En esta ciudad lo imposible siempre es superable. Hasta
los hechos más insólitos son producto de la chanza y la burla pública, cuando
no se toma a broma, aunque ello implique la sedante permisividad de un delito. No
hay nada que preocupe en demasía a no ser que tenga que ver con el fútbol, la
semana santa, el Rocío o la cerveza que nos tomamos en el bar que
estratégicamente se sitúa en las proximidades del trabajo. Cualquiera de estos
eventos, y otros que por numerosos no nombro pues no habría páginas suficientes
para incluir esta nómina, puede conducir a la desesperación o al drama como el
día que cerraron Carlitos, un pequeño cubículo que
mantenía denominación de origen como taberna, intramuros de la
Macarena, el lugar más cutre del mundo y parte de Oceanía, pero donde
ponían el mejor café de toda la ciudad, tiraban la cerveza con arte especial y
servían las mejores pavías de bacalao que se hayan consumido en esta tierra.
El pasado lunes, las cámaras de seguridad del
edificio del Servicio Andaluz de Salud, situado en la avenida de la
Constitución, grababan unas imágenes dignas del mejor teatro del
esperpento: individuos desmontaban los eslabones principales, los que se
sustentaban entre dos columnas, y se llevaban un tramo de la cadena que
delimita perimetralmente las gradas de la Catedral. ¿Cuánto pueden pesar estos
engarces, Dios mío? Pues a trompicones, arrastrando como dos galeotes el drama
de su condena, cayéndose un par de veces, lograron burlar el dispositivo
policial que pusieron en marcha tras el aviso de los vigilantes del referido y
mayestático edificio. Éste será otro de los grande misterios que quedarán sin
resolver, cómo lograron desplazar el objeto del hurto sin más aparato logístico
que sus propios pies y manos, ni dónde se habrán deshecho de este bien. Aunque
bueno, ya nada puede sorprendernos, después del desvalijamiento de la tumba del
mítico matador de toros, Manuel García, el Espartero, donde lograron levantar
la pesada lápida de bronce, más de doscientos kilos, desplazarla por el camposanto
y sacarla sin que nadie se percatara de su robo, porque no creo que la lanzaran
por encima de la tapia, porque de haber sido así habrá que ir pensando en
detener esta banda, no ya para enchirolarlos, sino para convocarlos para las
próximas olimpiadas de Londres donde no nos quitan las medalla de oro en
lanzamiento de martillo nadie.
No es la primera vez que desaparecen cadenas de las
gradas del templo metropolitano, que suelen reponerse después con otras piezas
similares que se encargan al puerto. Estas cadenas son utilizadas por los
marinos para anclar los barcos a tierra o cortar el acceso por mar a una zona.
En la Catedral las cadenas se colocaron en el año 1565 para evitar que los
mercaderes que se colocaban en las gradas entraran con cabalgaduras en el
templo para refugiarse cuando llovía. Desde entonces, también simbolizan el
límite de la jurisdicción ordinaria, ya que eran muchos los delincuentes que se
refugiaban en la Iglesia ante la dureza de las leyes civiles.
La permisividad jurídica hacía
temas como éstos, consiente el impune mercadeo de piezas urbanas metálicas. La
policía debiera centrar sus investigaciones en las viejas páginas del Tío Vivo
-¿hay algo más rancio que los tebeos?- o rebuscar en las librerías de viejos
los ejemplares de esta mítica publicación del comic nacional que resten y se
vayan directamente al ruinoso edificio donde pernocta la gente más carismática
del país, esa comunidad de vecinos que reflejaba fielmente la condición de la
sociedad española, desplieguen todas sus fuerzas entorno ruinoso inmueble, no
vaya a ser que se fuguen también, y subir a la tercera planta izquierda, donde
tiene su guarida el ladrón de lo imposible, que no tiene pérdida porque lleva
antifaz, la rubia y enlutada es la mujer que no se confundan. Tal vez allí
puedan localizar la pesadísima cadena, porque está visto que en los almacenes
de chatarra de la ciudad no lo haya.
De localizar a los chorizos, lo dicho, a las
olimpiadas de Londres.
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