Esta es la ventana a la que me asomo cada día. Este es el alfeizar donde me apoyo para ver la ciudad, para disfrutarla, para sentirla, para amarla. Este es mi mirador desde el que pongo mi voz para destacar mis opiniones sobre los problemas de esta Sevilla nuestra

viernes, 30 de marzo de 2012

La consumación de la Espera


Ya está consumado el tiempo de la espera, ya hemos conseguido alcanzar la cima donde anclamos el estandarte del ensueño, ya hemos recuperado el momento que dejamos dormir en el espacio de la memoria, en ese estadio donde hibernan las horas vividas, para que se nos presenten con el ímpetu de la actualidad más radiante. Ya nada podrá arrebatarnos la ilusión que hemos venido enarbolando durante estos últimos días, durante estas vísperas que son la antesala del gozo o en la delirante locura de nuestro sentir, son delectación misma. Vivid como habéis soñado y soñad lo que vais a vivir, no restrinjáis la alegría y consumad toda la satisfacción de saberse poseedores de la más grande virtud que nos fue concedida. Retomad en estos días la infancia que guardáis en el cajón de la existencia, descended por la rampa de la nostalgia y oíd cómo retumban el peso de los años, cómo regresan aquellos otros con los que cruzabais vuestras carreras, en una competición de algarabías en la que siempre vencían los sueños por bajarla con una palma en la mano y venciendo el calor del mediodía del Domingo de Ramos, cómo ascienden las voces infantiles atravesando  las grietas de la madera, desempolvad la sensación que se atesora en el recuerdo del entrañable abrazo que compartisteis con aquel hermano de devoción cuando la comitiva regresó al templo tras efectuar la estación a la Santa Iglesia Catedral, de ese cofrade que siempre reconoces en los momentos previos a la salida y participáis juntos de la penitencia que creéis os distingue y no es sino la unción de la nueva realidad de la que seréis protagonistas durante unas horas, de la transmutación de los siglos que va impregnando vuestro hábito penitencial hasta desangrarse por el caudal de los sentimientos durante el andar nazareno.
Ya está consumado el tiempo. Son los presagios, las acontecimientos heredados los que nos abordan para descubrir los mismos cielos que entoldan y cubren este templo en el que se transforma la ciudad, este proscenio donde se escenifica el mayor acontecimiento de la historia, el hecho más importante y relevante para el género humano, la mayor entrega de amor del Padre para la redención de sus hijos. Tomad las calles sin miedo que en ellas se encuentra nuestro legado, en cada esquina se esculpe un versículo testimonial de nuestra fe, a menudo rehilado con un  soneto o una décimas que glorifican siempre la serenidad del Señor ante el destino marcado o la excelsitud de la gracias Virginales que brotan del rostro de María; buscad las palabras que vienen con la brisa de la tarde a dictarnos los salmos populares que elevan el espíritu al estadio de la conmoción, la locuacidad de la luz que atraviesa la tarde, como dardo inesperado e intangible capaz de revolucionar el sosiego, para iluminar la proclamación de inocencia del Cristo que viene arropado por el clamor de la gente de su barrio.
Y si sois capaces de taladrar los muros devocionales, de asaltar las cercas de la emoción, de derribar las murallas que se izan con un rosario de miradas, con el adobe de las lágrimas que resbalan por las viejas paredes que demarcan los puestos de verduras, de carnes y recovas que hay entre la Encarnación y la calle Feria, buscad su mirada y descubrid cómo se culmina la gran obra de Dios, cómo se os presenta su mensaje salvífico. No temed ni al gentío ni a la estrechez, ni a la falta física de espacio, no sorteéis la oportunidad que os brinda la Divina Providencia de contemplar su único y verdadero rostro, una tez que es capaz de recoger las súplicas que llevan penas, las adversidades, las desgracias, los infortunios  y transfigurarlas en alegrías.
Asediadla con vuestras oraciones, lanzadle las proclamas de vuestras peticiones y si acaso advertís que su gesto os nubla la vista es que habéis obtenida la respuesta, que habéis sabido interpretar las palabras que han brotado de las cuencas de sus ojos, que su entrecejo ha proferido el mejor de los discursos, la perorata que es capaz de convertir nuestro ego en sumiso esclavo de su Gracia. Buscadla y hacedla vuestra y convertiros en propagadores de la Esperanza.

