Empiezan a dorarse las calles con
ese matiz de brillantez excepcional que Su Divina Majestad imprime cuando
convierte en sagrario las avenidas por las que discurrirá. Es la mansedumbre
del Todopoderoso que se acerca a sus hijos, que se aproxima y rebasa los
perfiles del corazón, para instituir el Reino de la Verdad y la luz. Por eso se
bruñen los viejos caseríos y se lucen los balcones con los mejores ornamentos, se
acicalan las estancias y se airean los mantones que derrochan flecos por los
senderos del aire, por eso se charolan las ventanas y se acicalan los
alfeizares de los que se descuelgan los tapices que muestran al Sacramento investido
y rodeado de un sol, sobre el fondo rojo. Es ahora la piedra centenaria la que eleva los
salmos y proclama la verdadera y sustancial presencia de Dios entre los
hombres. Por eso se abren los cielos y se amalgama el azul en el firmamento, se
concentran sus tonalidades en la gama de
tintes tan solo para toldear el cielo y procurar satisfacciones.
Ya comienzan los pulso de la ciudad
a agitarse, a desbocarse por los vericuetos e intrincados senderos de su
sistema circulatorio emocional hasta convulsionar sus entrañas, ya se inicia a
aromar el aire con la juncia y el romero, esa esterilla de amor que se esparce
y dulcifica el espíritu, que satisfará y guarnecerá los viejos adoquines que yacen bajo el horror y el despropósito de
los hombres que intentan desvirtuar la fisonomía viaria de esta Híspalis que
soporta todo, que perdona todo.
Ya se levanta el telón del escenario
que soporta y acoge el mejor auto sacramental jamás concebido y se prepara el
atrezzo que conferirá al pueblo el papel de protagonista secundario mientras centra
toda su atención en la Verdad que viene revestida de plata, que se adorna con racimos
de uva que, madurados y mancillados, verterán la Sangre de Cristo en el cáliz
del corazón de los sevillanos, de la espiga de trigo que alterará su dorado y sus
estiladas formas hasta alcanzar la madurez redonda del mejor alimento, ese que
sacia cualquier necesidad, que reduce el anhelo y agiganta el espíritu, que
satisface y llena la vida para hacerla refinada y excelsa.
Ya van anunciando, por los altas
gradas de esta catedral inmensa en la que se transforma Sevilla, gran la dicha
de la transmutación, de la consolidación del sacramento por el que nos elevamos
a la condición suprema de la limpieza del alma. Ya están los vencejos
perforando el aire, sorteando las aristas del palacio de Santa Coloma, rasando y
alisando las brusquedades que se perfilan en las viejas tejas que ensombran los
edificios, flirteando con la brisa, confabulándose con los suspiros que van profiriendo
requiebros a las esquinas y cortejando la linealidad de las calles, notificando
que Cristo vive, que sale a tu encuentro mañana, cuando el amanecer va desperezando
sus angustias y apostándolas en los terruños donde florecen las amapolas y despejando las oscuridades que le
precedieron. Ya están estilizando su figura estos vencejos que van coreando las
salmodias sobre la grandeza de Dios, el mensaje salvífico que nos es ofrecido
desde las alturas y que manifiestan en sus trinos, en los acompasados sonidos que
loan y alaban al que todo lo puedo y
todo lo alcanza, “Venid y ved que bueno es el Señor”, el que se asienta en los
altares para repartir sus gracias, “bendito el que se acoge a Él”, el que nos
ofrece la protección, nos ampara y nos defiende, nos da fuerza y compañía.
Ya están vociferando las campanas el
clamor de su palabra, la revelación del misterio que a todos alcanza, que se
implanta en nuestras almas sin mirar la condición, sin distingos ni censuras, el
secreto de la existencia de un lugar donde reina la calma, la paz, el sosiego.
Ya está congregándose el pueblo a sus divinas plantas. ¡Qué suerte, Señor, ser
de Ti! ¡Qué suerte saber que Te tengo, que Te acercas, que te veo, que Te tomo
y me rebelo al odio! ¡Qué suerte, Señor, ser testigo y compañero de tu obra!
Señor que todo lo puedes, que todo lo alcanzas. Adoremos al Santísimo
Sacramento del Altar, ese que mañana traspasas para constatar que hay Gran
Poder en esta tierra donde habita la Esperanza porque Tú la hiciste tuya, y se
alcanza toda gloria cuando se agacha la vista, se flexiona la rodilla y se
eleva la plegaria –“alabado sea el Santísimo Sacramento del altar”- cuando Tú
pasas sustanciado y presente, recogido en la Sagrada Forma.
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