¡Lo que cambian los tiempos! Y eso que
aún uno sigue siendo joven, al menos en espíritu y en sentimientos. Sigo emocionándome
con la música, con las letras de las canciones que quedaron depositadas en el
pozo de los recuerdos y que allí se han mantenido latentes, en una hibernación no
premeditada y si conferida por la memoria como símbolo inequívoco del paso de
los años, una muesca en el alma que nos señala la vida que se puede contar, un
tránsito que ya no me mortifica ni me asola porque es señal de haber recibido
el premio de llegar hasta aquí.
Pero sí es cierto que en poco menos
de tres décadas, en apenas unos años, las condiciones sociales han variado
bastante, se han instaurado unos valores existenciales, anclados en el consumo
y las banalidades que prevalecen ante otros que, considero al menos, han sido
sustituidos por el mercantilismo y un ego ultra personal, que carece de
solidaridad y por tanto ha dinamitado el verdadero sentido de la amistad, pues
se basa, en la mayoría de las ocasiones, en la figuración, en la simulación de
unos poderes mundanos y en la apariencia, en el culto al cuerpo. ¡Si hasta le han
realizado un lifting, una reducción de estómago y han esbeltilizado la figura
de Gambrinus! ¡Han transformado al hombretón en un ser asexuado! Eso sí, se ríe
más que el muñeco del Netol.
Pero no era éste el motivo de la
entrada de hoy, sino la dificultad con la que nos encontramos cuando nos
ponemos a comparar la juventud nuestra con la de nuestros hijos, una generación
magnífica, responsable y, en casi todos los casos, con preparación académica
extraordinaria, pero que ha sido instruida en la facilidad y en la falta de
valor de las cosas minúsculas. ¿Quién le compra hoy un caramelo a un niño,
quién como premio a sus méritos, como galardón concreto por actuaciones
especiales, le regala un libro Emilio Salgari, Charles Dickens o Blasco Ibáñez
a un joven? ¿Conocen a alguien que no se halla endeudado para comprar un coche
al hijo que recién cumple los dieciocho años?
Esta materialidad en los comportamientos y en las
más básicas actuaciones, este excesivo celo en conceder a nuestros vástagos el
menor de los caprichos apenas se separan sus labios nos ha llevado a una situación
de precariedad en la familia, que inevitablemente ha trascendido núcleo de la
sociedad. Ni siquiera se castigan a los hijos con recluirlos en sus cuartos,
qué más quieren ellos pues allí les hemos construido un mundo a su medida, con
la nueva tecnología, donde evadirse y congratularse con su aislamiento, un
confinamiento que les reconforta porque son animales que pacen solos en la
soledad.
¡Qué distintos mis tiempos de mocedad! Nos
congratulábamos con poder reunirnos cada día, con conferir y hacer partícipes
de nuestros secretos a los amigos, con reír con ellos cuando compartíamos la
alegría intrascendente de un sobresaliente o hundíamos en la pesadumbre de unos
suspensos en química y cómo se agradecía esa mano que echada sobe tu hombre era
bálsamo que sanaba la primera tristeza, ese contacto directo, el roce de la
mano sobre la piel, que era un grito de comprensión y amistad.
Vernos cada tarde, hablar pausadamente sobre los
inmensos problemas de haber sido seleccionado para jugar un partido de fútbol, acordar
la sala cinematográfica a dónde acudir aquella tarde y donde proyectaban el
musical capaz de solucionar cualquier eventualidad con una coreografía o
solventar los dislates de amor con baladas melosas o compartir la afición por
la música, emocionarnos oyendo una composición que siempre asumíamos como
nuestra, como un fiel retrato del estado emocional en el nos sumíamos por los
desaires amorosos de la niña de nuestros ojos, y aquella voz la recogía, la
melodiaba y la ponía en el universo a través de las ondas.
Vernos cada tarde aunque solo fuera para departir
sobre los hechos cotidianos, sobre las consecuencias de la jornada laboral, era
un fin primordial. No había redes sociales que nos anclara al sillón de nuestro
escritorio; la única red era la presencia y la constancia de una amistad de
cercanías, de un compañerismo tejido a base de miradas, de palabras y de
sensaciones compartidas. No había móviles que nos condenaran al ostracismo y a
la inmovilidad, sí teníamos unos lazos invisibles que nos procuraba la
sapiencia de conocernos, de compartir y hasta de necesitarnos en algunos
momentos. Y cuando nos sentábamos en uno de los veladores de la Bodega Los
Modiles, que este local tiene una historia, saboreábamos aquella cerveza del
gordo Gambrinus apoyado en un barril para crear nuestros propios mundos,
nuestras propias redes, con palabras, con sentimientos, con miradas, con
alegrías y desengaños. Y nos acostábamos sin renunciar a ningún ideal, con la
certeza de no necesitar más que ser querido por quiénes nos rodeaban, y sin más
frustración que la de no haber sentido los labios de esa niña que nos quitaba
el sueño.
No hay comentarios:
Publicar un comentario