
De no haber sido por ella no
habríamos descubierto unas emociones que se encuentran latentes, en todo ser
humano, en el poso de las misma entrañas, que se levan de improviso y
súbitamente hasta la garganta donde provoca una convulsión y un estremecimiento
y una congoja que hace estallar el muro que contiene el caudal de las lágrimas,
y habría pasado tristemente inadvertida aquel primer sonido, ecos de de una voz soñada, que parece deletrear, primera
deleitación y certidumbre básica de la comunicación, para recrearse en los
fonemas que conforman la palabra que descubre la esencia de la paternidad, una
exclamación de dificultad que abrirá las puertas al entendimiento, que servirá
para expresar sus sentimientos, para descubrirnos sus emociones.
De no haber sido por ella, la
monotonía habría abatido nuestra existencia, no habríamos descubierto los
extremos de los sentidos, ni habríamos participado de sus ilusiones, ni
recuperado el ancestral estremecimiento de una sonrisa que nos es tuya pero
revoca el presente y nos traslada a la infancia, reconociéndonos en aquella
misma alegría que nos perforó los sentidos hasta vencernos en la nostalgia y asentar
el espíritu en la inmensidad de la ternura.
De no haber sido por ella habríamos
sido abatidos por el desconocimiento de la luz que proviene de las miradas de
esos ojos que son el ámbito sobre el que se nuclea el universo, donde se anclan
nuestras aspiraciones terrenales y de donde proviene la claridad que nos
despeja el horizonte. Es en el azabache de
sus ojos, en la profundidad oceánica de su mirada, donde descubrimos el dulzor
de las cosas, donde recala y se ancla la nave que transporta los solsticios que
van regulando el amor y el cariño, donde se regulariza la armonía y nos atrae a
la debilidad que va intrínseca con el afecto y la consideración.
De no haber sido por ella nos hubieran
desposeído de la sabiduría que se va adquiriendo con el paso de los años, de la
enseñanza natural y esencial que se alcanza en los momentos en los que la nimiedad
de una banal enfermedad nos pone en la más exagerada situación de alerta, ni
hubiéramos recibido la instrucción en la formación anímica que nos recuerda el instinto
sobre protección y la supervivencia.
De no haber sido por ella nuestros
valores, los nos fueron implantados y los que conseguimos retener con el
esfuerzo, hubieran carecido de sentido, se habrían diluido en la espesura cósmica
y la eternidad se suplantaría con los excesos de comodidad.
De no haber sido por Margarita, por
su llegada en una mañana de un día tal como la de hoy, hace veintiséis años, con
el trasfondo musical del trino de una bandada de vencejos celebrando su
nacimiento, mi vida, nuestra vida, la de todos los que la queremos, hubiera
sido distinta, algo vacía y desheredada de todos estos sentimientos que nos han
ido haciendo mejor, que nos han marcado un
camino fundamentado en la dicha y
en la alegría.
Como Rubén Darío, hoy siento en mi
alma una alondra cantar, y advierto en mi ser el aliento de una voz que sigue
reclamándome poderte escribir un cuento. Margarita, princesa, el mundo
esperándote está.
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