, donde se establece un repelús
enfrentado entre la cal, que adoba y protege
los muros, y esas obras de arte que no conocen más esplendor que las
voces angelicales que entonan maitines.
Esta
ciudad continúa vertiendo su voz en el arrullo flameado del discurrir del agua
por el cauce del río. Un discurso de amor imposible que siempre va a morir en
las mismas orillas, que no es capaz de traspasar las arenas donde fondean,
siempre en la memoria, la falúas que procedían a la captura de sábalos y barbos
para que pudieran ser adobados en las corralas de vecinos, que los
transformaban en suculento manjar, primor de manteles humildes, para
celebración de bodas y bautizos.
Esta
ciudad mantiene vivo el discurso de los mejores poetas gracias a viajantes, a
lectores extranjeros, que supieron captar la grandeza de sus obras, que las
divulgaron, aun no siendo coetáneos, aun desconociendo que existen senderos en
la memoria por los que jamás podrán transitar, calles ocultas en sus vivencias
porque era el mejor y único tesoro, la única hacienda en la lejanía, con la que
recordar su origen, el único que lograron esconder para no verse desprovistos
del alma, porque la vida terrena les fue yendo sustraída.
Esta
ciudad es el canto de la grandeza desvaída, de la gloria arrebatada por la
inconsciencia y los intereses del hombre, el mismo que le otorga el
desmerecimiento y vende sus brillos a la grisácea materia de la miseria que
pende en los intereses económicos, antes de velar por su cuidado y mantenerla
alejada de iniquidad y la injusticia.
Esta
ciudad es tan poderosa, tan vigorosa y enérgica, que ha vencido los envites del
tiempo, las acometidas de los siglos, las agresiones de tempestuosas
personalidades que siempre velaban por transgredir las tradiciones que la
hicieron importante a los ojos de otros, que lucharon por aniquilar su
fisonomía más agradable, más entrañable y provinciana, porque entendían que el
progreso era un rodillo que debía devastar cualquier vestigio de las costumbres
urbanas y suplantarlas por mamotretos inhóspitos y desaforados, por engendros
que vinieron deslucir la lozanía innata de su fisonomía, la mocedad hermosa de
siglos.
Esta
ciudad está tan llena de encantos, tan atiborrada de historias, tan profusa en
leyendas y guarda el dédalo de sus calles tanta épica, que es capaz de alterar
las emociones de quienes la conocen, de quienes se enamoran de su luz y gozan
con el baño del sol del mediodía, en el inicio del otoño, o surcan las
calurosas aguas de sus avenidas en las mañanas de verano, o se estremece con el
primer asomo del frío que viene anunciando la epifanía del Señor. Es tan grande
su espíritu y tan hermosa alma, que es capaz ofrece mucho aunque no se
corresponda con lo que recibe. Es el amor de la madre.
Esta ciudad es
tan noble que sigue sonriendo a pesar de los desmanes que comenten con ella.
Esta ciudad es tan leal que continúa abrigando a sus hijos por mucho que la
olviden. Esta ciudad es tan heroica que defiende, a ultranza y con todos sus
medios, el espíritu de la amalgama de de culturas que configuraron su ser. Esta
ciudad continúa invicta de las legiones que se obstinan en asediarla con el
olvido y la despreocupación. Esta ciudad es tan mariana porque en ella reside La
que dio vida al Dios que se hizo macareno, por un arrabal de huertas y sueños.
Y seguro que
seguirá siendo Sevilla, mal que le pese alguno, cuando se celebre el Vía Crucis
extraordinario con motivo de la celebración del año de la Fe.
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