
Los aplausos, la inmensa alegría
sobrevolando aquel espacio cuando las tropas inglesas desasían el asedio de las
huestes del maldito chino a una fortificación defendida heroicamente por tropas
occidentales, y hasta la recuperación del resuello contagiaban su ánimo, la
exaltación del patriotismo y la exultación de los valores se manifestaban en él
erizando todos los poros capilares de su cuerpo y, hasta alguna vez, una
lágrima henchida de emoción recorriendo esa estepa blanquecina que eran sus
mejillas. Escapaba a su entendimiento aquella apatía del operador, aquel frío y
maquinal comportamiento ante el júbilo que se colaba a tropel, atenuadas por la
distancia, por las cuadriculadas aperturas por las que se hilvanaban los haces
luminotécnicos en los que caminaba la ilusión y la magia hasta tomar cuerpo,
hasta densificar las imágenes y convertirlas en seres que desafiaban las leyes
físicas en el blancor de la pantalla. El hombre se limitaba a ejercer su
ocupación sin el más mínimo interés por cuánto sucedía a su alrededor. Quitaba
y ponía los rollos, encuadraba la imagen y solo mostraba alguna inquietud
cuando claqueaba la señal sonora que le avisaba del final del rollo y tenía que
poner en marcha el segundo proyector.
Por eso cuando le encomendó aquella
tarea, que tantas veces había visto concretar con pericia por aquel hombre que
siempre estaba en camisetas de tirantas, sintió como el orgullo le corría por
las venas alimentando su ego, depositando en su cerebro una sobredosis .
Manolito, voy a fumarme un cigarro, cuando oigas el cartón chocar con este
saliente, pulsas este interruptor y se conecta el segundo proyector. Nada más.
Je je, nada más, vamos hombre, pensó
Manolito. Esto lo cambio yo, vamos ni que tuviera que estudiar ingeniería para
quitar un rollo, rebobinarlo y ponerlo en su estuche para protegerlo de
cualquier eventualidad. Y efectivamente, cuando aquel sonido, que le recordaba
el soniquete del rodar de su bicicleta, pues había colocado una carta en los
radios de la rueda trasera para hacer notar su presencia entre los transeúntes,
comenzó su graznido, oprimió el botoncito del segundo proyector y enseguida, y
casi sin intervalos, las huestes del flemático antihéroe chino siguieron
hostigando a las tropas inglesas y henchido de satisfacción mi padre, se
dispuso a rebobinar el segundo rollo de la película. Todo perfecto, pensó. Y en
aquel momento llegó la tragedia. Tal vez fuera el roce excesivo del tamiz de la
película con las varillas metálicas, o simplemente que los duendes de las
desdichas se confabulaban contra él para hundirle en la miseria. Saltó la
chispa y enseguida se prendió el inflamable rollo. Mi padre, en un último
intento por deshacer aquella fatalidad del destino, tiró de la efervescente
rueda, se quemó las manos y, en un acto reflejo de natural protección, y tras
lanzar un grito de dolor que hizo revolverse en sus asientos a los espectadores
de la zona de los veladores de la nevería, tiró el rollo al aire, el cual tras
describir una parábola inverosímil –asegura y perjura mi padre que lo lanzó
hacia arriba- fue a caer sobre los otros rollos que reposaban en la mesa
auxiliar en espera a ser empaquetados para su devolución a la distribuidora
cinematográfica, prendiéndose de inmediato dado el alto grado de combustión del
material y ocasionando una pequeña explosión. Los resplandores se avistaban
desde el patio de butacas, por lo que al grito de fuego, se originó una
estampida. Insistió el hombre en intentar en deshacer este lamentable entuerto
y, asiendo y vadeando la camisa del operador, entabló una feroz batalla contra
el fuego no ocurriéndosele otra cosa, ya que comenzaba a notar síntomas de
asfixia, en abrir de par en par, y de golpe, la puerta de acceso a la cabina.
La ínfula de oxigeno alimenta a la fiera, que enseguida amplió, y de qué forma,
sus hambrientas fauces consumiendo cuanto se encontraba a su alrededor. No
conforme con ello, y en sus desaforados intentos por reducir las llamas, quiso
abrir las dos ventanas –tal vez si entra aire, lo reduzca, pensó-
contrapuestas, hecho evitado por el operador que apareció, como las tropas inglesas
de refresco, y evitó con su actuación una catástrofe mayor, gritando: ¡¡¡¡No
hagas nada más, Manolito, que quemas la Alameda!!!!! Y por fin obedeció. Salió
corriendo y no paró hasta casa Silva, donde se tomó dos tintos para recuperar
el resuello.
Por supuesto que a partir de aquel
día perdió cualquier oportunidad de ingresar en el fabuloso mundo del cine, con
lo que a mí me gustaba, dijo terminando su relato.
Así fue como mi padre nos dejó a las generaciones futuras sin
poder gozar de las maldades y desventuras del pobre de Fu Manchú, al menos en
esta versión, pues se perdió esta cinta original, única copia que existía en
Andalucía, y me temo que en España.
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