Esta es la ventana a la que me asomo cada día. Este es el alfeizar donde me apoyo para ver la ciudad, para disfrutarla, para sentirla, para amarla. Este es mi mirador desde el que pongo mi voz para destacar mis opiniones sobre los problemas de esta Sevilla nuestra

miércoles, 16 de octubre de 2013

Antoñito*

         Me sigue gustando el diminutivo de mi nombre. Es algo que va implícito en mi forma de entender la vida, de retomar el sendero de la nostalgia y el recuerdo. Cuando alguien me llama Antoñito es porque pervive en él el signo de mi infancia, porque siente que el tiempo es una falacia que se empeña en destruir las cosas hermosas y aún recorre su mente aquel niño que jugaba en el patio de la casa, que deshacía las horas leyendo las aventuras que tan bien describía Julio Verne o que dibujaba Escobar en los tebeos que le compraba su madre en la parada del autobús que nos llevaba de Sevilla a Coria.
Hacía muchos años que nadie pronunciaba este cariñoso diminutivo. Demasiado tiempo si oír la reverberación de la voz llamándome al estadio mejor del hombre. Recupero los años que se marcharon con la prontitud de un suspiro, con la inhalación de una secuencia que se ha transformado en décadas, en el vocablo que ya apenas solo pronunciaba mi madre, cuando me llamaba por teléfono para recriminarme el poco tiempo que le dedicaba, las escasez de besos que se quedaron en el ánfora de los deseos y que yo excusaba con el exceso de trabajo y las horas de más en la hermandad. Debí robar algunas a mi compromisos para ensañarme con aquella necesidad de cariño que ahora echo tanto de menos. O como dice el capataz que lleva a la Madre de Dios por las calles de Sevilla en la madrugada más hermosa. “Cuando lleguéis a avuestras casas, dad besos a vuestras madres, a vuestros padres, ahora que tenéis la suerte de seguir teniéndolos a vuestro lado”. Una verdad tan grande como la catedral hispalense.
Hace algún tiempo que mi amigo Guillermo Ciria se ha descubierto a esto de las redes sociales, a comunicar su humanidad por medio de mensajes que tienen aromas de tardes de lluvia, que me devuelven el tono de su voz dando las buenas tardes, antes de entrar en su casa, a los que nos aprestábamos a almorzar en la nuestra, asomando su perfil, el personal y carismático, por el umbral de la puerta de mi casa, siempre abierta y siempre expectante al recibimiento de quienes nos acercaban su cariño envuelto en el celofán de la amistad. Cierto es que la puerta de su casa no distaba más de un metro y medio y la convivencia era un factor familiar que compartíamos. Pocos secretos se podían guardar en estas estrecheces, que ahora echamos tanto de menos. Guillermo es esencia de la verdad. Es algo con lo que se nace, una raigambre que nos confieren en el cielo cuando nos designan a la vida, en el cielo. Guillermo no tiene más doblez que la sinceridad y la bondad. Otros valores que no se pueden adquirir. Es bueno y es buena persona. Por él supe muchas cosas de nuestra semana santa, que es distinto a adquirir conocimientos. Cosas de los entresijos de tertulias puras en los alrededores de San Vicente, de tiendas de ultramarinos que mantenían las reuniones en la posterior de los establecimientos, en las trastiendas donde se alzaban vasos de vino tinto y rodajas de pescada, envueltas en papeles de estraza que servían de envoltorios a los recuerdos que se transmutaban en las conversaciones, extrayendo de la memoria a los que habían construido un mundo que hoy empieza a perderse. Leyendas de una semana santa que es historia, que se difumina en la nebulosa del friquismo que nos invade, que se extinguirá cuando los últimos verdaderos cofrades se marchen. Y Guillermo es de ellos.
Me asalta tanta nostalgia cuando se reverbera, por estas nuevas redes sociales, la voz de mi amigo llamándome Antoñito que se anegan mis ojos de lágrimas. Es ésta nueva voz de Guillermo, aquella que me explicaba los misterios ocultos del museo de Bellas Arte, recorriendo las galerías en el privilegio de la soledad, descubriendo a Valdés Leal, a Murillo, a Zurbarán o Velázquez, mientras iba cayendo la tarde por las grandes cristaleras que daban al claustro del antiguo convento de la Merced, resaltando orgulloso que aquélla era la segunda pinacoteca de España. Me devuelto el tiempo mejor este grito de Antoñito traspasando el universo virtual cuando me hizo el primer costal o contemplábamos la primera salida de la Virgen de Gracia y Amparo de Omnium Santorum cuando íbamos camino de San Lorenzo para sacar la Bofetá.

Me gusta sentir el aniñado grito de Guillermo, ese diminutivo que entronca con la memoria de su bondad, de su sinceridad y su nobleza. Es sencillamente el reencuentro con aquel tiempo en el que tanto aprendí y que en gran parte le debo a este hombre y su familia que llegó a ser, y creo que sigue siéndolo, a pesar de los años, parte de la nuestra.

*A Guillermo Ciria

martes, 15 de octubre de 2013

Primera novela

            Tras unos días desaparecido de la red, de mi blog, vuelvo a tomar esta senda que serpentea en la opinión personal, en la disertación subjetiva, para que vamos a engañarnos con términos que lleven al engaño personal, y la visión coyuntural de los sucesos que nos rodean, de los sentimientos que nos asolan o de las manías que nos delimitan en los comportamientos y actitudes. Sigo escribiendo sobre las cosas de mi ciudad, sobre sus fiestas, sobre sus desgracias, que en los últimos tiempos se acumulan para desgracia de sus ciudadanos, sobre las alegrías, que parece ser que las hay, aunque algunos nos cueste encontrarlas. Y lo peor, es que pienso seguir escribiendo por más que les pese a algunos.
Uno no siempre es apto, a la vista de otros, gracias a Dios. Y así debe ser para seguir creciendo. No hay nada mejor, ni más oportuno, que la crítica constructiva. Singularizo en esta acepción porque cuando se pluraliza puede llegar a vulgarizarse y terminan convirtiéndose en algo menos que injurias y ofensas, tal vez producto de la ignorancia supina con la que algunos se pronuncian. Métodos que no alteran mi condición, ni van a perturbar la alegría que llevo dentro de mí y que especialmente en estos días se han acrecentado.
Dentro de muy poco voy a presentar mi primera novela. Es la primera obra que edito, la primera que verá la luz. Hay quienes no tienen esa suerte, quienes se esfuerzan y trabajan para conseguir lo que yo he tenido la suerte de lograr. La Providencia va señalándonos el camino, nos impone una hoja de ruta que, algunas veces, no llegamos a entender. Pero la seguimos y al final, tras la tormenta y el azote de los elementos, vemos brillar el sol. A mí se me presentó en la figura de dos mujeres, dos valientes mujeres, que promovieron una empresa de locos –maravillosos locos los que creen en lo que hacen-. Dejaron atrás la placidez de sus ocupaciones laborales, se echaron el mundo por montera y crearon una editorial. Ahí está la fe, personificadas en ellas, ahora que tanto se habla de fe, en sus vertientes teológicas, bien pudieran muchos asumir su significado observando sus figuras. Para mí el sol, al final del camino, tiene nombres. Rosa y Esperanza, que creyeron en mi proyecto literario, en mi forma de ver las historias que corren por mi interior desde que tengo uso de razón. Y he escrito sobre la Esperanza. Y no crean ustedes que es tarea fácil hacer lo se conoce demasiado bien. Muy al contrario.
Jirones de Azul –o sea Rosa y Esperanza y también Begoña- me abren las puertas a la edición, han tenido la osadía de creer en mí, en mi novela. Y lo han hecho en uno de los peores momentos de mi vida, en donde la oscuridad parecía atraparme, cuando todo lo que había construido, con gran esfuerzo y dedicación de muchos años, se venía abajo. Un cataclismo propio del tiempo en que vivimos, de esta vulgaridad política y social que nos tiene preso. Ellas, junto a mi familia, mi HERMANDAD, y cuatro o cinco amigos -¡qué difícil es mantener los verdaderos vínculos de la amistad cuando pierdes lo material!-, abrieron el cielo para mostrarme el sol.
            Por ello no tengo más que palabras de agradecimiento para estas locas que tienen sus cosas muy claras, y no lo digo por la confianza que han depositado, sino por su actitud ante la vida y las emociones. No son estereotipos ni falso sentimentalismo es concretar la justicia en mis comportamientos, los que aprendí de niño, los sigo manteniendo a pesar de los reveses de la vida. Estos valores que me sacuden la conciencia cada día y que provocan controversias entre la razón y el corazón, un litigo que casi siempre termina en armisticio, y la razón se hace corazón y el corazón abraza a la razón.

