
Hacía muchos
años que nadie pronunciaba este cariñoso diminutivo. Demasiado tiempo si oír la
reverberación de la voz llamándome al estadio mejor del hombre. Recupero los años
que se marcharon con la prontitud de un suspiro, con la inhalación de una
secuencia que se ha transformado en décadas, en el vocablo que ya apenas solo
pronunciaba mi madre, cuando me llamaba por teléfono para recriminarme el poco
tiempo que le dedicaba, las escasez de besos que se quedaron en el ánfora de
los deseos y que yo excusaba con el exceso de trabajo y las horas de más en la
hermandad. Debí robar algunas a mi compromisos para ensañarme con aquella
necesidad de cariño que ahora echo tanto de menos. O como dice el capataz que
lleva a la Madre de Dios por las calles de Sevilla en la madrugada más hermosa.
“Cuando lleguéis a avuestras casas, dad besos a vuestras madres, a vuestros
padres, ahora que tenéis la suerte de seguir teniéndolos a vuestro lado”. Una
verdad tan grande como la catedral hispalense.
Hace algún
tiempo que mi amigo Guillermo Ciria se ha descubierto a esto de las redes
sociales, a comunicar su humanidad por medio de mensajes que tienen aromas de
tardes de lluvia, que me devuelven el tono de su voz dando las buenas tardes,
antes de entrar en su casa, a los que nos aprestábamos a almorzar en la
nuestra, asomando su perfil, el personal y carismático, por el umbral de la
puerta de mi casa, siempre abierta y siempre expectante al recibimiento de
quienes nos acercaban su cariño envuelto en el celofán de la amistad. Cierto es
que la puerta de su casa no distaba más de un metro y medio y la convivencia
era un factor familiar que compartíamos. Pocos secretos se podían guardar en
estas estrecheces, que ahora echamos tanto de menos. Guillermo es esencia de la
verdad. Es algo con lo que se nace, una raigambre que nos confieren en el cielo
cuando nos designan a la vida, en el cielo. Guillermo no tiene más doblez que
la sinceridad y la bondad. Otros valores que no se pueden adquirir. Es bueno y
es buena persona. Por él supe muchas cosas de nuestra semana santa, que es
distinto a adquirir conocimientos. Cosas de los entresijos de tertulias puras
en los alrededores de San Vicente, de tiendas de ultramarinos que mantenían las
reuniones en la posterior de los establecimientos, en las trastiendas donde se
alzaban vasos de vino tinto y rodajas de pescada, envueltas en papeles de
estraza que servían de envoltorios a los recuerdos que se transmutaban en las
conversaciones, extrayendo de la memoria a los que habían construido un mundo
que hoy empieza a perderse. Leyendas de una semana santa que es historia, que
se difumina en la nebulosa del friquismo que nos invade, que se extinguirá
cuando los últimos verdaderos cofrades se marchen. Y Guillermo es de ellos.
Me asalta tanta
nostalgia cuando se reverbera, por estas nuevas redes sociales, la voz de mi
amigo llamándome Antoñito que se anegan mis ojos de lágrimas. Es ésta nueva voz
de Guillermo, aquella que me explicaba los misterios ocultos del museo de
Bellas Arte, recorriendo las galerías en el privilegio de la soledad,
descubriendo a Valdés Leal, a Murillo, a Zurbarán o Velázquez, mientras iba
cayendo la tarde por las grandes cristaleras que daban al claustro del antiguo
convento de la Merced, resaltando orgulloso que aquélla era la segunda pinacoteca
de España. Me devuelto el tiempo mejor este grito de Antoñito traspasando el
universo virtual cuando me hizo el primer costal o contemplábamos la primera
salida de la Virgen de Gracia y Amparo de Omnium Santorum cuando íbamos camino
de San Lorenzo para sacar la Bofetá.
Me gusta sentir
el aniñado grito de Guillermo, ese diminutivo que entronca con la memoria de su
bondad, de su sinceridad y su nobleza. Es sencillamente el reencuentro con
aquel tiempo en el que tanto aprendí y que en gran parte le debo a este hombre
y su familia que llegó a ser, y creo que sigue siéndolo, a pesar de los años,
parte de la nuestra.
*A Guillermo Ciria