Cualquier
manifestación de fe es digna de encomio dado los tiempos que corren. Cualquier
declaración pública del amor a Dios ha de ser alabada. Vivimos tiempos de vacío
espiritual, de desequilibrios emocionales. No somos capaces de controlar
nuestro ego y lo superponemos a la condición divina que controla y rige nuestra
existencia, que determina el futuro y controla nuestro destino.
Vivimos
tiempos de desinhibición en las conductas morales y negamos la existencia del
Ser Supremo pues nos consideramos el eje de la creación. Manifestar las
creencias religiosas es poco menos que un hecho de heroicidad. La
secularización de la sociedad, esta sociedad donde prima la materia
insustancial sobre la trascendencia espiritual, de reglamentos que coartan la
libertad del hombre hasta convertirlo en meros instrumentos numéricos, está
provocando el resurgimiento de viejos rencores, resentimientos que convocan al
enfrentamiento.
Lo
sucedido hace unos días en Mérida, cuando unos descerebrados, la mayoría
menores de edad y adoctrinados por el comisario político de turno, decidieron
atacar las instalaciones de un colegio religioso, regentado por la orden
salesiana, viene a corroborar la progresiva supresión del estado de
convivencia, de la implantación de nuevas conductas intolerantes que remueven
el pasado y levantan la tierra que debiera cubrir los desastres de nuestros
antepasados. Al grito de “Dónde están los
curas que los vamos a quemar”, estos vándalos y sus acciones, pues no
tienen otra posible denominación, son consecuencia de la tolerante actitud que
siempre han mostrado los gobiernos de
anteriores legislaturas con los grupos que presumían de su anti
religiosidad, a los amparaban y
protegían, propagando la confusión y alentado sus alegatos anticlericales,
vendiendo los valores de muchos españoles por un puñado de votos.
Porque
aquí no se trata, ni se mantiene la misma consideración, con quienes se
muestran a favor de los desmanes, ni se protegen las mismas virtudes con la
contundencia debida. Si el otro día, en vez de atacar el estamento católico, la
manifestación dirige sus pasos a una mezquita, otro gallo hubiera cantado. Pero
fijan sus objetivos en donde saben, a ciencia cierta, que no encontrarán
fuerzas de choque, ni posteriormente serán represaliados con ferocidad. Atacar
a los débiles les descubre en su condición. Asaltar un lugar donde se imparte
la educación y la enseñanza, con alumnos en su interior, con profesores que
están en el legítimo derecho de trabajar,
es un hecho que desvela el índice de tolerancia que retienen estos “libertadores”
de la sociedad.
No
es bueno alentar rencores, ni mantener abierta heridas por las que supuran
revanchismos caducos. A las nuevas generaciones no se las puede intoxicar con
los errores del pasado, ni convertirlos en vehículos para el resarcimiento. Lo
que sucedió hace casi un siglo ya es historia, negra historia, un lunar que
ensombrece las luces que se establecieron antes y que s e construyeron después.
No es bueno olvidar porque podemos volver a caer en el mismo pozo, pero hay que
saber extraer la lectura adecuada para evitar confrontaciones y, sobre todo,
poder seguir manteniendo un hálito de esperanza con la convivencia de todos,
sea cual sea su pensamiento o doctrina.
La
tolerancia es un bastión principal para seguir disfrutando de la vida. Sin ella
perdemos una condición principal y necesaria para poder distinguirnos de la
irracionalidad. Con el respeto y la voluntad de comprensión se llega a la
felicidad. Si no hay respeto, ni tolerancia, volveremos a las cavernas, a las
oscuridades, al miedo.
Solo
hay que reflexionar sobre el cólera y animadversión que les provoca la religión
a algunos, especialmente el catolicismo, al que consideran el mal de todas las
cosas, provocando estos furibundos y constantes ataques. Religión es también el
islam. Pero con éstos son más tolerantes. O debiéramos decir menos valientes.
Las
figuras más importantes de la historia, los revolucionarios más significados, han
ido cayendo vencidos por la justicia y la verdad. En cambio, Jesucristo, sigue
vigente porque en su figura y en su mensaje hay mucho de verdad y justicia. Y la
vigencia de estos valores continua molestando a algunos.
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