jueves, 29 de marzo de 2012

Dos aguaores de Sevilla


       Son dos, solo dos, pero parecen multiplicarse cuando realizan las labores que le son encomendadas. Por sus venas corre la misma sangre, comieron en la misma mesa y compartieron los espacios y los mismos juegos durante sus infancias. Comentan que fueron felices y que jamás pasaron escasez ni necesidad. Nuestra generación se vio circunscrita, en sus comportamientos y aptitudes, por el tardo franquismo pero supimos gozar de las limitaciones sociales y económicas que padecimos. A soñar que se echaran no podían imaginar los designios que el destino les tenía preparados, una grata sorpresa, una ilusión con la que muy pocos pueden concretar y regocijarse. Esta designación providencial les ha convertidos en dos seres privilegiados, aunque ellos no presumen ni alardean de esta distinción, en dos personas que durante unas horas observan el verdadero rostro de Dios desde los más diversos ángulos.
            Su menudez física no les desprovee de la gran humanidad que atesoran, de la calidad sentimental que guardan en el corazón. Muy al contario derrochan bondad y sencillez a mansalva, quizás por ello fueron señalados en su día para ejercer el mejor de los oficios, la más caritativa y entregada de las misiones durante una estación de penitencia. Van dando agua al sediento, promulgando la hermosa cita evangélica. Son dos aguadores. O mejor dicho son los aguaores, los que proveen del líquido elemento a los costaleros del Señor de Sevilla. Ellos saben que la luz malva del amanecer tiene una sencilla explicación, que cuando aparece tiñendo los tejados del viejo caserío por donde pasa el Señor. Es el hábito penitencial con el que se inviste el cielo para acompañarle en su regreso a San Lorenzo, la vestimenta penitencial del firmamento que acompaña la firmeza de la zancada que provee de vida y da aliento a quienes tanto necesitamos de su gracia. Ellos saben de oraciones que se van incrustando en los recovecos de los respiraderos, conocen las súplicas que se lanzan en medio del gran silencio que antecede y sucede a la Salvación que se contempla. Han visto pasar los años en los mismos ojos que lloran en la madrugada cuando tienen el atrevimiento de buscar los ojos del Todopoderoso, en una cita puntual que se renueva cada primavera, son conscientes de las penas que van regando el viejo monte de claveles que soportan el gran dolor, toda la amargura que se resana cuando se rozan con su talón, como los primeros viernes de cada mes los labios se posan en el sustento poderoso, en el punto donde confluyen la fuerza, la emoción y el sentimiento, el peso de los siglos en forma de cruz.
Tienen la suerte de ver el rostro de Dios desde ángulos que le es prohibido al común de los mortales. Ni a los más viejos que forman en filas, ni al capataz que le guía por las calles. Rafael y Guillermo son guardianes de los secretos del Señor, fieles fedatarios del misterio que acoge siempre y nunca repele ni rechaza. Dan agua para que la zancada majestuosa del Señor siga departiendo la misericordia, derrochando las concesiones que sólo su Gran Poder puede ofertar.
            Es su gran suerte y son embajada permanente de su mensaje salvífico. Pero los fríos de la noche, la ruptura de los velos del templo de la ciudad, tanta entrega, tanto celo para con los prójimos provocan una sed inmensa en ellos, una necesidad incapaz de saciarse si no es acudiendo a la mismas fuente de la que tomaron sus aguas, esas que son capaz de darle al alma la irremisible paz, la inmensa satisfacción que tiene la misma procedencia divina. Y apenas el Señor descansa sobre el mármol que lo acoge, que es arropado por los muros de su basílica, y la primera luz de la mañana comienza a deshacer el rocío, allá en las huertas que florean a extramuros, entonan el primer salmo para la nueva misión, echan sobre su espalda la humedad de la vasija e inician el recorrido que les acercará al otro extremo de la emoción. El andar presuroso denota su ansiedad por el encuentro, acortan los caminos, rompen barreras y engañan al cansancio. Y apenas comienza el sol a buscar el imposible idilio con la mejor y más excelsa creación de Dios, La que todo lo todo lo puede, la eterna sembradora de bondad, La que es capaz de henchir los corazones y vaciar las almas de penas, la Madre de Dios caminando entre nosotros, ellos se apostan en los laterales de su paso de palio para calmar la sed terrenal de quienes poseen en el mejor de los privilegios, de los mejores hijos de la Esperanza.

