Mi abuela siempre
llevaba en el monedero, aquel utensilio doméstico que sabía de tantas carencias
y tantos abandonos dinerarios, con más pelusillas que céntimos, una estampa de
la Virgen de la Esperanza, cuando las pequeñas ilustraciones eran avis raras y poco
menos que incunables recogidos en cultos y celebraciones litúrgicas muy
especiales. Decía que la protegía de los males y las advenedizas intenciones
del destino, que intentaban cebarse con ella. Era una fotografía en blanco y
negro y la Virgen portaba aún la corona sin los lujosos aditamentos que se le
implantaron para la Coronación. Cuando el tiempo y los roces la raían, nunca se
desprendía de ellas, ni mucho menos las tiraba. Las acomodaba, como se acomoda
a un niño en la cuna, en el fondo de un cajón, entre sábanas y prendas íntimas.
Allí dormían y guardaban la memoria y las confidencias de sus sufrimientos, de
sus alegrías, de los sucesos que fueron jalonando su existencia y que sirvieron
para ir conformando una vida casi heroica, por muy sencilla y humilde que fuera
su condición. Por ello mismo, por su origen y su suerte, había instituido en
aquella cómoda una especie de oratorio donde realizaba sus jaculatorias y
formulaba sus peticiones, que a pasar de las vicisitudes y las fatalidades
cotidianas, no venían a ser demasiadas. Hay que agradecer más que pedir, solía
decir. Un templo con los dos perfiles de la Virgen. En blanco y negro, con los
brillos de las alhajas del pecherín agrietados, por donde explosionaba el magma
de los años y los besos escondidos, íntimos, con sus grises gemas como perlas
hortelanas desterradas de los surcos que se abrían a la fuerza del sol, al
ímpetu de la lluvia, campos de extramuros donde ella encaminaba sus pasos, cada
mañana, para realizar labores domésticas y llevar un jornal a casa. Dos
estampas, y los contornos de las mejillas celestiales bastaban, para sentirse
realizada. A los nietos, cuando ya la edad empezaba a marcarse en su rostro y
sus manos comenzaban a temblar, nos intrigaba aquel comportamiento tan extraño,
aquel desplazarse sutilmente, como levitando sobre la solería, aquel tirar de
los remates hasta dejar al descubierto la blancura del ajuar, aquel musitar las
oraciones, para sus adentros, y persignarse con una cadencia que convertía los
movimientos en enseñanzas místicas. Abría y cerraba el cajón, con un cuidado
extremo, como queriendo no procurar daño alguno, o mejor, intentando no
sobresaltar a su hermosa huésped. Todo era sencillo y discreto, sin
presunciones. No hacía falta elevar a público, las intimidades ni
sus sentimientos.
Llevo
unos días dándole vuelta a una foto que ha llegado a la bandeja de mi correo.
Normalmente suelo borrar muchos, casi sin ver los contenidos, a no ser que
tengan remites de conocidos o traigan una etiqueta de trabajo. Ignoro qué ha
motivado su supervivencia, ni qué gracia del destino se confabuló para
mostrárseme. Es una instantánea de un dormitorio que reproduce, no sé si con
fidelidad o raya la inexactitud de lo figurativo para caer en lo
chabacano, una visión panorámica y frontal del Arco, con la Virgen de la
Esperanza en la orla ojival, la muralla y hasta la Basílica. Dos nazarenos, uno
del Cristo otro de la Virgen, presiden las mesitas de noche. Cada
uno en su casa puede hacer lo que le venga en gana que para eso es su reino, su
propiedad. Pero me parece extraordinariamente innecesario elevarlo a público
conocimiento. ¡Y la de comentarios que suscitará! Y digo yo, ¿es necesario este
tipo de manifestaciones? No digo instituir la imagen decorativa de las
habitaciones como a uno le venga en gana, que para eso está el libro de los
gustos. Digo que no hay necesidad de exteriorizar los sentimientos ni las
intimidades de los fervores. Digo que no es preciso hacer ostentación de la
devoción. Digo que la intimidad hay que preservarla, porque si la difundimos,
si la ponemos a consideración de todos, perdemos su cualidad más importante: el
respeto a nuestra propia persona. Digo que exteriorizar los sentimientos
religiosos, ligados a sus Imágenes y modos de entender la fe, es desmembrar el
trato y la confidencialidad que ha de preexistir entre el espíritu y Dios. Al
menos, así lo entiendo yo.
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