Recuerdo
un tiempo, no hace demasiado, en el que el Betis se desangraba sin que sus dirigentes,
los de entonces, hicieran nada para intentar salvarlo -¡qué iban a hacer si
fueron aquéllos ineptos los que habían propiciado tan calamitosa situación!- y
cuando alguno se le ocurría una medida para resanar y recuperar la salud, la consecuencia
surtía un efecto contrario y las trece barras se apretaban para no morir en el
intento. De aquellos años, de aquellas experiencias, saqué dos conclusiones. La
primera, que algunos se acercan a los clubes con un fin primordial: obtener el
mayor beneficio posible aún cuando signifique acabar con las ilusiones, la
historia y la emoción acumuladas durante cerca de un siglo, en el caso del Real
Betis Balompié. El segundo, que no hay ideologías, ni doctrinas que puedan
trastocar un sentimiento. Los integrantes de la familia se arremolinan en torno
a la paradigmática filosofía, al modo de entender la vida, y se rebelan ante
las injusticias y las aptitudes manipuladoras de pronunciamientos demagógicos.
Aquellos
tristes años de la historia del beticismo no hizo sino acentuar el sentimiento
del manque pierda, concentrándose en la enfatización de su verdadera idiosincrasia.
Fue una época negra que dió pie, algún tiempo después, a la entronización del
gran demagogo, aprovechándose de la precariedad económica y la necesidad de
recuperar el espíritu, un nuevo e inculto rico que lanzó sus ínfulas y sus
grandezas económicas para falsear su propia condición, que reinó hasta que sus
mentiras fueron descubiertas, mientras ocultó sus verdaderos propósitos y sus
presunciones dieron paso al estrépito de los tufos de sus estafas. Cuando
sucedió, cuando quedó al descubierto, nuevamente la fiel infantería
verdiblanca, se sublevó y derrocó al tirano.
Retamero
y Lopera han sido dos personajes siniestros en la reciente historia del Betis,
dos pésimos gestores, cada uno con sus propósitos y despropósitos, que pusieron
en un brete la digna historia de un club que siempre se mostró agradecido con
quienes vinieron a trabajar, desde su modestia, condición y orgullo, desde el
amor y la leatad, por alcanzar la felicidad que se esconde bajo el escudo de
nuestros amores. Reconocimientos que no siempre vinieron acompañados de éxitos
deportivos.
Han sido los dos
únicos presidentes a los que se les ha deseado la muerte públicamente, un gesto
que me parece extraordinariamente grosero y de muy mal gusto, desde las gradas
del estadio Benito Villamarín. Gritar para convocar a la parca en desfavor de
los mencionados, o poner pancartas para pedir la presencia de tan tétrica señora,
es invocar a sin razón. Es un gesto, tal vez, de la mayor desesperación, de la
impotencia por contemplar como aniquilan un sentimiento, una forma de entender
la vida. La rotundidad de la exclamación imperativa es el cúmulo del agotamiento
y del cansancio existencial y que muchas veces desemboca en posiciones
reaccionarias, revirtiendo contra los mismos que las profesaron.
Algo extraño, y
siniestro, está ocurriendo en este país cuando se proclaman llamamientos a la
muerte contra dirigentes políticos, contra personas que hasta hace poco eran
vitoreadas y aclamadas, cuando aún no habían tocado nóminas ni restringido
derechos inalienables. Que reconocidos escritores, que se nominan a sí mismos intelectuales,
inciten a la sublevación y el ajusticiamiento indiscriminado me resulta poco
menos que escandaloso. Que grupos de profesores universitarios y sus alumnos
pidan la recuperación de la hoguera para los que rigen, con mayor o menor
acierto los designios de la nación o sus pueblos, es cuando menos un retroceso
en la utilización de la libertad, el retorno a la caverna y al oscurantismo.
Desear la muerte a quien lucha contra ella significa mostrar la más rastrera
condición humana. Es pura demagogia para quienes critican la demagogia en los
comportamientos políticos. Lo que este país necesita es el florecimiento de la
verdad, descubrir y cerrar los pozos negros donde yace la inmundicia de personajes
que creíamos respetables y resultaron ser verdaderos bandidos. Dar pábulo a los
oportunistas -que florecen en los tiempos del dolor como las setas venenosas,
que se presentan hermosas a la visión y contienen el furor y la desgracia en su
interior- es fortalecerlos. Como Miguel de Unamuno, ante el ténebre grito de “viva
la muerte” que exclamó Millán Astráin en su presencia, hay que elevar
la voz y proferir el clamor unánime de “viva la vida”.
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