Anoche volvió a suceder, Salió
la Esperanza a las calles de Sevilla, a inundar la Resolana con toda la armonía
de la devoción popular, con toda la energía sinergética que mana de su rostro para
concitar las más excelsa emociones, para reunir a aquéllos que proclaman la grandeza
de Dios con sus acciones, con sus gestos. Ayer toda la fuerza de la inmensidad
de su rostro, el poder de su admirada y añorada mirada volvió a discurrir por
la antesala del centro devocional que La arropa y protege. Un halo de
expectación se había asentado frente a la gran puerta que permite la entrada de
todos aquellos que se ahogan en la desazón y no encuentran más medicina a su
padecer que la contemplación de sus ojos. Un esplendor recorrió las espesuras
de la memoria para discernir los ecos de la felicidad que todavía vagaban por
las viejas calles del arrabal macareno incapaces de desunirse de la gloria que
vivieron en la mañana del viernes santo, esas horas en las que sol duda de su
existencia cósmica porque la luz se irradia desde la vericueta geografía donde
se asentaba las antiguas huertas de los Mambrús y los Ortega y es capaz de
cegar toda la luminosidad del universo.
Ayer, cuando las campanas
de la Basílica advertían de la proximidad de la medianoche, se iniciaba la
procesión de los afectos y los besos, de los abrazos y de las emociones, del
reencuentro con el hijo pródigo, el que viene desde la fatalidad para
advertirnos con la dádiva de su presencia que todo es posible desde el amor y
el cariño, que no hay límites ni fronteras capaces de alejarnos de los
sentimientos que nos unen, de las vidas que tienen como única premisa la
supervivencia y que tienen en la memoria el arma más efectiva y hermosa contra
la distancia.
Llegaron con ilusión
reflejada en sus rostros, con una alegría que todavía es inmensa porque las
horas nos acercan al encuentro, a la explosión de la primera alegría, y todavía
quedan muchas para la despedida. Vienen con el ánimo enhiesto, porque están habituados
a la lucha diaria, al contumaz empuje de la necesidad y la supervivencia, aunque
se advierten los primeros síntomas del resuello balsámico que toman apenas
pisan esta tierra que sigue bendecida y bajo el protector manto, gracias a
Dios, de María Santísima. Saben que durante estos cuarenta y dos días son hijos
predilectos, hijos que auguran, con su presencia, momentos de felicidad y que
acopian esta dicha desconociendo que son gran e importante parte del júbilo que
anega nuestros espíritus.
Ayer diecinueve familias
macarenas se ciñeron la faja para la dureza de esta procesión que acaba de
iniciarse, del trabajo que les queda para no sucumbir ante tanta euforia, se
ajustaron el costal para soportar, en las trabajaderas del paso donde se asila
y cobija la mejor labor para con nuestros hermanos necesitados, el peso de amor
que traen nuestros niños, hijos paridos desde el dolor de la prepotencia del
hombre, de la inoperancia que lleva aparejada la tiranía de querer superar la
obra de Dios. Niños nacidos en las entrañas de la desgracia que se cebó con su
tierra y, como en las viejas plagas bíblicas, convirtió en infierno el edén que
el Todopoderoso tuvo a bien con obsequiarles. Niños que vienen a mantener esa
salud de las que otros muchos han sido víctimas por aquel desgraciado hecho,
por aquel desastre de la explosión de la central nuclear de Chernobil que llenó
de cieno y miseria el espacio donde habitaban.
Ayer regresaron nuestros
niños para completar la familia, para reponernos de la nostalgia, para
acercarnos el conocimiento y la apreciación por esas cosas minúsculas que a
veces no prestamos la debida importancia, para hacernos ver que la vida es
menos complicada de lo que creemos y que en las cosas sencillas habita la
verdadera felicidad.
Muchos lo desconocen. Es
preferible así. Pero cuando llegan estos niños de Bielorrusia, sale la Virgen
de la Esperanza. Quienes quieran Verla solo tienen que acercarse, dar un beso a
cualquiera de ellos y contemplar cómo se transfigura la Madre de Dios, la que
habita en San Gil, en la sonrisa y la felicidad que les nace en la cara.
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