miércoles, 28 de marzo de 2012

El amor frente al amor queda


            Venía la tarde preñada de emociones, con la inquietud manifiesta del alcance de  los deseos, con la premisa celeridad de aferrarse a la intemporalidad y forjar en el aire los arabescos y taraceas de una reja figurada donde entronizar el geranio y su nobleza. Pasaban las horas con la misma prontitud con la que el aire recitaba el poema de su efímera gloria, la canción que enarbola cuando se plasma el silencio y toda su rotunda contundencia se desploma sobre la espera, el discurso de lo oculto que se materializa cuando la soledad se presenta y solo el susurro tímido, cadencioso y lento del paso del tiempo va perforando el plomizo ambiente que lo rodea.
            Una mirada que escruta el horizonte, una sombra que no pasa, que va acortando su figura conforme declina la tarde, que permanece inmóvil esperando la llegada de la sonrisa soñada, de la mirada añorada que descubre relumbres mientras las horas transcurren y las sombras se adueñan de las esquinas y plazas, de los rincones del alma donde placen los amores, donde riela la plata de una luna nueva que embellece y siempre aclara, los primores del candor, de la mejilla sonrosada por las palabras que estallan en los filos del primor de unos labios encarnados, de unas mejillas que amenazan con romper los esquemas de la inquietud si no alcanza el propósito de otros labios.
            Hubo un revuelo de sueños, un alboroto de emociones precipitando un encuentro, la ruptura de la monotonía de la perseverante espera, la quiebra por un instante del idilio y la quimera. El clamor de unos timbales rompiendo el dolor de las ausencias. Dobló la esquina una espigada silueta. Le seguía, como a un Moisés transportado a nuestro tiempo, un rosario de pequeñas transparencias, que jugaban con el aire, que engañaban su presencia ondeando en las alturas el blasón de la querencia heredada y transmitida por la misma sangre en otras venas, los ancestros recorriendo el sendero del barrio donde vivieron, donde penaron y amaron, donde soñaron y murieron, que escondían su apariencia en la trémula oscilación incandescente que recuerdan el principio y el final, breves luminiscencias que  inscribían en la cal de las fachadas la memoria de los siglos, las vivencias de los hombres que alertaron los silencios, que guardaron los requiebros pintureros y los tornaron en rezos, que abrieron sus corazones al amor y a la obediencia, a la entrega sin reparos que procura la inocencia de la buena voluntad que reside y se acomoda en la conciencia, en saberse agraciados por la fe.
            Aquella aparición inesperada, Miguel de Mañara improvisado y no querido, alertado del mundano repertorio de yerros cometidos, advertencia de los hechos ignorados, exhortación de egoísmos y desvelos por frívolos sentimientos, aquella comitiva transitando frente a él, aquella hermosa sorpresa del destino, vino a despertarle sus sentidos. Transportado a las gradas del olvido, donde habitan y se emparejan la locura y el cariño, la demencia y el juicio la visión trastornada por lo visto, sintió alterar sus sentidos y encontró en la dulzura de aquellos ojos dormidos la serenidad necesaria para sosegar su destino, para encauzar su existencia y virar en su paciencia la comprensión del amor.
            Asomándose al precipicio del alma, donde el vértigo se convierte en júbilo desmedido, donde la pena no tiene cabida ni sentido, donde los miedos son vencidos por la fuerza del cariño, experimentó el ser la contundencia de la alegría. Aferrado a luz del alborozo vio taladrado sus sentidos, cuando el Cristo gritó desde el árbol de la Cruz el mensaje del Amor. Prendido por la emoción, rendido por la gracia concedida de poder contemplar al mismo Dios dormido, pensó que ser soñado en el sueño del Divino Redentor, es el premio del Amor al ser amado.
            Pasó el Cristo que va inerme por Amor y la vista quebró la distancia. Unos ojos lo observan, una sonrisa voló de un lado al otro de la calle. Se consumó la ensoñación y la espera obtuvo la recompensa. Cuando traspasó el umbral de su casa, en la primera hora vespertina, ignoraba que la tarde vendría preñada de sorpresas.

martes, 27 de marzo de 2012

¿Hay algo más hermoso que Sevilla en primavera?


