Hay momentos en los que le sorprende
la nostalgia, en los que se ve envuelto en una espiral de sentimientos
encontrados, de situaciones e imágenes que retornan del pasado para inmiscuirse
en la placidez que debiera ser ahora su existencia, una vida de tranquilidad y
sosiego tras años de fatigosa labor, de ir de un lado a otro del país hasta
asentar su hogar en esta tierra, en esta ciudad que le viera nacer, crecer y
cegar su juventud con vicisitudes y horrores que marcarían en negro la crónica de
su existencia, que se ve alterada con demasiada frecuencia con aquellos
episodios dramáticos, tan crueles. Subsistir a tantas derrotas, alzarse tras
las caídas, debe ser tarea difícil de asimilar por el espíritu pero también
debe servir para robustecer el carácter y a veces hasta agriarlo.
Todo el vigor de la juventud,
aquella fuerza que le habilitó para las más duras tareas, para consecución de
los trabajos que nadie quería, de los que huían incluso por la peligrosidad, se
ha ido difuminando con el transcurso de los años, con el paso de las décadas. Aquel
brío que debió servirle de coraza, de fortaleza donde resistir los asedios y
avatares de los mismos que le privaron de la paternidad tan temprano, se ha diluido en la nebulosa del cansancio, en
el trasiego de la cotidianidad, de esta rutina que se le aparece cada mañana
para mortificar su alma con una dosis de pesadumbre, una cuota que paga
arrastrando su figura menuda por los límites de la patria que se ha construido
por San Bernardo y sus alrededores, un territorio que conoce y del que es capaz
de desligarse. Aquí vió la primera y sueña con despedir a la última.
Intima con la soledad desde que el
amor de sus amores huyera de este mundo, desde que experimentara aquella
primera sensación de vacío que le atormentó las entrañas y le cosió los
sentimientos al lienzo del dolor, con la fatalidad que arrastraban las palabras
de los médicos, con aquel diagnóstico atroz que le condenaba a un futuro sin
pasado, a un pasado sin futuro, a la carencia del cualquier signo del presente.
Vivió en soledad aunque Carmen, esa mujer con la que compartió casi medio siglo
de alegrías, de penas, de júbilos y silencios, estuviera a su lado. Cinco años
observando el deterioro mental de quien fue luz, de quién no conocía más doctrina
que los menesteres de su casa, que el cuido de los hijos. Cinco años
contemplando la desfiguración de la realidad asentándose en su mente, subyugándola
con el olvido, alterando los tiempos y privándola de la lucidez, anegándola de
irracionalidad y violencia, renegando de su presencia, y que él solía atenuar
con todo el amor del mundo, con gestos y caricias tan entrañables que a veces
se sorprendía con el discurrir de una lágrima por el cauce de sus arrugas.
Cuando aparece, con una sonrisa que
guarda reminiscencias de antiguas alegrías, arrastrando sus pies y provocando
con sus palabras cierta irascibilidad en quienes le escuchan, sabemos que llega
el último bastión de los viejos luchadores, el último fervoroso creyente de una
ideología que han matado quienes se aprovecharon de sus esfuerzos para
endiosarse e incrementar sus patrimonios sin tener en cuenta que había gente
que padecieron el escarnio y la tortura, y que abatieron las consecuciones que
costaron sangre, sudor y lágrimas a personas como este Churchill sevillano, de
la manera incruenta, despojando los ideales para convertirlos idearios
mercantiles.
Sentado a la sombra, inspirando el aire
fresco de esta mañana de junio que es bálsamo para calmar los rigores del
primer tormento del sol, vuelve a recuperar
el tiempo, a reforestar el alma con los recuerdos mientras los vencejos planean
muy cerca de él. Quienes pasan por su lado ignoran que guarda un gran secreto,
que atesora una historia de dolor y amor que le ha fortalecido, que le ha procurado
una calma espiritual de la que nosotros carecemos. Son los años, comenta. No
está vencido aún. Sabe que le queda por disputar una última batalla, una última
lid, una cruzada de la que siempre saldrá victorioso. Aguarda el momento sin
crispaciones, con serenidad. Solo pide poder reconocer el momento para
exclamar, con el último aliento, el nombre de la mujer que no olvida, Carmen.
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