No
voy a hablar de la película de Almodóvar, cuya trama desvirtuaría también la
significación de estas torpes letras pues no es necesario achacar conductas a
los regímenes autoritarios, a los programas de estudios o la misma religión. Eso
son complejos y manías adquiridas para encubrir la verdadera esencia de la personalidad,
las conductas desabridas encumbradas por la falta de cultura, aun cuando se presume
de ella y se esgrime para alterar su naturaleza y atributos, o se la utilice
como excusa para enmascarar las limitaciones que se nos presentan para
descubrirnos a la inanidad y a la minucia, a la necedad del vacío.
No,
no voy alinear los argumentos del film del manchego porque ésto no es motivo de
erudición sino más bien de todo lo contrario, ni tan siquiera viene al caso.
Voy a referirme a la mala educación de la que presumen y con la que se
pronuncian, constante e insensatamente, esos nuevos dioses, de olimpos
ficticios, estos nuevos héroes de una juventud que añora reflejarse en sus
espejos de oro. Son el reflejo de la inoperancia y de sustracción de valores a
las que está sometida la sociedad actual, donde el esfuerzo, el trabajo y la
continuidad son demolidos por la oportunidad y la ocasionalidad. Son los nuevos
ricos, que fundamentan su fortuna en la curiosa condición de dar patadas a un balón,
de haber nacido con la habilidad suficiente para deslumbrar con prodigiosos
regates, con pegar a la pelota con fuerza inusitada o saberse portento físico y
aprovechar al máximo sus cualidades.
Conocí,
en mi juventud, a muchos que hubieran sido figuras en esto del balompié. Facultades
no les faltaban. Lo que les sobraba era necesidad, argucias y conocimientos
mínimos para poder compaginar aquéllas con éstas. Escaseaban de soberbia y
adolecían de maldad, como en algunos casos sucede, para no dejar despeñar a la
familia, para no matar las pequeñas ilusiones que creaban y que, en la mayoría
de las ocasiones, no iba más allá de poder formar una familia, vivir con dignidad
y contar con el sustento diario.
Conozco
hoy a muchos padres que envidian las vivencias de sus hijos, las experiencias
deportivas que desarrollan, los medios que cuentan para progresar y formarse en
lo que les gusta. Evidentemente el camino es muy largo, pesado y pocos son los que llegan que
además son cribados por técnicos que, arbitrariamente en algunos casos, se
encargan de corta cualquier incipiente carrera. Sueñan con sus hijos alzando trofeos
y galardones, con poder desarrollar una breve, pero intensísima, vida laboral
que solucione escasez y miserias. Acompañan a sus hijos a los entrenos –ahora ya
no se denominan entrenamientos-, gozan soñando con la presunción y transmiten
verdadera presión a niños que apenas pueden disfrutar de lo que les gusta y
cuando tienen que premiar tiran por el camino más corto y se deshacen de cien
euros –sin el más mínimo remordimiento, con los tiempos que corren- y le
regalan una camiseta de Cristiano Ronaldo, induciéndoles a la semejanza,
como si fuera tan fácil, analogía que enseguida es tergiversada por los
infantes y en vez de fijarse en cómo desarrollar la técnica precisa para golpear
el balón, para driblar al contrario con categoría y exquisitez, reproducen sus
conductas, toman las actitudes y modos, y hasta remedan sus estilos de vida,
sus costumbres y modismos y hasta las groseras maneras con las que intervienen.
Mucho
me temo, que hasta serán reídas, las gracias calcadas de los niños cuando se
entristezcan porque el bocadillo de la merienda no contiene el grosor de
nocilla que había convenido con la madre. Lo que se parece mi niño al
portugués, dirán mientras se secan una lágrima. ¡Qué suerte más grande! Nada
menos que al pobre de Cristiano Ronaldo que tiene el valor de apesadumbrarse
porque gana nada más que cinco millones, de las antiguas pesetas, cada día, en
un país con más cinco millones de parados y casi otros cinco con la angustia de
no ver claro sus futuros, sin llegarles las camisas al cuerpo, con familias
enteras acudiendo a comedores sociales y desasistidos sanitariamente. Y el país
en pié de guerra porque el chico está triste. Pero no tiene él la culpa. Sus
groseras declaraciones, sus desplantes a quiénes tiene que hacer feliz con sus
portentos futbolísticos, sus ademanes, su prepotencia y complejo de
superioridad -a ver si aprende usted de otros compañeros a los que les dan premios por su sencillez y compromiso con sus semejantes y que son incluso mejores futbolistas-, sus desconsiderados gestos para con sus adversarios les son
permitidos y, lo que es peor, consentidos y hasta reídos. Y si no habla y calla
porque está triste, medio país se sume en la desesperación. Algunos estaríamos,
en vista de las vicisitudes que nos rodean, en la más profunda de las
depresiones y abandonados a nuestros sino, más solos que la una. Esta mala
educación es el peor ejemplo para quienes quieren tomarle como modelo, que en
su mayoría son niños y jóvenes.
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