            Sin duda alguna, ser agradecidos es ser bien nacido, ¡verdad mamá! El horizonte comienza a aclarar, a vislumbrar un azul que tiene visos de nuevas esperanzas, un cielo que se despuebla de nubes. Rosa y Esperanza, también Begoña, han batido sus alas para abrir claros en la ilusión de mi vida. Escribir y publicar lo que escribo para intentar que otros puedan ilusionarse.

viernes, 20 de septiembre de 2013

Es mejor ser bueno

Creo que pertenezco a este grupúsculo de la generación de románticos en la que me críe –en vías de extinción, supongo- y en la que creo todavía, en la que descubrí la pulcritud y la blandura de la inocencia, de esos últimos ilusos que creemos en la honestidad y la ingenuidad, que cuando alguien acomete una acción jamás pensamos que pueda llevar dobleces ni esconder malicia. No me arrepiento de este candor. Muy al contrario me enorgullezco de ello. Siento, en esas experiencias que mantengo mi propia identidad, que se siguen compartiendo las cosas grandes de la vida, que las emociones se muestran con mayor rotundidad y nos enervan los sentidos.
Uno de los primeros libros que me impresionaron, por la contundencia de su mensaje, por la intensidad filosófica que transmitía y por la bella crudeza de la narración y evolución de las circunstancias del personaje principal, fue Emilio o De la Educación, de Jean-Jacques Rousseau. Conmociona el hilo argumental de esta obra filosófica en la que su autor, estamos hablando de la medianía del siglo dieciocho, unas decenas de años antes de la toma de la Bastilla, con la que dio inicio la revolución francesa, aborda temas políticos y filosóficos concernientes a la relación del individuo con la sociedad, particularmente señala cómo el individuo puede conservar su bondad natural, un don que prevalece en el momento mismo del nacimiento hasta los primeros síntomas de la razón incrustándose en la vida misma del individuo. Rousseau sostiene que el hombre es bueno por naturaleza, mientras participa de una sociedad inevitablemente corrupta, que lo va apartando, invocado por las propias necesidades de los intereses y conveniencias, casi siempre ajenos a su propia. En Emilio, el filósofo francés propone, mediante la descripción del mismo, un sistema educativo que permita al “hombre natural” convivir con esa sociedad corrupta. Rousseau acompaña el tratado de una historia novelada del joven Emilio y su tutor, para ilustrar cómo se debe educar al ciudadano ideal, preservarlo de la maldad impuesta por la propia sociedad y conseguir que el hombre mantenga puro y equilibrado, en la razón y en el sentimiento.
Aquella obra me enseñó a contemplar, como otras después vinieron a certificar mis intuiciones, a distinguir y separar las cosas buenas de las malas, a aceptar que la ingenuidad no debe verse sometida a la superioridad de la razón, que son cosas que pueden compaginarse sin alterarse ni descomponerse la una con la otra, y no llegar a relegar a aquella en los supuesto de imbecilidad. Ser buenos no debe llevar aparejado ningún sometimiento. Pero es cierto que la sociedad corrompe, que el género humano prefiere encadenarse a la maldad porque reporta mayores beneficios, principalmente materiales. Por eso no está bien visto ser bueno, o intentar serlo. Lo principal en estos acontecimientos, cuando alguien ejecuta una acción, es presuponer su mala intención para poder ejecutar del mismo modo sus propósitos. Piensa mal y acertarás, es un dicho que cobra todos los días sus diezmos a esta sociedad que necesita alimentarse y devorar la buena voluntad, que se robustece con la mala interpretación de quienes intentan hacer las cosas desprovistas de maldad.
Prefiero seguir siendo un pequeño romántico, empedernido seguidor de sus valores y manifestarme siempre, siempre, con la presunción de inocencia de mis semejantes. Seguiré intentando mantenerme en estos postulados, que me proporcionan felicidad y dicha e incluso me dejan dormir.

Sin duda alguna es preferible mantenerse en la caridad y en la naturaleza bondadosa del hombre a bordear las turbulentas orillas de la sobriedad de la razón. Es bueno ser bueno.

jueves, 12 de septiembre de 2013

Sentimiento puro y sanseacabó*

           
¡Qué le vamos a hacer! Dicen que el sufrimiento va aparejado al sentimiento. Debe ser verdad. Sentir cómo se hunde la espada del dolor, cómo atraviesa la carne su afiliada hoja, es verificar la existencia y la certidumbre de saberse vivo. Aún en esos momentos experimentamos la notoriedad de la vida, la importancia de conducir un proyecto y al final emergemos en la ilusión para recuperar la alegría.
            Hace ciento seis años, un doce septiembre, nacía un club de fútbol que, con el transcurso del tiempo, vendría a glorificar muchos espíritus, a deshacer muchas penas y a contribuir en el sentimiento trágico de la vida, que no sé yo si Unamuno ya intuía lo que sería el beticismo. Cada uno es como es y vive las cosas como las tiene que vivir. Es una suerte sentimental que nos corresponde manejar. En la variedad está el engrandecimiento del espíritu.
            Hace ciento seis años que se comenzó a construir una gran ilusión. Más de un siglo de vida y ahí está, tan vivo, tan grande y tan importante para muchos que lo han convertido en una referencia filosófica. No tiene límites este Betis. No se encuentra nada más importante, anclado en algunos corazones, que las trece barras verdiblancas, ni corre nada más importante por las venas que un caudal de campos de trigos, de fachadas de casas albeas, recorriendo la sinuosidad de las calles en los pueblos. Nada con más gloria que este sentimiento que ha traspasado las fronteras del deporte para convertirse en una emoción constante.
            Están curtidos, los corazones verdiblancos en las desgracias. Saben que la derrota no es más que excusa del destino para conseguir la felicidad en las victorias. En más de un siglo de existencia, este Betis nuestro, ha conocido los rigores del infierno, las desgracias de los duros inviernos en categorías futbolísticas que hicieron mayor su leyenda. Cada vez que ha caído se ha levantado con más fuerza pues nunca dejaron los suyos de ondear la bandera de la esperanza, de recuperarse de cada golpe con una sonrisa y si la caída se propiciaba en senderos de tierras, levantarse con la frente alta y orgullosa, desasirse del polvo y empezar de nuevo a caminar hasta alcanzar los horizontes que siempre son luces de alba. Esos son los pasos con los que se consiguieron las mejores proezas, las mejores gestas, quijotes que no se preocupan del futuro porque tienen siempre un presente de lucha, caminar siempre, sin parar, sin pausa, émulos de las vivencias cervantinas, en boca de don Alonso, a la pregunta del fiel escudero. ¡Hacia dónde, señor! ¡Adelante, Sancho, siempre adelante!
            Ciento seis años de vivencias, se sentimientos transmitidos de padres a hijos, como legado único de la dignidad, como pertenencia inviolable e insustraible. Años que han ido marcando el devenir de los acontecimientos de un club de fútbol que tomó los derroteros de sus propios seguidores hasta convertirse en un modo de entendimiento de la vida, de una manera sentimental de alzarse contra las adversidades diarias, contra la rutina de una existencia acomodada.
Ciento seis años de lágrimas que regaban las angustias de descensos, de lágrimas que baldeaban las gradas con el júbilo de la recuperación de la categoría. Cientos seis años de emociones, de manos de niños que buscaban las de sus padres, para dejarse guiar por el sendero de la ilusión, por esa vereda que abría espacios con las sensaciones y se cerraba en la melancolía de la vuelta por la Palmera cuando la victoria se negaba al ímpetu. Himnos coreados por decenas de miles de voces, por gargantas que nunca dejaron de animar, que siempre alentaban. Hasta en los momentos de mayor precariedad, hasta en los instantes que parecía diluirse el sentimiento, siempre había uno que tomaba el relevo, asía el mástil y, invocados por el grito de Betis, Betis, ondeaba la bandera y resurgía, como el ave fénix, la grandeza, la dignidad y la gloria.

Ciento seis años y tan vivo, tan joven, tan gallardo. Ciento seis años de sentimiento puro y sanseacabó, lo dijo ayer Curro Romero, que algo de sentimientos y emociones sabe. ¡Será que beticismo es analogía de sentimiento!


