Serán
los recuerdos que nos atosigan, que nos elevan a la inmensidad del tiempo para
que naveguemos por sus lánguidas aguas. Serán las imágenes que brotan desde el
espacio donde duermen para soñarnos, o tal vez, seamos parte de la onírica del
universo que tributa el manejo de las emociones.
Hay
situaciones que escalan las murallas del tiempo para invadir el ánimo, para
instaurar una república donde se concitan los sueños que siempre ansiamos, un
país en el que nos mantuvimos en la esperanza de la alegría, del deseo por el
reencuentro, del enfrentamiento de unos ojos que auscultaban las profundidades
del deseo y que se manifestaban en el brillo azabache asaltando sus propias
espesuras o defenestraban cualquier atisbo de felicidad cuando desviaban sus
visión, eludiendo la nuestra, para procurarnos la inmersión en las turbias
aguas de la melancolía. ¿Qué precio acordamos, con el destino, en el abrazo de un amigo al que hace años que no
vemos? ¿Qué sabor tiene el beso que escondimos, porque no tuvimos la valentía,
siempre envuelta en el romanticismo que nos perdía, que nos sigue perdiendo a
pesar de los años, de atravesar el aire que separaba nuestros labios? ¿Qué
suavidad mantienen las palmas de las manos que se enlazaron para elevar la
dicha a la condición de lo sublime, que removía nuestros silencios y anunciaba
repelucos? ¿Dónde reposan los sueños que ansiábamos compartir?
Se
va yendo septiembre, como la gran carroza que nos conduce al final de un
camino, a la senda que concluye con la estación donde permanece el tren que
transporta las imágenes que intentamos retener, el anatema de nuestras
historias mostrándose constreñidos y los rostros pegados al cristal de las
ventanillas, esperando que iniciemos el gesto que los libere, alzar la mano,
reír y gritar la palabra que descerraje los candados del olvido, que restituya
la noción de la realidad del sueño y deshaga la ficción de la existencia.
Las hojas de los
árboles ya van segando el aire, ya están flirteando con la memoria que aguarda
en el suelo dispuesta a recibirla, a restituir la eventualidad de los recuerdos.
Anegarán los campos, invadirán los
terruños de cemento, las láminas grises que atrapan las ideas del paseante, que
roban la energía del joven errante que mantiene la misma preocupación que
nosotros alimentábamos con la tristeza de aquella mirada esquiva, para tornarlos en ese dorado que se irá
contrayendo conforme el sol temple los suelos. Se convertirán en peregrinos y
alzarán sus cayados contra el viento que lso arremolina.
Busca este
septiembre el final para anclarnos en el otoño, en el mismo estrato que hace
perdurar la nostalgia, porque nos recuerda el retorno al hábito y la
cotidianidad, a la vida que comienza a monitorizar nuestros actos. Es esta resurrección
de la monotonía lo que provoca la tristeza lánguida que serpentea en las
tardes, recortando las luces y menguando el calor que nos desinhibía de los
prejuicios. Y vienen cargadas de memoria, como llegan las nubes a expandir el
agua, para regar de entrañables momentos con la recuperación del brillo de los
ojos y una sonrisa a medias que se perdía por la esquina sorprendiendo la
mirada tímida y furtiva. Sueños de septiembre.
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