Igual
que dicen que hay niñas que se duermen escuchando Coronación de la Macarena -¿verdad Santi Milla?- y Pasa la Macarena, hay padres que nos
quedamos dormidos en los sueños de los ojos de nuestras niñas, azabaches que
retienen en su retina la memoria y la vida que ya nos vence y nos pasa para
perpetuarse en las suyas. Igual que hay tiempo capaz de marcar y definir
nuestro discurrir, que va arañando las entrañas de nuestra existencia hasta
esculpir en el corazón la leyenda que nos inmortaliza, que va abriendo veredas
por las que vemos pasar los instantes que nos sorprenden de otros, nos vemos
atrapados en la mallas juanmanuelinas de los años, advirtiendo cómo se
escancian los minutos sobre el cáliz de la vida para ir depositando s los mejores
y más puros sentimientos en las barricas del alma, las mejores esencias, y
convertirnos en esclavos del amor fraterno. Igual que hay amaneceres que se
abren a la consumación de la presencia de una Mocita que siempre cumple
diecinueve primavera y que deslumbra al mismísimo sol, que es capaz de
apaciguar la furia de los elementos y transformarlos en mansos corderos y finas
veladuras para engarzarse al desfiladero del amor de los macarenos, hay
sonrisas que son capaces de descorrer los cerrojos de la emoción y taladrar las
espesuras del dolor para instaurar el reino de la alegría. Igual que hay ríos
que comunican las altas montañas con los valles más hermosos, que nos acarrean la
fórmula para descubrir la hermosura de la gran obra de Dios y que procuran el
pan y el vino, cuando anegan las vegas las aguas de la mansedumbre, para
igualarnos en el amor del Padre, hay instantes que nos sublevan en la emoción,
que nos alteran los pulsos y nos convocan a la sublevación contra la tristeza.
Es
la herencia del natural transcurso del tiempo, de la sucesión de momentos que
nos hirieron en el alma conforme aquella niña iba convirtiéndose en mujer, modelando
la dulzura de sus comportamientos, adecuando sus ideales a la belleza que
surgía de ella, metamorfosis de la niña a doncella que galantea el aire cuando
la roza, que piropean las trémulas flores de los naranjos cuando mayea marzo y
las columnas del incienso van formando, aromatizando los espacios que delimita,
las efímeras catedrales donde se enaltece y glorifica al Amor de los Amores, y
en un retablo se escenifica, en el entrecejo de la Gran Dama, la mejor proclamación
de la fe de nuestros mayores
Un enjambre de emociones
llega por el centro del templo. Una voz ha pronunciado su nombre y sonado
cargado de evocaciones, de recuerdos y hasta de ausencias que hubieran sentido
la misma ternura afectiva que iba subiendo por mi cuerpo conforme se acercaba.
Y la vino la memoria a sangrar mis vivencias, el día del bautizo cuando te
posamos sobre el manto que habría de protegerte para siempre, la estampa cuando
la desgracia quiso hacer presa en tí, en vano porque estabas bajo el amparo del
que todo lo puede, y aquella mañana de Viernes Santo cuando apareciste bajo las
trabajaderas, el cuerpo menudo acaparando todo el universo que se somete al
Señor Sentencia, o esos otros amaneceres que te posicionabas junto al merino de
mi hábito y caminábamos, anclados por las manos, durante un largo trecho de la
calle Feria. Apareces por el centro de Basílica con la misma elegancia de aquel
mediodía, cuando ya todo son ansias por Verla, en el que las mujeres hicisteis la
primera estación y relucía tanto tu cara como el verde terciopelo que acunabas
en tus manos.
Todo el tiempo
abatido viene junto a ti, sumiso y resignado a la firmeza del paso que impones
sobre el mármol que escucha las plegarias y es cómplice de las confidencias
entre las madres y la Madre, en este tiempo de otoño que empieza a acomodarse y
aposentarse por los alminares de la muralla. Todo el poderío de nuestra memoria
recorriendo el breve espacio para perpetuarse en el abrazo. Todo el esplendor
del sentimiento macareno que anida en ti mostrándoseme de improviso, fundiéndose
en esta conmemoración que te afianza en el destino, en la mejor de las
providencias. Y yo, dándote –siempre estaré agradecido a quién me concedió esta
gracia- el testigo de nuestra ancestral devoción. Veinticinco años, toda tu
vida, de pertenencia a la Hermandad de la Macarena, a esta familia que lleva
como mejor y única gala ser hijos de la Esperanza.
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