*A mi sobrino Luis, que siente esta herencia sentimental como su propia vida.

lunes, 9 de septiembre de 2013

La ignorancia supina de un político

La vida está marcada por una serie de normas que nos atan a la mansedumbre de la costumbre. Nos descubrimos a los peores secretos y nos rendimos en cuanto vemos que no se cumplen las expectativas por aquellos otros acontecimientos ocultos que se obstinan en la inviolable sentencia de la confidencialidad. Hechos naturales que las supersticiones han elevado a la condición del esoterismo, cábalas insolucionables que han promovido leyendas y cuentos.
Sabemos que las cosas minúsculas atrapan el tiempo y convierten su paso en un transcurrir monótono, carente de cualquier sentido de satisfacción. Dicen algunos que todo depende del estado de ánimo. Pero es necesario contraer obligaciones que nos aten al conocimiento y que nos separen de la ignorancia para ver lo que realmente importa, lo que es trascendente e inmortal. Alejados del oscurantismo que promueve la conciencia perdida en banalidades poco científicas podremos llegar a conclusiones que nos permitan la resolución de estos enigmas que anegan nuestra escasez de conocimientos y que nos engulle sin saber separar lo importante y lo banal. Más aún, estamos anclados a futilidad y la nimiedad, en la cuadricula de una razón dirigida que nos incapacita en la distinción y la diferenciación entre lo bueno y lo malo, lo inocente y lo premeditado.
Vamos diluyendo la verdadera importancia de las cosas en las turbulencias de una información dirigida, que nos conduce a planteamientos que  no interesan a nadie, para distraernos de los verdaderos sociales que nos están privando de la libertan y los derechos. Nos distraen con eventos que nada tienen que ver con el encuentro de soluciones, con la precariedad en la situación laboral de millones de ciudadanos y con la falta oportunidades a una generación de españoles que empiezan a poner en duda si verdaderamente ha valido la pena dejarse los mejores años de su vida estudiando, en prepararse concienzudamente, porque ven derrotados sus esfuerzos y la vocación por personajillos, sin ningún valor moral ni ético, que convierten sus inmundicias en preocupaciones, sus escándalos en una razón para tertulias fanáticas sobre sí las nalgas de un tipo o las tetas de una chica, son mejores o peores que las de sus oponentes en un plató o un estudio. Y lo peor, es que están narcotizando, con estas estupideces, a la ciudadanía que debiera rebelarse por la falta de cultura, por la escasez de oportunidades a quienes se la merecen, por la implantación de leyes que van restringiendo los derechos fundamentales y por los constantes recortes en sanidad. Claro que con la estirpe política que nos gobierna, más preocupados en sostener sus influencias y en meter la mano en cualquier caja, así nos va. Y no son precisamente los políticos que cuentan con mayor formación quienes cometen estos desmanes. Son precisamente los que resguardan sus fechorías en siglas de un partido de carácter obrero o sindical – caso ERE ¡qué vergüenza Dios mío!-, los que suelen cometer los mayores desmanes, los peores despropósitos contra los que tendrían que defender. Pierden sus cuitas en dilucidar qué nombre se pone a una calle o manifestar su oposición a ello, sin tener constancias sobre el origen de la nueva denominación en el nomenclátor de la población.
Ya se dio en nuestra ciudad el caso de la supresión de la avenida General Merry, adecuándose a la normativa de la Ley de Memoria Histórica, desconociendo que el citado militar era un héroe de las guerras del ultramar, en las últimas décadas del siglo XIX. Ignorantes que no conocen ni la propia historia de la ciudad que gobiernan.
Ahora se ha vuelto a producir un nuevo hecho -¿escándalo tal vez?- que viene a demostrar que seguimos dirigidos por incultos y memos que ni siquiera son capaces de verificar lo que le ponen por delante.  Será para que no les quiten las mamelas de las ubres del partido no vaya a ser que tengan que coger un pico y una pala y partirse el lomo en un zanja. Con lo fresquito que se está en verano, y lo calentito en invierno, en la sala de plenos de un ayuntamiento. Esta vez ha sido en Mijas, donde un concejal de Izquierda Unida ha dado muestras sobre la desfachatez y la ignorancia más absoluta, que debe ser una premisa indispensable para ingresar en este partido, negándose a la rotulación de una calle como avenida de los Descubrimientos, al considerar este individuo que las implicaciones políticas, de ideología españolista excluyente, encubren una situación de dominación, en el pasado, y de sustracción de los valores antropológicos a los nativos de la América Precolombina y aduciendo además, que se engrandecen los valores imperialistas europeos que sometieron y vejaron a las culturas establecidas en el nuevo mundo, proponiendo la alternativa de nominar la calle como Villa Romana. No se puede ser más torpe ni más inculto. Se lo puso a güevo al alcalde que enseguida replicó, con argumentos bastante sólidos, sobre la conducta del imperio romano con los ciudadanos de las tierras que conquistaban, imponiendo su cultura y sus religiones, por la fuerza, a sangre y fuego.

Pues éstos son los que defienden, dicen, a los obreros y campesinos del país.

miércoles, 4 de septiembre de 2013

La amistad incomunicada

           
 Debe ser por la edad o por los intereses particulares de cada uno. Afortunadamente no se ha perdido del todo este vínculo que nos hace merecedores de la grandeza humana. Muchos quieren presumir de este don, de este bien inmaterial que se fija en las profundidades del alma, cuando la simiente verdaderamente arraiga.
            Es verdad que las condiciones actuales, la evidencia de un claro retroceso en los valores fundamentales de las personas, se han visto menoscabados por los avances tecnológicos que nos han situado en la cima pero que han propiciado otra nuevas tendencias de relaciones vitales y que suelo llamar la comunicación incomunicada.
            Hace apenas unos años, aunque para muchos de los jóvenes actuales, que han nacido con un smartphone en la mano y que saben manejar con apenas tres años, el único medio de comunicación que teníamos, el único vínculos que soportábamos para poder llegar a tener amigos, era la palabra, la conversación directa y el roce físico con el descubríamos los sentimientos que fluían en la piel y no en pantalla táctil. Está muy bien ésto de la tecnología de la comunicación, internet y sus millones de aplicaciones para poder transmitir información. Es fácil de utilizar y posibilita el intercambio de pareceres, facilitando el conocimiento y acercando al que está lejos. Hace unos días podíamos hablar y ver a nuestra niña que está en Bielorrusia, como si se encontrara en el salón de casa. Pero es muy conveniente no caer en la banalidad porque nos puede llevar a la adicción y por consiguiente a la precariedad de no saber vivir sin tener un aparatito de éstos, de última tecnología, hasta para que nos indique cuando tenemos que ir a mear. Todo se andará.
            Como decía, hace apenas unos lustros, vivíamos, comíamos y hasta nos divertíamos rozándonos, sintiendo como fluían los sentimientos, cómo los percibíamos de inmediato. Bastaba con ver acercarse a tu amigo y descubrir el índice de felicidad o abatimiento en el brillo de sus ojos. Paseábamos, qué cosa más bonita es pasear junto a una persona querida, y nos relataba sus desventuras. El hombre de por sí es más propenso a desvelar sus penalidades. Las alegrías se comparten con mayor facilidad. Hablábamos y el torrente de la voz llenaba nuestros sentidos y surgía el consuelo con más palabras, con entonaciones que capacitaban al desalojo de la tristeza y si éramos capaces de transmitir ése consuelo, descubrir en la sonrisa de nuestro amigo un hilo de esperanza. Nos abrazábamos y compartíamos, con el contacto, aquellas manifestaciones sentimentales. Era la manera de experimentar la satisfacción, de llegar a saber que siempre teníamos unas manos que nos tocaban, unos labios que nos besaban, una piel que se erizaba cuando la necesitábamos. Esa proximidad nos confería seguridad en los afectos, en la cimentación de la amistad. Debe ser por eso que recordamos mejor, y con más cariño, a los amigos de la infancia, a los de la juventud, aquellas pandillas que deambulábamos por la ciudad conversando y, sentados alrededor de unos veladores, disfrutando de la versatilidad de unos brillos en los ojos, de los que algunos quedamos prendados.
            Hoy, en demasiadas ocasiones, somos acorralados por la soledad, por este mundo de comunicación incomunicada, que nos separa de las personas a las que creemos querer, sin saber con certeza, si somos correspondidos, todo los más que sacamos es el envío de un emoticono con semblantes distintos, según el estado de ánimo. Sentimos cómo nos rodea la soledad, con más fuerza, cuando nos vemos destrozados por los problemas, la mayoría de veces económicos, y ni siquiera sentimos el calor que nos conforte, cómo huyen algunos cuando presienten la desgracia del amigo y ni siquiera contestan a los teléfonos, a los email, a los mensajes, a los whatsapp, creyendo que van a mendigar, cuando sólo se busca una palabra de aliento, un abrazo que nos desarraigue de la tremenda aflicción que nos consume. Una palabra y mano. Sé de personas que se han visto acosadas por “amigos” cuando la abundancia y la suerte le rodeaban, cuando podían invitar y hacer favores, cuando eran capaces y que ahora se ven apartados por aquellos mismos que los abrazaban. Sé de personas, y esto es aún mucho más triste, que están inmersas en graves problemas de salud que se ven aisladas porque es un compromiso grande acompañarlas en estos momentos de dolor. Sólo la tecnología les procura un sosiego espiritual y la creencia de que cumplen porque envían un mensaje, “perdona que no te haya podido acompañar en estos últimos meses pero estoy muy ocupado”. Cosas de los tiempos que vivimos.

