Habrían llegado con la alegría inscrita
en el semblante, irradiando felicidad por los cristales de sus ojos. Tal vez, se
iluminaron sus caras cuando cruzaron la mirada con quién debía ofrecerles el
amparo, con quién debiera mantenerles alejado de los peligros que rondan en las
oscuridades, con quién debiera protegerlos de acecho de instintos enfermizos
que gozan con el dolor de los semejantes, de quién debiera liberarlos de los
temores que posan pusilánimes en sus infantiles mentes, esos que les hacen huir
de los lobos que se pertrechan en las profundidades de los sueños para
arrebatarles la tranquilidad. Mantenían sus ilusiones en aquellos brazos que se
abrían al encuentro, que les acogían y que buscaron en el abrazo fingido, en
los besos que se convertían en condenas.
No debe ser fácil
comprender, con el entendimiento aún formándose, por qué los padres se apartan
y pierden las nociones de afectos que les dieron la vida, por qué se promueven distancias
en donde antes de instauraba el amor, por qué aquella separación que les
obligaba a repartir sus besos y sus caricias, a recorrer a largos trayectos
para poder disfrutar de la compañía del padre. Tal vez esperaran, con inusitada
impaciencia, el momento de poder estrechar su mejilla y mantener la sensación
de la felicidad por el encuentro.
Pero hay signos
y actos que manejan la voluntad de los hombres, que los enfebrece en sus
conductas, en sus desapegos y en sus desamores, actuaciones que degeneran y
obstruyen cualquier atisbo de bondad, que
los transforma en monstruos, en seres desaprensivos que acarician la venganza
con el dolor ajeno, que se inmunizan ante de sus propósitos crueldad para
obtener el llanto y la desolación, menospreciando hasta el mejor de regalos de
Dios, la paternidad. Monstruos que gozan con el sufrimiento, que escarnian sus
frustraciones amorosas hurgando, con sus garras, el corazón de quienes ya no
les corresponden, que se ven azorados y menoscabos cuando traspasaron el umbral
del resignación y paciencia y son abandonados porque agotaron las fuentes del
amor para saciar su idolatría, para hartar su violencia contra el débil, para
alimentar su ferocidad con el temor y la intimidación, con la amenaza que
procura el espanto.
No peor
manifestación del odio que la que se muestra contra la propia naturaleza, que
se muestra tras el engaño, que la defenestra la infancia a golpes, que la tiñe
el futuro de oscuridad y amargura. ¿Qué ven los ojos de un niño cuando se les
administra la justicia de lo horrendo? ¿Dónde van a parar sus sueños de amor,
dónde cobijan sus miedos, donde hayan refugio para preservarse de unas manos
que debieran procurar calor y cariño? ¿Qué terciopelos cubrirán los cofres
donde guardar sus lágrimas, donde reposar el dolor por la ira que brotan de los
ojos del padre? No hay mayor locura, ni más grande demencia que acabar con las
ilusiones de los hijos porque las suyas no supo abrigar. ¿Cómo podrá honrar la
memoria de sus hijos sin deshacerse en la confianza y el abrazo que buscaron?¿Será
capaz, este hombre, de reconocer la terrible acción que ha cometido?
Son falsas
promesas que quedaron prendidas en sus sonrisas, en la creencia del normal
discurrir de la naturaleza. Solo en la más truculenta imaginación puede subyacer
el horror. Solo en las actitudes más viles, más oscuras de la condición del
hombre, puede concebirse tal espanto, máxime cuando la premeditación y la
alevosía encubren cualquier locura. Sus enfermizos pensamientos no se vió
turbado por las miradas inocentes de sus hijos, no fluyó por su sangre la
llamada del amor paterno, no atisbó, en su abyecta cordura fratricida, las
lindes de la esperanza y la vida sobresaliendo por la proyección de sus
figuras. Los animales no tienen conciencia, ni mantienen sentimientos de
culpabilidad, porque es la ley de la naturaleza la que ejerce el poder de la
necesidad sobre ellos, porque se sostienen en la precariedad ineludible del
sostenimiento, pero ay de ti si osas atentar contra cualquiera de sus
cachorros, ay de ti si osas traspasar la línea que delimita al ámbito de su
prole.
En la mente del
hombre subyace esta conducta de la naturaleza, de la concesión de Dios para ser
capaces de amar, de distinguir el bien del mal desde la misma razón, si no caen
en los territorios donde vaga la locura. Solo los monstruos, esos seres que se
mantienen en la alucinación, son capaces de cometer estas atrocidades. Rhut y
José se creyeron protegidos de los tormentos y las ferocidades de ellos sin saber que convivían con uno y
que los utilizaría para saciar, con los más bajos instintos, su sed de
venganza.
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