Estos descensos térmicos, en los
últimos días de la primavera, que en nuestra ciudad suelen coincidir con las
primeras calores, un presagio de lo que acontecerá durante los próximos meses,
son bálsamos que alivian el desasosiego que se implanta en el cuerpo cuando el
mercurio de los termómetros sube vertiginosamente en la escala y a veces se
quedan sin graduación con la que poder indicarnos el sufrimiento y el tormento
al que nos somete el dios sol, que más que dios simula convertirse en diablo
por el infierno en el que convierte las calles de esta ciudad. Claro que
tampoco hay que culpabilizarlo de todos estos males soporíferos, ni demonizar
sus efectos caloríficos. Sol siempre ha existido y verano también. El primero
además es fuente de vida, energía que bien tratada revitaliza y da esplendor al
mundo. El segundo, es la época del esplendor, de los amaneceres cortos y
dorados, de los días que se prolongan, de las noches disminuidas, es el ciclo
de la pompa cereal, cuando las espigas de los trigos inician a dorar los campos
y las amapolas esmaltan los viejos senderos rurales demarcados por frondosas
chumberas. Cosas de la rutina natural que nos revela la sincronía existencia y
ejecuta el sentido de la vida.
Siempre, desde que el hombre es
hombre, y desde que el primer sevillano estableciera y asentara su hogar en las
orillas del Guadalquivir, se han buscado fórmulas con las que combatir el
calor. La mengua de la actividad laboral en las horas del mediodía, cuando la
canícula asfixia, y solo las cigarras son capaces de conmemorar su calor, es
una premisa para sucumbir al sofoco. Retirarse al espacio más recóndito del
hogar, donde las sombras atenúan el calor, dejarse caer en brazos de Morfeo,
reduce la lasitud y nos repone para continuar con las tareas laborales con
cierto ánimo. Ésto, incluso, llegó a comprenderlo mi amigo Oleguer, al que ya
cité en un artículo hace algunos meses, un catalán tan obstinado y pertinaz en
la producción que venía una pérdida de tiempo echar una cabezadita tras el
almuerzo, hasta que él mismo padeció los rigores del verano en sus propias
carnes y no sólo se echó su siesta durante aquel verano sino que ahora, en su
Lérida natal, sigue realizando este ejercicio que aumenta los índices
productivos.
Los sevillanos buscamos, dentro de
nuestros ámbitos y limitaciones, poder reducir los sofocos y los sudores del
alza de la temperatura. Pero cierto es también que la clase gobernante debiera
poner de su parte para hacer más llevadero a los ciudadanos el asfixiante calor
con el que nos castigan estos meses estivales.
Hay zonas de Sevilla tan desoladas, demasiadas
y muy extensas, tan expuestas a la impiedad del sol, tan desprovistas del
adecuado acondicionamiento para combatir el azote canicular, tan carentes de lugares sombreados, que más
parecen espacios del desierto del Sahara que trazado urbano de una ciudad del
sur de Europa, claro que a veces, por mucho que se esfuerce Joan Manuel Serrat
por defender y poner en alza, el sur no existe más que para quienes tenemos la
suerte de vivir en ellas.
Sevilla ha sido desforestada,
particularmente por esos arquitectos y diseñadores a los que se les ha
consentido la construcción de grandes espacios minimalistas sin tener en cuenta
las altas temperaturas que se registran por estos páramos –nunca mejor dicho-
así las calendas marquen las medianías de abril. ¿Tan difícil es provisionar o
prever en los proyectos, que se aprueben en el consistorio, con la colocación de
árboles, las nuevas avenidas, plazas y calles que se proyecten en esta ciudad?
¿Tan complicado es repoblar esas travesías de los árboles que la falsa
modernidad retiró, en un claro atentado al medio ambiente y al respeto de los
ciudadanos, para intentar convencernos de que había que abrir los espacios para
el disfrute de la sociedad? Malamente podremos deleitarnos con ellos si nos
abrasamos. Difícilmente podrán recogerse frutos con la convivencia si hay lugar
donde resguardarse, donde buscar el frescor de una sombra que posibilite la
conversación porque los espacios actuales lo que sugieren es una huída en
estampida a la cervecería más cercana, un local con aire acondicionado donde al
menos poder desasirnos de la sed engullendo ese zumo de cebada que tan bien
saben tirar por estos lares. O recluirnos en los hogares, tumbarnos en el
sillón de turno y poner al alcance de nuestras manos un búcaro para
refrescarnos el gaznate. De la ciudad desolada y abrasada no podemos disfrutar porque
hay menos árboles y sombra que en el mar de la tranquilidad de la luna.
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