            Como dice Antonio Santiago, que se deja guiar por la Esperanza, para acercárnosla en las madrugadas del viernes santo, corred y abrazad y besad a los que queréis, porque mañana puede ser tarde. Un certero y hermoso consejo que yo expando desde estas humildes líneas y añadiría que no dejemos solos a los que sufren, porque cuando los llamemos amigos estaremos mintiendo, estaremos engañándonos nosotros mismos. Usemos la tecnología para cubrir nuestras necesidades, para que nos acerquen a los que están lejos, que no nos alejen de los que están cerca, pero que no sirvan para suplantar los sentimientos y la amistad. 

viernes, 30 de agosto de 2013

La Giganta de Sevilla

           
 La Giralda es el símbolo por el que se conoce, a nivel mundial, nuestra ciudad. Es el icono representativo de Sevilla. Tan sólo apreciar su silueta, nada más que su perímetro inconfundible, basta para situarnos en el mapa de la memoria y del espacio. La torre almohade, al menos su origen permanece en las dos terceras partes de su estructura, formó parte de la gran mezquita sobre la que se edificó posteriormente, la obra que tomó por locos a quienes diseñaron y construyeron la catedral de Santa María de la Sede. Era el alminar del templo musulmán. Siglos después, le fue añadido el cuerpo de campanas, remodelación que fue dirigida por Hernán Ruiz, estilizando su figura con la representación de la imagen de la Fe, que sirve como veleta y guía de los vientos que acarician los contornos de la torre.
Fundida en cobre fue realizada por Bartolomé Morel entre 1566 y 1568, utilizando un modelo de Juan Bautista Vázquez, muy probablemente inspirándose en un dibujo del pintor Luis de Vargas, aunque algunas fuentes discrepan de la cita y acentúan su opinión en la influencia de Diego de Pesquera, aunque de escasa verisimilitud, pues en aquella época el pintor de encontraba en Granada, trabajando en la sala capitular se la Catedral granadina y en la portada de la iglesia de San Pedro.
El Giraldillo representa a una mujer con túnica, una palma en una mano y un escudo guerrero en la otra, inspirada en la diosa griega Palas o en la romana Minerva, ambas representaban a la sabiduría y el conocimiento. Es, por tanto, una exégesis cristianizada de una imagen pagana. Se trata probablemente de la escultura de bronce más importante del Renacimiento, una obra magnífica que se agrega la magnificencia de la torre que corona y dentro de la grandiosidad que supone la catedral sevillana, tanto que Cervantes la nombra y define como “aquella giganta de Sevilla…”.
Durante siglos, esta colosa de los vientos, esta santa Juana que guía y señala los viento de los cielos sevillanos, que parlotea con las corriente y las enamora, permaneció incólume en el cenit de la torre sin que nadie se preocupara por su estado, tal vez celosos de que pudiera descubrir tantos misterios y secretos de los que ha sido testigo. La giganta ha sufrido varias intervenciones, para asegurar su estructura, con el paso de los siglos, pero fue en el año 1997 cuando cundió la preocupación entre los expertos y técnicos que percibieron unos daños estructurales que ponían en peligro la estabilidad y la seguridad del Giraldillo. Su intervención duro casi seis años y el coste total de la operación seiscientos mil euros. En las explicaciones vertidas del proceso del trabajo, la Consejera de Cultura, por aquel entonces Dª Carmen Calvo, señaló que, aunque muchas otras instituciones hablaron en principio de la importancia del proyecto, finalmente fue la Junta la que tuvo que asumir el montante de la operación. Sin embargo, la Consejera mostró su satisfacción por la decisión tomada por su Consejería, ya que, según dijo, “esta es una buena forma de gastar el dinero público, el dinero de todos los andaluces”. Me parece estupendo que se aplique dinero del presupuesto para este tipo de actuaciones, en cualquiera de los muchísimos monumentos que se dispersan por la geografía andaluza, pues son signos de nuestra identidad y muestras indelebles de nuestra cultura. Pero, por Dios que sirvan para que perduren en el tiempo. ¿Sirven para algo los avances tecnológicos aplicados a los métodos para la conservación y restauración de nuestros monumentos? ¿Eran mejores las técnicas y los métodos de trabajo realizados en los siglos XVI y XVII, donde el conocimiento, se supone, era menor al de nuestros informatizados tiempos?

No tengo la menor duda del rigor científico, ni de la preparación excepcional de los técnicos que realizan sus labores en el Instituto Andaluz de Patrimonio Artístico. En absoluto. Pero algo falla. Alguien ha fracasado en su trabajo. A quién corresponda depurar las responsabilidades de la oxidación del mecanismo sobre el que gira la veleta, que lo haga a la mayor brevedad posible. Y por favor. A ver si en estos tiempos de tantos recortes a la cultura, a los profesionales, a los obreros, de solicitar tantos sacrificios a los estudiantes y a las familias,  se logra restituir el eje sin tener que gastarse cien millones de las antiguas pesetas, en recuperar la salud del principal símbolo de la ciudad.

martes, 27 de agosto de 2013

Un patio para la Virgen

Muchas veces, lo más simple es lo más hermoso. El barroquismo excesivo viene a desnaturalizar las cosas. Exagerar es sinónimo de prepotencia, cuando se manifiesta en las conductas del hombre. ¿Por qué tiene que ser más bello un conglomerado de rosas, con insertos de flores del paraíso, adocenado con un remate de claveles y, por no faltarle nada, con lirios salteando la frondosidad del ramo? ¿Por qué carece de hermosura una maceta de cerámica trianera con sus aspidistras al lado de la Virgen? Son sólo adornos, elementos ornamentales que van y vienen mientras lo verdaderamente importante permanece y supera el paso de los años. El libro de los gusto, dicen está en blanco. Estamos llenos de prejuicios y queremos instituir lo que nos parece moderno, aunque muchas veces confundamos los términos y no sabemos separarlos del catetismo. Nos hemos quedado en el barroco. Ahí fijamos el tiempo. No tengo nada contra esta tendencia artística. Pero anclarse en unos modelos artísticos del siglo XVI y XVII es detener el progreso. No soy yo crítico de arte, ni entiendo demasiado de pintura. Sé lo que me gusta y lo que no. Pero es evidente que si Valdés Leal, Leonardo Da Vinci, Velázquez, Murillo, Caravaggio, Ribera, Zurbarán, Goya, Van Gogh, Matisse, Picasso o Dalí, por citar a algunos, no hubieran indagado en las corrientes artísticas de sus antecesores y sus contemporáneos y mostraran sus tendencias, como vínculos evolucionados de aquéllos, estaríamos todavía pintando bisontes y hombrecillos esqueléticos en las cuevas.
            Desde hace algunos años se viene observando una tendencia a desnaturalizar las esencias, que siempre han evolucionado, y han guardado sus modelos para construir las existentes. Estas preferencias por retener lo grandiosidad de una época, está haciendo un flaco favor al desarrollo de la evolución en la evolución de las cofradías y hermandades de nuestra ciudad. Existe una generación que, muy al contrario de buscar nuevos visos artísticos, sin desnaturalizar las esencias, repito, ni convertir en un circo lo que debe ser respeto, devoción y fe, se amarra al pasado. Es relevante que se olviden del verdadero origen para centrarse en lo superficial. Y con un agravante más. Todo tiene que ser igual a, todo tiene que tener una referencia. Y la que se sale de estos nuevos límites es apaleada por los cientos, por los miles de “entendidos” que han surgido de improviso. La personalidad de las hermandades está peligro.
            Las hermandades, hasta hace relativamente muy poco tiempo, se caracterizaban por su valentía, por su interés en soldar sus gustos a los tiempos, vivir la contemporaneidad y participar de los modos de vida en cada época. Cuando en otros lugares de España, hace sólo unas décadas, se había perdido el matiz democrático en sus acciones, en Sevilla se mantenían las urnas abiertas, contribuyendo a la formación y el poder decidir quiénes dirigían sus cofradías. Con sus guasas y sus cosas pero así era.
            Hace unos días, la hermandad de San Gonzalo, tuvo la “terrible osadía” de recrear un patio sevillano, con sus alegorías litúrgicas, para mostrar a la Virgen a los ancianos de una residencia cercana. Si buena es la intención, mejor la recuperación de la memoria. Muchos de las personas mayores habrán recordado sus patios, sus modos de vida en torno a ellos, el paso de los años recorriendo sus memorias. Y con la Virgen presidiendo la estancia.

