El
valor patrimonial de los edificios de esta ciudad viene siendo demolido desde
hace décadas sin el menor escrúpulo, muchas veces con intereses partidistas y
buscando luengos beneficios inmobiliarios con los solares resultantes. Poco han
importado las manifestaciones y los gritos de auxilio, de instituciones y organismos
preocupados en la conservación de la fisonomía urbana, ante la devastación de
importantes y esplendorosos edificios. Las diferentes corporaciones, que han
venido rigiendo los designios de la ciudad, se han encargado de desposeer de la
memoria a la vieja Híspalis derribando gran parte de la edificación civil, modificando
la ordenación vial de sus calles y barrios y hasta intentando convencer a la
ciudadanía de la importancia y necesidad de estas barrabasadas, exponiendo como
principal argumento el beneficio para la ciudad. Sistemáticamente, los
diferentes ayuntamientos, han ido modificando planes para adecuar sus
despropósitos a sus partidistas fines e incluso han esbozado proyectos, que no
se han llegado a materializar, tal vez por la protección divina que goza esta
ciudad.
Cuando
en los primeros años sesenta, las continuas y devastadoras riadas pusieron en
entredicho las condiciones tercermundistas en las que convivían gran parte de la
población, se comenzó a planificar el proyecto, para el alojamiento de las
familias en nuevas, necesarias y mejores viviendas, de los nuevos núcleos
residenciales, muchos vieron en estas nuevas actuaciones, muchos pensaron que
el ámbito de la expansión necesaria se trasladaría a la periferia, y que se
comenzaría una estrategia para la recuperación y adecuación de los esplendores
que mantenían los antiguos palacios o el noble caserío que se extendía por el
mayor centro histórico de Europa. Sin embargo se demolieron sin la menor aprensión,
sin miramientos ni remordimientos, los principales edificios del casco
histórico para elevar verdaderos mamotretos, de derribaron barrios enteros –San
Julián es el mejor exponente- para expandir y abrir nuevos espacios que desfiguraron
la fisonomía centenaria. Muchos de los que elevaban sus voces entonces –insignes
arquitectos y reconocidos urbanistas-, con la llegada de la democracia, se
hicieron con el poder y todos vimos un atisbo para conservar la belleza de la
ciudad. Pero no solo no hicieron valer sus antiguas propuestas sino que
ampliaron la sangría que tuvo su culmen en el esperpento y ruinoso proyecto de
la Encarnación, donde se ha instaurado el monumento al despropósito.
Ahora,
cuando han desposeído de su identidad y valor primigenio, las utilidades para
las que fue concebido, pretenden inutilizar el espacio de la estación de
autobuses del Prado, una de las obras más singulares de la arquitectura civil
sevillana del siglo XX, una realización de Rodrigo Medina Benjumea y en la que intervino
también, en su última etapa. Juan Talavera.
La concepción y particularidad de su diseño se encuentra en las lindes que separa
el regionalismo y la primera modernidad de la arquitectura sevillana del
franquismo y en el esplendido vestíbulo de acceso se decoró con murales que
realizó Juan Miguel Sánchez.
Algunas
de las propuestas convienen en reutilizar sus instalaciones como parte del
nuevo complejo de la ciudad de la justicia, al que tantas vueltas se le viene
dando. Desde luego es una opción más que lógica, incluso natural, al
encontrarse lindando con los actuales edificios del Palacio de Justicia, con
los solares donde se proyectó el nuevo inmueble y muy cerca del solar donde
estuvo el tristemente desaparecido Equipo Quirúrgico, que vendía a completar una
excelente y acertada ubicación de la referida ciudad de la justicia.
Sin
duda alguna hay que volver a dotar de utilidad a este esplendido edificio, que
dejarlo caer en el silencio y la desidia administrativa en la que han dejado al
Mercado de la Puerta de la Carne, la Fábrica de Artillería, en San Bernardo,
Santa Catalina y tantos otros espacios que se desangran entre el olvido y la decadencia
de unos políticos a los que solo les interesa establecerse en el poder y
perpetuarse en la vanidad, mientras la ciudad pierde su propia identidad en
demérito de la cultural y en beneficio de la especulación, cuando no del mal
gusto de estos creadores modernos que nos masacran la memoria y la historia, dejándola
expuesta a la vulgaridad.
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