Será cosa de
creer o no creer. Pero lo cierto, tras oír a Monseñor Asenjo Pelegrina –cada vez
que le refiero me acuerdo de un antiguo árbitro de fútbol-, es que se remueve
la conciencia y uno reflexiona sobre la verdadera situación espiritual de
nuestras almas, si somos capaces de cumplir con el compromiso de fe que
conlleva manifestarse y presentarse como cristianos, como seguidores del Nazareno.
Y ahora que vengan los que se manifiestan contra la doctrina católica y contra sus
practicantes y expresen la banalidad del mensaje de Cristo, la futilidad de sus
palabras, a ver si son capaces ellos de seguir el ejemplo de sus dictámenes.
Porque los que somos fervientes seguidores nos cuesta, a veces, entender y
llevar a cabo sus mandatos.
Le preguntaba
Paco Robles, en este nuevo periodo radiofónico que ha emprendido en ABC Punto Radio
Sevilla, con esa guasa resabiada que fluye por las comisura de sus labios,
sobre la situación actual de la Iglesia de Santa Catalina, sobre su posición futbolística,
sobre su integración en esta diócesis que Dios le ha procurado o sobre gustos
taurinos. Y el prelado siempre contestó con profusión, con seriedad en algunos
casos y con cierta sorna en otros. En este vaivén de preguntas el rancio
comunicador le midió en varas. Y lanzó la pica. ¿Cuál era su posición ante los
bárbaros hechos cometidos por José Bretón? ¿Qué puede urgirse en el corazón de
un hombre, si acaso lo tiene, para cometer tan execrable crimen, para
ajusticiar a sus hijos e incinerarlos? ¿Dónde estaba Dios mientras el monstruo
cegaba la luz de los niños, dónde mientras se cercioraba que sus cuerpos se
deshacían en las brasas? ¿Dónde? Enseguida comenzaron las elucubraciones a
rondar la mente de los oyentes, como me sucedió a mí. Casi con toda seguridad
mostraría su repulsa, convendría en la necesidad de una condena ejemplarizante
o derivaría la cuestión a esos intríngulis metafísicos con los que adornamos
para ocultar la verdadera opinión. Al fin y al cabo somos hombres. Pero el
señor Arzobispo fue tajante. Rezaré por Bretón,
dijo con la serenidad propia de su condición. Un segundo bastó para hacer
enmudecer a la masa expectante, como sucede en San Lorenzo cuando sale ese Dios
a recordarnos la dificultad que entraña manifestarse como apóstol de sus
mensajes, el aprieto en el que nos metemos cuando pronunciamos su nombre como
ejemplo a seguir.
Es muy difícil
entender la profundidad de sus palabras, admitir y procurar el perdón hasta
para los más abyectos criminales, apretar los dientes y situarse en la
condición de su sacerdocio y no caer en los bajos instintos que nos confiere la
calidad humana.
Debo reconocer
que tuve que acudir a la serenidad de la mirada del Cristo que fue Sentenciado,
recordar el brillo de sus ojos mientras el género humano se lavaba sus manos, eximiéndose
de cualquier culpabilidad, para poder encontrar un hálito de comprensión, para
poder seguir manteniendo en pie mis convicciones, aquellas que confiere la
razón y que procuro separar de mi corazón, que a veces es demasiado impulsivo y
acalora mis posiciones ante ciertos temas.
Espero poder
llegar un día a comprender la grandeza de espíritu de este hombre, la serenidad
con la que pronunció su enunciado, que se encierra consigo mismo para rezar, por
quién más lo merece. Tal vez, por ello, fijó su mirada Dios en él. Porque hay
que ser muy fuerte, derrochar mucha bondad y misericordia, para poder contener
las lágrimas del corazón. Su convicción en el mensaje de Cristo es para tomarlo
como ejemplo, para reconstruir nuestros fundamentos. Que nadie intente
comprender. En el catecismo de nuestra infancia vimos salir, la tarde de un miércoles
santo, por la estrechez de San Vicente, el barco de las siete palabras, que
contiene uno de los grandes dogmas del cristiano. Aún encontró un último
aliento, tras la tortura, la mortificación, el escarnio, la burla y la
ignominia, en sus pulmones para exclamar al Padre el perdón para quienes le
estaban matando, porque no sabían lo que hacían.
Sabía Bretón lo
que hacía y lo que quería hacer, a quién quería perjudicar y los medios
concretos para consumar sus fines.
En mi ignorancia
supina, en la tosquedad de mi conciencia, se elevan grandes dudas y yo debo
seguir reclamando tu perdón, mi Cristo de la Sentencia, porque debo ser un mal
cristiano.
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