En
el furor de la tarde, cuando los cielos buscan las tonalidades malvas para sustituir
el paño inmaculado que ha cubierto las bóvedas de Sevilla, durante las horas de
la canícula, desde que se precipitaron por los alcores los primero síntomas de
la oscuridad y se adueñaron de los espacios cósmicos las parpadeantes y argénteas
salmodias de las estrellas, que son pregones de dicha, comienza un peregrinaje
de gente con atuendo de domingos, con galas de fiesta, que va circundando
cadenciosamente el perímetro de esos alminares y torres que se han constituido
en valedores y defensas de los mejores sentimientos, del guardián de los
secretos que se fueron escribiendo en sus lienzos, de las historias veladas que
buscaron sus siglos para guarecerse del olvido, para perpetuar una estirpe que
alcanzara la gloria y disfrutara de las mejores frutas del paraíso y que
maduran en los campos de los sueños que se dibujan y plasman en los labios que exhalan
los hálitos de la vida.
En el humilde cofre se guarda la
mejor de las perlas, se protege a la giganta que sabe de las penas y dolores,
de las risas y alegrías, que arrastran y soportan sus más sencillas vecinas, ésas
que aparecen de improviso, profanando el umbral sombrío que protege los
secretos y procura la intimidad; ésas que pierden la mirada en las
profundidades del templo buscando los ojos que retienen las imágenes del
recuerdo, los misterios que solo se explican desde la complicidad de dos amigas,
una alianza que se asienta y solo es posibles desde el amor, del que se da y
del que se recibe, en la reciprocidad sentimental que confiera la libertad, la
familiaridad que se adquiere con la visita diaria.
Con el furor de la tarde, con la
vehemencia del paso de las décadas, que se han despeñando de improviso y han
arrasado los campos de la cordura, llegan los primeros síntomas de la
nostalgia, los rescoldos que aún permanecen en el fondo del alma y que prenden
con inusitada fuerza, abrasando las emociones, soportando la incandescencia y
el resplandor de las imágenes que apenas pueden retener en la memoria pero que
se presentan hoy emergiendo de la hoguera del tiempo pasado, para acuciarnos en
la eventualidad y en la certeza de la cortedad de la vida del hombre.
Desafiando al furor de la tarde,
retando a la edad que encorva ya sus hombros, a los años que se han ido
apropiando de la agilidad y la visión, se ha presentado en el templo en busca del
sueño de cada primavera. Viene ahíto de emociones y sorprendido por el rictus y
el vigor de su presencia, encamina sus pasos en busca de la doncella, a
soportar la mano que hace tiempo que le falta y que tanto echa de menos, que
tanto añora hoy; a buscar aquellos ojos con los que compartió las imágenes que han
quedado prendida en la eternidad; a mancillar la realidad en este espacio que
es capaz de trastocar el tiempo, de provocar un tumulto en la más firme
serenidad, de conmocionar los sentidos hasta la hilaridad, porque en él habita
la verdad y la alegría, una razón de ser, de vivir y experimentar.
Una azucena en la mano, un cielo que
se desprende con el aroma de la flor, unos ojos que se agrietan con tan hermosa
visión, los surcos que marcaron los años en la piel son los salmos transcritos
que describen el candor de promesas y sentires, una oración que se pierde, que
no llega a salir de los labios, y se desvirtúa cuando se eleva la voz y se
encuentra de improviso, frente a él, a la misma Madre de Dios, la
Bienaventurada que se ofreció al amor y al dolor sin esperar nada a cambio, la
dueña del corazón que le arrebató aquella tarde cuando posaron en sus sienes el
oro del mejor amor, el oro que tiñó las penas y las tornó en ilusión, el oro
que fue desangrándose hasta verter la pasión en el cuenco de su gracia, en el
mejor esplendor, para implantar en el alma la rima de una oración que la
proclamó Reina del Cielo, Consuelo del pecador, Señora que todo lo alcanza y
Mediadora de Dios.
Él lo vivió, él sabe que es cierto,
que no fue una ilusión, que fue el cumplimiento de un sueño, la concreción de
una evidencia y certeza de saber que estuvo cerca de Ella, frente a la Madre de
Dios. El día que se coronó a la Virgen de la Esperanza, él lo pudo constatar,
se plasmó en la Macarena la sonrisa del mismo Dios
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