A mí me pareció hermosa y muy digna la escenografía del montaje. Lo importante y grandioso es el fondo. ¿Será más feliz la Virgen porque la rodeen de alhelíes, de rosas y gladiolos?  ¿Se congratulará más con sus hijos si la revisten de piezas de plata, de primorosos encajes y terciopelos? ¿Qué tiene que envidiar una buena cerámica de Triana, repleta de tierra y coronada por aspidistras a la frondosidad de candeleros chorreando cera? La hermandad no ha hecho más que lo que tenía que hacer. Procurar que sus hermanos, vencidos por la edad y por el tiempo, que no por el ansia de la vida, se confortaran viendo cerca a la Madre y provocar un intercambio de sonrisas que valen por todas las escenografías barrocas del universo. Ojalá algunos pudiéramos ver, in situ, ese intercambio de alegrías y peticiones de Salud, entre nuestras madres y la Madre que nos espera.

miércoles, 21 de agosto de 2013

La justicia y la muerte

            La imagen no puede ser más entrañable y bucólica. Una pareja, con grandes muestras de felicidad, pasea con su hija, de pocos meses, por las calles de una ciudad. Parecen despreocupados, a sabiendas que caminan seguros y respaldados por las leyes y la ley. La familiar representación, merece recogerse en los mejores anales de la convivencia y la cotidianidad, es digna de encomio, de ser imitada. Hay que salir a la calle sin miedos, sin recelos, manteniendo la certeza de poder actuar con libertad para gozar del ocio y de la familia.
No hay nada mejor, ni nada más gratificante, que dedicar tiempo a los nuestros, a nuestros hijos en sus primeros años de vida. Es un premio para quienes hemos tenido esa gran dicha. Llevarla por primera vez al colegio, recogerla aquel mismo día, abrazarte con ella, sentir el orgullo de participar en su primera comunión, que te acompañe, en la mañana del viernes santo, cuando aún las mujeres no podían salir de nazarenos, por la calle Feria, cogidos de las manos, con su medalla al cuello, compartir sus primeros logros estudiantiles, ampararla y darle un beso en sus desengaños emocionales y verla salir con orgullo con su diploma universitario. Es una dicha, un premio, como digo, que todos los padres debiéramos disfrutar. Lo que pasa es que a algunos le cercenaron estos parabienes pegándoles un tiro por la espalda o situando una bomba lapa en los bajos de sus vehículos. Fueron privados de participar en la vida familiar, de pasear con sus hijos, o con sus nietos, de poder besarlos cada mañana y hasta enfadarse con ellos por muchos motivos. Alguien, no se sabe muy bien en nombre de qué o de quién, la vida es el don más precioso del hombre, le sustrajo la oportunidad de compartir estas vivencias. Se despidieron un dúa de ello desconociendo que los asesinos ya habían dictaminado sus futuros, ya habían decido que sus existencias llevarían las orlas del dolor y la amargura para siempre.
Allí estaba. Paseando. Arrepentido, sí, pero con muertes a sus espaldas. Bien podría haber mostrado esa contrición cuando organizaba los atentados, o apuntaba la cabeza de un ser humano, cobarde y vilmente, y les descerrajaba unos tiros. Ésta es la justicia del país. Un condenado a trescientos setenta años, por su participación en siete asesinatos, todos del valeroso modo del tiro en la nuca, es decir, por la espalada, paseaba con toda tranquilidad por la calles de su pueblo, tras abandonar las dependencias de la guardia civil después de haberse personado y firmado por su condición de agraciado del permiso penitenciario que se le ha concedido. Muy bien se conserva este individuo tras haber cumplido su pena. Ha debido encontrar la fuente de la eterna juventud y no como sus víctimas que se han podrido en un nicho, sin que las lágrimas y el dolor de sus familiares hayan podio conservar sus cuerpos.
            Es la realidad. Éstos solo sucede en sociedades que se van degenerando. En condiciones normales, y en otros lugares del globo, cuyo estado democrático no desmerece al nuestro, este individuo estaría a la sombra, en el mismo régimen carcelario que cualquier delincuente de su calaña y con los mismos favores que un asesino en serie. Aislado. Pero estamos aquí, donde la víctima ve pasar al asesino por su puerta. Cosas particulares de nuestra tierra. Idiosincrasia que se llama.

            Y no es cuestión de dirigir nuestras opiniones desde el odio y el rencor. Salvajes y dementes siempre habrá. Es cuestión de solicitar justicia de una vez, de que las penas se cumplan, que las sentencias sean para expiar culpas. Que se ha arrepentido. Pues bueno, que le den un flan. Lo que quiere es beneficiarse de los favores que no les son concedidos a otros que han robado, que han profanado fincas, y que ha sido castigados por ello, cosa que me parece extraordinaria. Porque las víctimas no tienen, parece ser que todavía no se encontrado el modo, ninguna otra opción la que de vivir en el recuerdo de los suyos. Y mientras, los asesinos dando paseítos por las calles, tomando cervezas en las tabernas y viviendo a costa del dinero de nuestros impuestos.

martes, 20 de agosto de 2013

¡La caló de siempre!

            Éste es el calor de todos los años. El mismo que padecimos hace una década y que sufrieron nuestros padres en su infancia. No hay que darle más vueltas. Lo que pasa es que desmembramos, de nuestras memorias, los momentos que nos hacen y no recordamos los cuarenta y cinco grados de hace doce meses. Hay que resignarse a vivir con esto, digerir que el calor es una parte de la idiosincrasia de la ciudad y hay, incluso, quienes vienen dispuestos a convivir, durante unos días, con las altas temperaturas. Cuando nosotros huimos de él, llegan los turistas a sofocarse con las altas temperaturas. Los ves paseando a las cuatro de la tarde y ya padeces un acceso de golpe de calor, aunque encontremos refugio en el aire acondicionado del tranvía.
            Quienes hemos realizado turismo alguna vez, sabemos que disponemos de unos días para verlo todo, pero todo, absolutamente todo, así se eleve la nieve dos metros de la calzada o se derrita el asfalto por la candela que cae del cielo. Comentaba, el otro día, una pasajera del metro centro, cómo era posible aguantar ese calor, y además con calcetines. La observación, sobre las prendas en los pies, es digna de un estudio sociológico, es cierto. Pero también es cierto que los pinreles son los que acucian y sufren más los efectos de la sudoración y que hay quienes son incapaces de soportar este efecto. Notar cómo se resbalan, por efecto de la sudoración, por las láminas de plástico de las sandalias es una sensación, a mi parecer, extremadamente repulsiva. Por eso yo no utilizo ni chanclas ni sandalias, por aquello de la estética. En cuanto al sufrimiento por los efectos del calor, poder soportar los cuarenta grados, que no inflige el verano, es cuestión de voluntad y de la imposición horaria de las visitas a los principales monumentos de la ciudad, a sus productos que ofertamos, a través de las agencias de turismo y de los consorcios municipales que nuestra cultura y nuestra forma de vida. Si quitamos la Catedral, que suele mantener abiertas sus puertas hasta las seis de la tarde los domingos, para la visita turística, que para el culto es otro tema, la basílica de la Macarena que abre a las nueve de la mañana y cierra sus puertas a las veintiuna horas, todos los demás, difícilmente mantienen otros horarios para facilitar la visita. Siempre se pueden apreciar las grandezas arquitectónicas desde el exterior. Y hasta vuelven a sus exóticos lugares de residencia asombrados por la magnificencia de los más importantes y emblemáticos edificios.
            Ver a grupos de turistas japoneses, alemanes o de dónde sean, pasear en las primeras horas de la tardes bajo los tórridos efectos del calor, no es más que una necesidad de espacio y tiempo, de recopilar imágenes en sus cámaras digitales para luego poder deleitarse en sus domicilios, con ellas.
            Mientras nosotros a combatir el calor como siempre, aunque en nuestros tiempos disponemos de estos aparatitos que rebajan la temperatura de nuestros hogares y elevan las de la atmósfera, alterando los índices climatológicos.
            El calor siempre es calor. Lo seguirá siendo en el futuro. Por mucho que nos quejemos, por mucho que olvidemos las temperaturas sufridas en años anteriores, esto es siempre lo mismo. Noches de insomnio, gente abanicándose, turistas acalorados recorriendo las calles, gorditos y gorditas sofocadas, consumiendo botellitas de agua, levantarse de la siesta empapados de sudor, caídas de tardes buscando el cobijo de las primeras sombras, al aire libre, con una cerveza en la mano, el dueño del bar de la esquina regando su parcela. El calor, en los meses de verano, es una seña de identidad de nuestra ciudad, de esta Sevilla que, desde los tiempos de los árabes, ha ido buscando soluciones para combatirlo.

