Vimos
huir la última luz entre los rancios tejados de los viejos caseríos, con sus
aleros revestidos de ausencias de verdinas, acariciando el ocre de las tejas. Ya
asomaba la luz clara de la luna y la melodía anacrónica del piar de los
vencejos se diluía con el rasero de sus vuelos mientras buscaban las almenas de
la vieja fábrica, donde ahora habita el vacío y la desolación.
Añoran
sus espacios el trasiego y la frenética actividad, el ir y venir incesante por
el patio donde se argumentaba la laboriosidad, la faena incesante que atosigaba
a los maestros y hacía cundir la pesadumbre entre los aprendices. Se ahogan los
recuerdos en el cercado que delimitaba las zonas administrativas de los talleres
donde se manufacturaban las mejores obras de vidrio, donde se alzaban los productos
con banderolas de gestas y duelos. Los hornos ya no asumen su condición ni
mantienen la incandescencia para deshacer materias con las que conseguir
objetos y artículos transparentes que ornaban encimeras aparadores, que regulaban
la rutina de un comedor, donde eran centro de admiración, donde acopiaban
cualquier signo de belleza y ocluían la participación de la ostentación en el
paisaje del hogar.
Los
años son espectros que juegan con los recuerdos, que los alteran y modifican
sus apariencias, que los envuelve en la nebulosa del tiempo para transformar
las figuras que nos eran familiares en la cotidianidad de la infancia y las
fachadas se mostraban, a la curiosidad de nuestros ojos, como muros
infranqueables, grandiosas y épicas construcciones industriales que
diferenciaban la magnificencia y grandiosidad del edificio industrial de los
hogares que se alzaban en sus lindes. Los paisajes han demudado sus esplendores
y se muestran minimizados e inmersos en la vorágine de la memoria, que nos proyectan
secuencias que ya no corresponden con la realidad, pues se han depreciado por
la inacción de los hombres, que ha perdido sus matices y colores por la
inactividad que corroe sus muros, por la expatriación de la tarea que degrada
sus períodos de laboriosidad y los convierte en apatía.
Hemos
recorrido los mismos lugares y se nos muestran diferentes. Hay cierta apatía
circundando los espacios, removiendo la conciencia de las miradas que quedaron enclaustradas
para eternidad en los viejos alfeizares de los talleres que dejaron de serlo
para convertirse en tiendas de productos tecnológicos, de ropa y artículos de
bajo precio. Ya no quedan los aromas que tomaban la calle y que desprendían los
bocoyes que guardaban el mosto nuevo, el vermut y el oloroso en la bodega de
paredes oscuras y recuerdos futbolísticos, ni asalta al caminante el dulzor del
tabaco de pipa que se filtraba por la
puerta de cristales del estanco donde se reunían los aficionados al toro y los
transportistas esperan el anuncio del trabajo con el pregón del sonido metálico
del viejo teléfono de monedas.
El cansino
caminar nos enfrenta al mismo aire, a la misma claridad de la tarde en la que paseábamos
y apartábamos, con nuestros pies, los pétalos vencidos de los árboles de las
flores del paraíso, que salpicaban el albero de las aceras con sus tonalidades jacintinas.
Este reencuentro con el pasado, esta agitación de los cimientos de las
emociones, viene a confirmarnos en la vida, en sentimiento que anega nuestras
almas con el acaloramiento de la pasión del primer amor y el primer deseo, con
el descubrimiento de los ojos que aún siguen cautivándome y convocándome al
afecto.
Es el tránsito pausado
y sin prisas por la avenida de Miraflores, tras muchos años sin disfrutar de
sus anchuras, el que me retrotrae a las puertas de la mocedad y a descubrir que
el tiempo no ha sido todavía capaz de vencernos, que podemos aún alzarnos en
triunfo cuando avanzamos por sus tramos y desembocamos en las lindes de nuestra
imaginación, que es capaz de reconstruir lo que fue, lo que sigue siendo
mientras no nos aventuramos en los caminos del olvido.
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