
Todavía
mantengo en mi mente, retenida en esa cueva donde se alojan los más tristes
recuerdos, donde se quedó impregnada para siempre porque fue absorbida por el
papel secante que es la infancia, la figura de aquel joven esposado, custodiado
por la guardia civil, con la mirada perdida y el rostro demudado por la
vergüenza tras la inconsciencia de un hecho que le llevó al tormento del
homicidio y Manuela, mi vecina exclamando “Dios nos libre”. Nadie halló
explicación a su comportamiento. Un hombre sencillo, bueno como el pan recién
salido de la tahona que regentaba por la reciente jubilación de su padre,
siempre en la casa junto a su mujer y su hija, dedicándoles todo el tiempo
libre del que disponía, no se le conocía más hábito que la de derramar miel
para su familia y su Betis, ni momentos de mala bebida porque siempre fue muy
comedido con los vicios. Pero un mal momento lo tiene cualquiera o cae de
improviso la última gota que provoca el desbordamiento del agua en el vaso de
la paciencia.
Fueron
muchos los años de silencio, de morderse el labio, de intentar huir de la
realidad tapándose la cabeza con la almohada para ahogar los gemidos de dolor
de la madre cuando era forzada y amortiguaba su voz para que no trascendiera el
suplicio por los golpes que recibía, por el maltrato a que era sometida por el
hombre de su vida, por la persona a la que se había entregado con la esperanza
de ser correspondida en el amor y la dulzura que ofrecía. Los alegatos a un mal
momento, a una situación que no se volvería a repetir, porque se había
juramentado en reconvertir su condición, incluso con lágrimas, no bastaban para
excusar ni las justificar los signos de la violencia que se le mostraban.
Fueron congregándose en el arca de la
paciencia los fragmentos dolorosos de un puzle que se conformó aquella mañana
cuando, sin miramientos por la presencia del hijo, la emprendió a golpes por la
simpleza de un café frío, y el niño hasta entonces se convirtió en el lobo que
actúa para proteger al ser que le dio la vida, y en un momento, en un segundo,
desató la furia que había intentado mantener aislada en el fondo de su alma. Un
certero movimiento de muñeca y la afilada hoja de un cuchillo -¡ay el destino
que lo manejó hasta aquel lugar!- que secciona la arteria principal. El espanto
y el dolor debieron concitarse en el pequeño comedor y aún mantuvo en su retina
la sorprendida mirada del progenitor escapándose de la vida con cada brote que
surgía de la fontana de su corazón. Decían, quienes acudieron al auxilio por
los gritos, que el hijo sólo, desolado y mustio, solo pronunciaba el nombre el
nombre del padre y que había perdido la mirada, que en las cuencas de sus ojos
orbitaban dos piedras negras que cercenaban los brillos de una vida.
Recuerdo
aquellos infaustos momentos de un verano de mi infancia, el revoloteo curioso
de niños en rededor de la vivienda de los hechos, cuando leo lo acaecido en un
pueblo de la sierra sevillana, donde un padre, harto soportar años de maltrato,
de hacerle la vida imposible con sus adicciones y vicios ha matado y
descuartizado a su hijo. ¡Qué tormenta de sufrimientos habrá desatado el
desalojo de su ira! ¡Cuánta desesperación habrá hecho presa en su corazón para
apuñalar el propio velo de sus sentimientos, para desasirse de parte del alma
que prendió en el propio ser que alguna vez acariciara! ¿Donde vencerán sus
miradas, donde podrá huir del dolor? Como mi recordada Manuela enunciara al
paso de la comitiva de la contrición y el desconsuelo, “Dios nos libre, Dios
nos libre”.
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