No me gusta el aire acondicionado, me molesta incluso cuando llevo algún tiempo bajo su influencia. Soy más de sandía y búcaro, de melón fresquito. Soporto el calor, aunque no me gusta nada. Prefiero otras épocas. Debo ser un raro espécimen. Pero me gusta esta ciudad incluso con el sofoco del calor.

jueves, 15 de agosto de 2013

Los tontos de turno

Añorarán las playas de María Trifulca. No puede ser otra cosa no de otra. Sino no tiene sentido este despropósito. Estas imágenes son las que nos colocan al mismo nivel de Gambia o o las zonas más deprimentes de la India. No tiene razón alguna esta mamarrachada. Pudiera ser también, que intentarán emular a los niños del Bronx, que para combatir el calor, en los gloriosos años cincuenta, abrían las llaves de paso de las tomas de agua de bomberos, y que tan bien recogieran los fotógrafos de la época. Vamos para atrás. Y lo peor es la trascendencia que irá tomando esto como algún turista haya tomado instantáneas de estos gachupines remozando, en plena plaza de Santa Ana, en una piscina hinchable, con sus botellines en las manos y las gayumbas al aire. Todo un prodigio del despropósito y del descontrol que sigue rigiendo en esta ciudad. No tememos arreglo.
Que unos niños se metan en las fuentes públicas, para evitar las altas temperaturas que asola Sevilla en los meses de verano, puede considerarse como actuaciones vergonzantes. Que en los barrios periféricos, donde se acrecientan y suman todos los males de los tiempos que corren –en algunos de ellos lleva corriendo este tiempo desde hace décadas-, se bañen niños desnudos en mitad de la calle, con una goma que sale de una ventana, ante jolgorio general, es una escándalo que sonrojaría a cualquier ciudadano de orden. Pero que en las mismas puertas de la parroquia de Santa Ana, en centro neurálgico del barrio trianero, no es más que la desvergüenza de unos descontrolados, de unos pocos que no tienen más trabajo ni dedicación que cometer estas atrocidades, para bochorno del emblemático, señero y señorial barrio.
Esto no es más que una gamberrada que no tiene nombre. El edificio que utilizan de telón es el templo más representativo de Triana, declarado Bien de Interés Cultural y centro devocional de miles de personas. Ignoro, porque no se aprecia en la fotografía, de donde procede el conducto que suministra el agua al portento de piscina pero todos los indicios deben conducir a alguno de los establecimientos comerciales del entorno, posiblemente del gremio hostelero. De ahí pueden tirar para depurar responsabilidades, para buscar a los gamberros que han provocado esta situación impermisible. Esto no puede quedar en una anécdota graciosa, en una mera historieta para agregar a los anales del barrio. Sin duda es un acto premeditado que debiera tener su sanción, como sucede en otros sectores de la ciudad, donde las carencias son patentes.
Las autoridades no deben permitir espectáculos de esta especie pues en nada benefician a la ciudad y mucho menos a los ciudadanos que ha sido degradados, minusvalorizando el patrimonio artístico y mancillando la centenaria historia, con todos los valores sentimentales, emocionales y devocionales que recogen las paredes del templo más antiguo del barrio, a los que sus vecinos denominan, con toda justicia, como la catedral trianera.
Este hecho deplorable no debe caer en el olvido. Máxime cuando estos inciviles e incultos, por no llamarlos gamberros, son hombres hechos y derechos. Lo digo por lo de la edad de los ínclitos. No iban a ser todos menores o jóvenes desarraigados desbaratando los bienes culturales de la ciudad. El carácter tercermundista de la foto no plantea ninguna duda. Con los botellines de cerveza en sus manos brindan y celebran la realización del hito. No se puede tener menos vergüenza ni menos consideración.
Es increíble. No puedo dejar de pensar para encontrar un hilo que ponga razón al despropósito. No lo encuentro. O tal vez hayan instalado un centro de alto rendimiento para mejorar la idiotez remojándose los cayumbos.
Por favor que alguien tome medidas, que estas sean severas no vaya a ser que se extienda la idea por la ciudad, que todo lo malo se pega, y veamos a los pies de la Giralda alguna de estas piscinas vergonzosas.

Que le laven el cerebro a estos individuos a ver si empezando de cero regeneran el intelecto.

miércoles, 14 de agosto de 2013

Recuerdo de un recuerdo de mi madre

            
Debe ser producto de las ansias por recuperar ese tiempo perdido que se extiende en el vacío de la evocación, en esa franja donde moran los primeros recuerdos, las primeras visiones que se captan por el subconsciente y que quedan ancladas en el éter de la memoria. No tenemos constancia de ellos porque aún estábamos por desarrollar los instintos que nos fueron concedidos en la concepción. Es lástima grande no mantener constancia del primer beso de la madre, recién llegados al mundo, cuando nos posicionan en su regazo, ni tener el precioso testimonio de los ojos, en el inicio del llanto, cuajados de lágrimas por la felicidad de saberse madre. Podemos figurarlos con la imaginación, con el roce y el amor de los años enhebrando sentimientos y configurando un mundo que nos pertenece aunque la evidencia de la razón no nos posibilite proyectarla en la memoria.
            Quizás la memoria atenúe las sensaciones, fingiendo el descolorimiento de los ambientes y paisajes, convirtiéndolos en acuarelas grises, en situaciones donde se prevarica con las emociones, para protegernos del dolor y de las miserias de las leyes de la vida. Quizás nos prevengan de la nostalgia por las ausencias, de la añoranza de los brazos que nos sostenían y que nos elevaban para que nos viese la Virgen. No somos conscientes de estos gestos maternos, de la grandeza que encubren, pero sí nos dotó Dios de alma, que es como la valija en la que se depositan todas estas situaciones que creemos perdidas, todas estas emociones que supones nos son arrancadas porque no habíamos formado ni la conciencia ni la razón. Es el alma lo que nos subleva contra ellos y nos lo devuelve todo en esta singular forma de la recreación del tiempo que no nos corresponde pero que nos pertenece.
            Aún no ha salido el sol. Presiento que algo especial sucederá. Por los cuarterones de la ventana comienza vislumbrarse un primer resplandor, un grieta en la oscuridad que pronto se transformara en leve albor y que será radiante y sereno azul, rotundo para entoldar la ciudad de luz con su luz. Hay trasiego por las habitaciones contiguas y las luces del comedor se cuelan por la rendija de la puerta de mi dormitorio dotando de brillos al perfil de mi cama. Me gustaría preguntar qué pasa. He soñado con un caballo de cartón que se ha quedado en casa. Las pisadas son leves, no tienen mayor repercusión acústica que la del desplazamiento para no molestar. En la habitación contigua duerme mi abuela Carmen, que reposa en el sueño. No se ha levantado, ni lo hará porque está cansada de tanto trasiego de años y tantos madrugones para abrir la panadería y porque dice que ya está harta de pregonar y solicitar sueños que nunca llegan. Veo a mi madre asomarse, con disimulo y discreción, por la abertura que hay entre la puerta y el marco. Sonríe. Tal vez porque yo he sonreído al verla, al reconocer su aroma, al experimentar la misma alegría que ella siente por este reencuentro diario, por este reconocimiento protector que experimento cuando me toma en sus brazos y me acerca a su pecho. Los corazones laten al mismo son y me alegra esta posición que respalda la certeza de la entrega de la vida, con estas caricias que someten y estimulan mi alma, que acrecienta la sensación de amor.

            Me lleva en brazos por las calles. La luz comienza a tornarse clara. En las esquinas, sobre algunas fachadas, comienza a dorarse la cal. En el cristal de una de las ventanas de la antigua Audiencia vio reflejado mi rostro y el primer esplendor del sol. Hay mucha gente a mi alrededor. Tanta que no dejo de distraerme. Miro hacia un lado y a otro. Ella solo mira hacia el frente, intentando esquivar el muro de cabezas que le impiden asegurarse una buena visión. La música que llega me gusta. Se oye lejos todavía porque un grupo va cantando y pregonando salmos. Pero a mí me gusta el redoble del tambor. La tumbilla va apareciendo por la esquina de la Plaza del Triunfo. Mi madre, me coge por la cintura y me eleva sobre la multitud. Y entonces veo a la Virgen de los Reyes. No he cumplido aún el año. Pero ya he tenido frente a mí la primera visión de la Madre de Dios, que fue cómplice con mi madre para este hecho que muchos años después repetí siendo yo padre.

