Fuimos
cómplices en aquella madrugada en la que veríamos la ronda del sentimiento
poseyendo los corazones, partícipes de la felicidad que venía rondándonos en
las horas previas, en las vísperas de aquellos días que tenían aromas de
cuaresma tardía, flujo de azahares prendidos en las hilaturas del espacio, prendidos
en los cordeles de los sueños para
acomodarse en los interiores del alma y transformarse, por encanto de los
cantos de estameñas recién planchadas, en perfumadas violetas porque ahora sí, no
huía la memoria, y se estancaba en los requiebros de las voces y los silencios,
esa coral que tiene reminiscencias celestes, y se acentuaban con la tenue luz
de la luna bañando los alminares de la murallas, las tejas de las viejas casas
que todavía guardan el resabio de los esplendores que se construyen por sus
inmediaciones. Glorias que tienen cimientos en la emoción y que se construyen a
base de golpes de ilusiones, que se izan con el adobe de la mejor esencia, con
la mejor estirpe de la ciudad. Sueños que vencen sueños y galopan por las vías
que riega la luna con su plata. Vida que va anegando los campos con la felicidad,
aunque se muestren con lágrimas, que buscan con ansia la comisura de unos
labios que contienen la alegría, que bisbisean peticiones imposibles, oraciones
inacabadas derrotas por el éxtasis de la belleza celestial.
Fuimos
agua de los ríos que calan y bañan los profundos valles que van horadando el
arado del amor, que dota de vida a la aridez sentimental, que provoca el
florecer de las emociones, que mansa la bravura de sus aguas y allana los
fondos rocosos donde se cobijan las malevolencias, las hostilidades y los
desafectos, que iguala en la condición. Fuimos el fluido que pavimenta y rasa
los residuos que se obstinan en permanecer, en constituirse como símbolos de inequidad
que malforma y degrada la natural bondad del hombre.
Fuimos
testigo de la desaparición de las horas, porque el tiempo se deshace cuando apareces
para desterrar la maldad, para policromar los cielos de los mejores azules,
láminas que destierran el azabache y el azogue de un manto que se teje, con
exclusividad y amorosa dedicación, tan solo para abrigar y proteger la hermosa jerárquica
que se esconde tras tu nombre y que se
deja abatir por la luz que se radia desde tus clamor, un misterio por desvelar
que surge del horizonte, de un astro que se obstina y esfuerza en salir cuando
el Sol está en la calle.
El
clamor de un estadio que traspasa el valor de los altares, voces que asaltan el
campo para poder acercársele, estruendo de las oraciones que navegan por el
aire al encuentro de los ojos que proclaman la verdad, que sostienen el gran
mensaje que Dios quiso dejarnos con el fin de redimirnos, que a nadie deja en
desamparo, que a todos hacia sí atrae, tocas blancas que se vuelven, estameñas
que relucen porque se acerca la Madre, porque retornan los sueños que van ornando
los talles de la frondosidad de un parque que aún se encuentra aturdido porque
son sabe si ha sido verdad, o una figuración celestial, lo que ha abierto sus
entrañas y santificado sus suelos.
Fuimos
testigo, aquel día, de una primavera adelantada, del sueño que se concreta
conforme el paso avanzaba, proa de una nave que iba abriendo las aguas de la
nostalgia que se espejaba en el río, del milagro de una gloria traspasada de
los cielos al campo donde descansa las almas y los sueños de quienes soñaron
con Ella en esta tierra, y rompió la fugacidad de la noche la fuerza de su
mirada cuando llegó al hospital, espacios de la nostalgia de los viejos
macarenos, convirtiendo aquel dolor en esencias de dulzor, en clamores de
peticiones de madres, de esposas, de hijos que buscaban el alivio para tanta
desazón y un reguero de Esperanza se expandió por el lugar.
Hace
hoy dos años que la ciudad transgredió los tiempos, el espacio y la emoción. No
era Viernes Santo, que era septiembre y otoñando. Se conformó el milagro. Las
Hermanas de la Cruz, Madre María Purísima y la Virgen de la Esperanza
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