Traspasaba el umbral, por el que accedía
a la clase, y todos nos levantábamos al unísono para recibirlo. Un ritual
diario. A su saludo contestábamos con un buenos días, don José, y tras el
primer indició que nos marcaba en el civismos y la educación, entonaba los primeros
párrafos del padrenuestro que entonábamos con aquella musiquilla que nos
delataba en la infancia. No era cuestión de imponer usos, modos o creencias y
sí hábitos de urbanidad Inmediatamente
comenzaba su faceta pedagógica. En un silencio absoluto, el maestro, nos
desglosaba fragmentos de la historia sagrada, de matemáticas, de ciencias de la
naturaleza o nos leía con deleite un fragmento de Platero y yo. La atención era
absoluta porque en cualquier momento interrumpía su perorata y preguntaba, a
quien intuía, casi siempre con acierto, se encontraba en el estado donde las
musarañas se adocenaban o descubría en una actuación de insolencia
impermisible, por el tema que acaba de explicar o indicaba que continuase la
lectura por donde la acababa de dejar. Entonces, acudían al aludido, estertores
de nerviosismo y muchas veces un sudor incontrolado en las manos que le
delataban en su insumisión pedagógica.
Sabía que sería reprendido con severidad, con suerte amonestado. No sentíamos
miedo quienes atendíamos a las explicaciones, quienes centrábamos la atención
en sus enseñanzas, que evocamos ahora, con el paso del tiempo, con nostalgia y
hasta cierta tristeza. Y seguíamos siendo niños y así nos consideraba el
maestro, como niños que debían ser instruidos en el conocimiento y en la
urbanidad, al menso en recinto pedagógico.
No era un hombre triste pero
mantenía la severidad y la seriedad precisa para ser respetado. Establecía unas
distancias que jerarquizaban su situación frente al alumnado, una posición que
posibilitara el trato idóneo para el logro de los propósitos. No entenderíamos
hoy, si volcáramos nuestra visión del ayer sobre las aulas de los centros
educativos del presente, ese tuteo indiscriminado, casi indolente y muchas
veces desvergonzado, de los alumnos hacia sus profesores, unas manifestaciones
permitidas por los claustros, en una falsa apertura democrática y sus
comisarios políticos, que ahora se ven incapaces de controlar a este caballo
desbocado que es la mala educación y que redundan en demasiadas ocasiones en la
desconsideración, en la insolencia y en la falta de respeto hacia la figura del
maestro. No digo que nuestros hijos escaseen en conocimientos, que esta
generación está suficiente y notoriamente preparada, que sus conocimientos
sobrepasan los nuestros. Digo que se han acostumbrado a la desvergüenza, a
querer equipararse en deberes, que nunca en obligaciones, con quienes deben instruirles
en los saberes. Digo que, junto a la familia, que debe corresponsabilizarse en la
educación cívica, las costumbres adquiridas las traspasan a sus formas de vida
y no extrañan sus comportamientos porque lo encuentran natural, porque no
entienden de jerarquías más que las que nacen de sus propios egos, de los
despropósito de las conductas que tanto daño hacen a la sociedad.
Ocuparse de la formación, en todos
sus estadios, era el propósito principal de los maestros de escuela, del hombre
que paseaba entre las calles de los pupitres durante los exámenes, ojo avizor,
para evitar la copia. Aquel hombre que no comprendía que se negara un saludo,
que se no correspondiera a la salutación
al entrar en clase, que mantenía un régimen de seriedad y que se dirigía al
alumno con el mismo respeto que exigía para él. El hombre que mesaba los
cabellos del infante cuando se agachaba para explicar personalmente la cuestión
demanda e incomprendida, que cantaba en las vísperas de la navidad los
villancicos y que nos saludaba con una cordialidad extrema, con una sonrisa en
los labios, cuando nos dirigíamos a realizar las compras, acompañando a nuestra
madre, a novedades Manolita.
Ahora soy yo el que no comprendo
cómo se puede entrar en una clase, se dé los buenos días y el saludo muera
entre la indiferencia generalizada del alumnado y que se rebelen cuando se les
demanda este mínimo signo de educación.
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