martes, 13 de agosto de 2013

Las chanclas de las madres

            
Ya estamos con lo de siempre. Culpabilizando a quienes no tienen culpa de nada. Las acciones de violencia contra el patrimonio de la ciudad, los actos vandálicos contra la naturaleza cultural, no tienen otros culpables que la sociedad. Lo de siempre. Pues mire usted, no. Yo no soy culpable de las faenas que vayan cometiendo por ahí algunos indeseables que no encuentran otra ocupación, para liberar sus frustraciones, que la de destrozar y demoler los bienes comunes. ¿Las causas de estos comportamientos? ¡Vaya usted a saber! Comienzo a pensar que no existen motivos congruentes para ello más que el vacío existencial de unas mentes convencidas de que el único valor importante, lo único verdaderamente trascendental para estos vándalos, es la obtención de cuánto quieren por la fuerza y de inmediato. Es un problema, por tanto, educacional. Ya no hay valores por los que luchar. Sólo materialismo vano.
En los centros educativos, con los constantes cambios en los planes de estudio, donde se ha llegado a obviar el valor pedagógico de la comunicación, el fomento del estudio por medio del esfuerzo y la entrega , para sistematizar los objetivos formativos. Ni siquiera se concede el premio al estudio, la distinción que añoraran otros, otorgándose una valoración mancomunada, donde las notas igualan a todos por lo bajo. Si progresa adecuadamente, lo hacen el que se ha dejado la piel, en nuestra época sacaba un diez, o el que aprueba por los pelos con un raspante cinco. El mérito no es igual pero claro la situación de desigualdad para éstos puede acarrearle problemas psicológicos que alterarían las conductas emocionales. El que se esfuerza ve cómo su dedicación lo equipara al desastre que se encuentra a su lado y que pasará el curso con un ochenta por ciento menos de esfuerzo de lo que él ha dedicado. Estos planes de estudios han vulgarizado la formación. Sólo la voluntad, ya lo decía Azorín, que por cierto muchos no saben de su existencia y del esplendor que dio a las letras hispanas este escritor, puede alterar los resultados finales. A los estudiantes de hoy, y no me refiero a los universitarios, que ese es otro tema, pues algunos no saben ni escribir correctamente su nombre, a esos niños que dicen serán nuestro futuro, no se les aplica ningún tipo de rigor para reconducir sus comportamientos, no se les puede reprender y mucho menos castigar, cuando cometen alguna imprudencia en sus acciones, en el anterior de las aulas o en los espacios comunes de los centros educativos. No hay más que darse una vuelta por las hemerotecas y certificar cuánto digo. Profesores acosados por sus alumnos, padres que agreden a los maestros, bajas indefinidas del profesora por depresión, ataques de los alumnos cuando son recriminados por sus conductas o destrozos en el mobiliario escolar, dando muestras del escaso aprecio que tienen hacia su formación. Enseguida iba a tolerar don Felipe que uno de nosotros actuara de esta manera, ni mucho menos levantara la voz. Y un don Felipe era un magnífico profesor y una excelente persona, al que sigo apreciando por cuanto me enseñó, dentro y fuera de las aulas, y eso que una vez nos tiró un martillo de carpintero porque le teníamos harto con nuestra desatención. La disciplina con la que crecimos nos hacía valorar las cosas, pensar para llegar a conclusiones, discurrir para solucionar problemas. Por eso, nunca se nos ocurrió, y fuimos jóvenes rebeldes, motivamos un cambio en la sociedad, que no se le olvide a esta plebe que pulula por las ciudades actuando como verdaderos vándalos, arrasar el mobiliario urbano por mero capricho, por el mero hecho de concretar la maldad o desasirse del aburrimiento. Los hecho que tienen unos culpables materiales y otros subsidiarios. Los padres.
Somos los progenitores que hemos desatendido la cuestión educativa, exigiéndonos compromisos para poder dar a nuestros hijos lo que no nosotros no tuvimos, sin darnos cuenta que fuimos unos privilegiados, seres escogidos porque tuvimos acceso al conocimiento de las cosas importantes y nos hicieron que la estructura básica de la sociedad era la familia, que si ésta funcionaba, con sus normas y sus obligaciones, funcionaría aquella. Saber que fuimos felices con nuestras condiciones vitales, sin tantos caprichos, ni tantos objetos y maquinitas que fomentan la incomunicación, nos permite poder enjuiciar la actual forma de vida.
Creo que soy una persona normal, que adolezco de complejos y que me siento realizado. No necesito liberar mis instintos –nunca lo he necesitado- destrozando cerámicas en el parque de María Luisa, derribando estatuas o mutilando las barandillas que embellecen el canal de la plaza de España. Prefiero otras actividades, lúdicas, culturales y deportivas, mucho más instructivas.

Hemos perdido el norte porque no hay regímenes disciplinarios en la base de la sociedad. No refiero a látigos ni a castigos excesivos corporales. Pero cuando en nuestra casa tenían constancia de alguna travesura, el profesor hacía llegar una queja o teníamos la mala suerte de ser sorprendidos jugando al fútbol en lugares prohibidos, que no eran demasiados, por el guardia urbano, lo primero que hacíamos, al regresar a casa, era abrir con cuidado la puerta, otear el horizonte del pasillo e intentar alcanzar la habitación antes que comenzarán las recriminaciones parentales o en culmen de las reprimendas, evitar el lanzamiento de chanclas maternal, un deporte que ha permitido corregir muchas vidas. ¡Qué faltita hacen ahora esas chanclas!

viernes, 9 de agosto de 2013

Margarita y nosotros

         
  Cuando llegan pensamos que seremos capaces de parar el tiempo, que la secuencia de los días se detendrá para que podamos hacer nuestra la felicidad. Pero no. El tiempo pasa inexcusablemente, en un tránsito voraz y veloz porque lucha por desposeernos de la dicha para hacernos sentir en la humanidad con la que fuimos concebidos. Es la ley de la vida, una jurisdicción que nos esclaviza en la consecución de la felicidad aún siendo conscientes de su efímero asentamiento.
            Cuando aparecen vienen recubiertos por la alegría y nos transmiten esta sensación de gozo que se ancla en nuestras almas durante cuarenta y cinco días. Llegan para participar en nuestras vidas, con esa sensación de angustia que les precede y que se desvanece con el primer, con el primer beso. Han pasado a ser parte de nuestras familias, adentrándose en el círculo íntimo del ser y abriéndose camino en la dura realidad que nos rodea. Asumen esta condición y conocen nuestras preocupaciones que empiezan a hacer suyas porque la sucesión de los años han tergiversado la inocencia de sus mentes y ahora son responsables jóvenes que han dejado atrás la candidez de la infancia con la que fueron recibidos.
            Parece que fue ayer. Han pasado diez años como diez suspiros. La pequeña es hoy una mujer. Cuando llegó venía enredada en la confusión, perdida en el desconcierto que suponía el desplazamiento de miles de kilómetros, ataviada con la sorpresa que significa el cambio de costumbres, de hábitos, sumida en la extrañeza de un lenguaje que no comprendía. Pero los niños son capaces de adecuarse a cualquier situación. Por muy adversa que ésta sea, camuflan sus angustias y retienen, con la inmediatez de la necesidad, los usos del lugar y hábitat nuevo.
            Margarita es una de las niñas de la primera promoción de bielorrusos que llegaron a la Macarena, huyendo de la atrocidad radioactiva que ensombrece los cielos de su país. Es una víctima colateral del accidente nuclear, el más grave de la historia, que tuvo lugar en Chernobil, y cuyos nocivos efectos sufren quiénes menos culpa tienen. Cuando llegó, apenas cumplidos los siete años, traía consigo un pasado atroz, desvinculada de su familia y terminando asilada en uno de los cientos de orfanatos que se reparten por la geografía de la Rusia Blanca. En nosotros encontró el arraigo familiar del que estaba tan necesitada, el cariño y la trascendencia doméstica de la que adolecía. Para nosotros significó el descubrimiento y el retorno a la sencillez, a la comprobación de la suficiencia que rige nuestras vidas y la posibilidad de corregir los excesos materialistas que atosigan la existencia. Ella es la medida que fideliza y fija el fiel de la balanza de las emociones.
            El martes se fueron, regresaron a sus domicilios familiares. Volverán a recibir los besos de sus padres, los abrazos de los familiares directos que asumen este viaje como necesario para prevenir los efectos de la radiación que pudieran poner en peligro su salud. Regresan sabiendo que tienen en Sevilla otra familia, el complemento de aquellas que les aguardan ahora con los brazos abiertos, y que les han acogido en sus hogares como si fueran parte de sus vidas. Estos niños lo saben y lo agradecen. No puedan ofertar más que cariño y amor.

            Margarita regresa a un hogar tutelado, a compartir espacios con otros niños en sus mismas circunstancias. Vuelve a su pueblo, en medio de una estepa desolada, económica y ambientalmente, para seguir dependiendo de la caridad de un estado en el que las carencias alimenticias son patentes, por muchos adelantos técnicos que procure la globalización tecnológica que nos esclaviza. Margarita vuelve a una casa donde los afectos son repartidos y la disciplina es una necesidad para poder sostener la convivencia. Ahora sólo le queda esperar y a nosotros, a sufrir la espera. Aquí tiene una familia dispuesta a acogerla, a luchar por superar las trabas burocráticas que nos imponen las premiosas administraciones –las de allí y las de aquí, que no sabemos cual es peor-. Solo queremos a nuestra niña. Verla sonreír, enfadarse, dormirse cuando se aburre, contar sus historias y ver cómo procura ser feliz dentro de un ámbito familiar. El martes se fue. Como somos hijos de la Esperanza, soñamos con poderla tener un día, definitivamente con nosotros, que no es sólo nuestro, sino el propio de ella.

martes, 6 de agosto de 2013

Al amigo

           
Creo haberlo referido en alguna que otra ocasión. Fue un hecho tan extraordinario que marcó una parte de mi juventud. No éramos más que unos jóvenes abriéndonos al comienzo de la vida, acercándonos al abismo de la mayoría de edad. Teníamos la sensación de formar parte de una generación que, a diferencia de las posteriores, signaría el comienzo de una nueva y mejor época. Ahítos de libertad, con la necesidad de encontrarla para perpetuarla, vivíamos en la expectación constante y cada día aparecía una nueva circunstancia para avivar los valores que luego nos servirían para quedar aislados en una sociedad neutralizada por el consumo y el materialismo. Frente a esto, luchábamos en el idealismo para intentar transformar el sistema, que comenzaba a quedar obsoleto. Aires de libertad que provocaban la apertura de las ventanas para que las estancias recobraran la luz y renovaran el vicio del ambiente, del enrarecimiento que la consumía.   
            No llegamos a entrar en el aula. Don Francisco Ortiz, el mejor profesor de literatura que hemos tenido, había anunciado su ausencia por enfermedad y la clase de física que le seguía apenas nos interesaba. Llevábamos una radio transistor que nos unía al exterior, al mundo inhóspito, a las noticias y la diversión de la música. Radio popular emitía desde los estudios que mantenía en la calle Vírgenes, un lugar que ahora se hunde en lo más recóndito de la memoria, abstrayéndonos al romanticismo. José Manuel del Castillo y Mari Carmen de las Casas amenizaban las tardes, en lo que hoy llamaríamos un magazine vespertino, con la diferencia de la calidad de entonces a la basura que se ofrece hoy, con un programa de ámbito local, donde la información giraba a las novedades que ofrecía la ciudad, a la cultura que se abría paso en la vieja Híspalis y al ocio que avenía desde los cines y los teatros hasta las novedades musicales. Era un espacio abierto al público. Nos enteramos que aquella tarde entrevistarían a Alberto Cortez, que andurreaba por Sevilla para presentar su nuevo trabajo discográfico. Por entonces nuestras preferencias musicales derivaban hacía el nuevo rock, con sello andaluz, de Triana, por la tendencia a la canción protesta de Serrat o de Hilario Camacho. Así nos presentamos en el estudio de Radio Popular. Al fin y al cabo sería mejor que dormitar oyendo la rutinaria voz del profesor de física y química y la tarde, en las postrimerías del otoño, comenzaba a declinar con languidez, a velar con su cálida luz las fachadas de las casas del barrio de la Judería.
            La entrevista no debía durar más de media hora. En salón estudio, al que se accedía tras subir cuatro tramos de escaleras, apenas nos hallábamos nosotros, cuatro en total –Manolo Cruz, José María Caamaño, Javier Rodríguez y yo-, dos periodistas y los protagonistas. En el pequeño escenario, un piano de cola. Comenzó el diálogo. El cantautor nos fue embelesando con su majestuosa dicción, con su música y sus poesías. Poco a poco, canción a canción nos fue ganando, a mí para siempre. Terminó el programa y allí seguimos encandilados por aquel hombre que demostró su sencillez y su excelencia poética. Siempre recordaré la canción que nos dedicó a los cuatro “que habíamos aguantado toda la tarde oyendo sus pamplinas”. A capela. Se levantó del piano y dirigiéndose a nosotros cantó cuando un amigo se va.
Concluyó su interpretación, con la emoción reflejada en su rostro, apostillando que es la mayor de las soledades perder a un amigo.
Ésto es la soledad. Un vacío que van ensombreciendo el alma conforme se acentúan las ausencias, conforme profundiza el arañazo de la nostalgia. Ésto es la soledad. Cuando un amigo se va, decía Alberto Cortez en su magnífica poesía musical, se va creando un vacío que no lo puede llenar la llegada de otro amigo.

            Hace unos días se nos fue Javier. El amigo de la juventud que compartió aquel instante que nos embargó con emociones y nos descubrió que la vida y las emociones van unidas a la amistad.

martes, 30 de julio de 2013

Un pañuelo para María

           
 No conocíamos a María, personalmente, pero desde el primer momento en el que tuvimos noticias de su existencia, se entablo una relación en la que no quisimos confundir los términos. Nos negábamos a sentir pena, lástima, por ella. Nos producía una inmensa ternura, una gran alegría, saber que luchaba. Porque maría era una luchadora nata, una de esas personas que nacen predestinada al combate, a enfrentarse a la dureza de la vida. Yo la imagino alegre, rodeada de los suyos, en los momentos en las que la enfermedad le otorgaba un respiro, en los instantes en los que podía sentirse desasfixiaba del rigor del dolor, de la incapacidad que provoca y atenúa la libertad.
            La distancia no significa una traba. Apenas cruzamos el primer mensaje y ya habíamos limado las líneas kilométricas que nos separaban. Son esas cosas que pasan cuando tienes una responsabilidad que afecta a las emociones. Desde que acepte mi puesto quise desprenderme del oficialismo institucional que rodeaba el cargo, arrancar esa aureola con la que quieren imponernos. No sé si he logrado el propósito. Soy de los que piensan que la casualidad no existe, que estamos ligados a la causalidad, a los designios de la Providencia, que marca el camino y la fortuna. Desarraigar el oficialismo fue una de mis premisas. Pronto me dí cuenta de lo acertado de mis actitudes. El mejor patrimonio, el más valioso y precioso de los bienes de una hermandad, tras las Sagradas Imágenes, son sus hermanos, y los devotos que se acercan para crear un ambiente de confidencialidad entre Dios y ellos. Ése es el mejor de los tesoros.
            Los padres de María enviaron un email desesperado. La niña tiene tres años y padece una enfermedad muy grave, tanto que en su corta existencia, no llega a reconocer del todo las paredes de su habitación porque ha pasado, casi toda su corta existencia, en una estancia del hospital. María tiene una vitalidad excepcional, me decían. Y a fe que las palabras, aún en la frialdad de una pantalla de ordenador, que no hay cosa más impersonal, alteraron la tranquilidad de mi ser. Habían oído comentar, a una religiosa del centro sanitario, donde se trataba al niña, que la Virgen de la Esperanza hacía honor a su designación teológica, que eran muchos los sanados tras la invocación de su nombre, muchos los que había recuperado la fe y la vida cuando pusieron la suya en sus manos, cuando alguna prenda de su celestial ajuar se depositaba en su cuerpo, muchos que se había desprendido de sus dolencias refugiándose en su mirada y en su rostro. La desesperación de estos padres, la hija empeoraba, le hizo ponerse en contacto con la Hermandad. Desde Valencia llegó la llamada de auxilio. Pedían un pañuelo de la Virgen. Tenían la fe, de la recuperación de su niña, depositada en los encajes y texturas de una prenda que estuvo en las manos de la Madre de Dios. Nos demoramos un poco porque no todos los días se cambia este lienzo que atesora todas las gracias. El retraso provocó el llamamiento consternado de los padres, aún no lo hemos recibido y nos urge que María lo tenga. Este grito de auxilio aceleró los procesos. Le enviamos el pañuelo. Recibimos las emocionadas palabras de la madre en respuesta al envío. Quedamos en mantener correspondencia sobre la evolución de la enfermedad de María.
            Hace unos días, la especialista pediátrica que llevaba a la niña, se desplazó a Sevilla para participar en un congreso médico. Lo primero que hizo, me cuenta, fue desplazarse hasta la Basílica para ver a la Virgen y para darme las gracias por el envío del pañuelo. Aún ahora, cuando escribo esto me tiembla el pulso. María no ha podido superar la enfermedad y falleció a finales de mayo. Pero allí estaba la mujer, dándome las gracias y un abrazo, que traía de la familia, por las atenciones y por el bien que estaba haciendo el pañuelo, la prenda donde se aferran ahora unos padres desconsolados que se refugian en su blancor y sus ribetes, porque sus padres hallan consuelo en este trozo de tela en la alegría de saber que María reposa y se acuna en los brazos de la Virgen.

            Nada es casualidad. El pañuelo consuela y da alegría, como lo hace desde su camarín, cada día del año, La que se presenta ante nosotros para otorgarnos la gracia de la Esperanza. Ahora, ya conocemos a María.