            Siempre llegan de improviso como aquellos recuerdos que vienen precipitadamente para alterar los sentidos, para desentrañar las emociones que, aún buceando en las profundidades del alma, creíamos perdidos. Pero son como clarines que anuncian las alegrías y destrozan los pérfidos presagios de la tristeza. Son como sonrisas abiertas al candor de una promesa, la buena nueva del roce de unas manos juveniles que eriza la candidez hasta provocar una convulsión de euforia porque presentimos la premeditación del acto.
            Se muestran como nigrománticos especímenes que brotan desde las entrañas de la tierra y aparecen en las andanas verdes de esos cosos de la verdad, que se iteran en hileras, que ordenan los sentires y regulan la emoción, en esa línea que aromatiza la nostalgia aunque mantenemos la certeza y la conciencia de deleitarnos con el presente, esas plazas donde se lidia el tiempo, donde se combate la amargura y el gozo se agita hasta remover las entrañas y convocar al ánima que nos enseña el rigor de la caricia, que desvela la sensación que se parapeta en la timidez y en la inocencia, esos valores que residen en las primeras épocas de la juventud y que afloran y manan con exquisitez cuando se riegan sus campos con el agua del amor.
            Aparecen súbitamente, de un día para otro, y danzan sus volátiles siluetas al arrullo de la primera brisa de la mañana, esa que guarda el secreto de su idilio con la luz del amanecer, acicalando el ámbito, dotándolo de hermosura, mariposeando entre la verde floresta que les rodea hasta conformar un espacio donde toda su pequeñez, toda su diminuta figura, se agiganta hasta tergiversar la visión, hasta engañar la mirada que soslayo se ha vuelto ante el clamor de su aroma.
            No  son  más que minúsculos suspiros que abaten el dolor, bálsamos que curan y cicatrizan la tristeza, que pugnan con estos males del espíritu para disociarlos de la pesadumbre, para filtrar y desarraigar la aflicción que se ampara en las trincheras del corazón cuando nos retrotrae a las tardes del inicio de la primavera, aquellas en las que salíamos despreocupados al encuentro de las emociones, a embriagarnos de la incuria por las inutilidades, esas que hoy se empecinan en asediarnos el alma, en convertir lo excepcional en cotidiano cuando lo maravilloso y hermoso viene anclado en el recuerdo de una mirada perdida, y a derrochar esa edad que nos sobraba, ese tiempo que creíamos inagotable porque nos hacía feliz, y el elixir que se nos fue diluyendo entre los dedos, disolviéndose y penetrando por los poros de nuestra piel, cuando no inoculándonos el sentimiento, nuevo y poderoso, del primer amor.
            Llegan arrasando los sentidos, contagiándonos de su atracción, confundiendo la razón, menoscabando el poder de nuestra mente hasta ridiculizar el ego que asomaba por los ventanales del conocimiento; no son como aquellos mentores que perseguían a los emperadores romanos para recordarles su naturaleza y origen, la condición terrenal que nos ancla al lodoso fondo del linaje humano, sino que nos transportan al estadio místico donde nos dejamos seducir por la aspiración del alcance de la felicidad, por el sueño de compartir el instante, la claridad albea de la primicia al contemplar la primera luz del día, esa que destiñe la negritud del firmamento para convertirlo en el espejo celeste donde yacen las aguas de los mares, el caudal de los ríos y hasta el ronroneo de la fuente del jardín que ensoñara a Juan Ramón Jiménez.
Esta insignificancia albea, este minúsculo doncel acorazado de los pétalos abiertos y los sépalos contraídos, donde se estigmatizan sus fragancias, esta pequeñez que se muestra estrellada al borde mismo de la rama, precursor del fruto que manará del naranjo apenas comiencen a declinar las tardes y sus luces malvas nos adviertan de la oclusión del tiempo en las eras del otoño, que nos tiene en vilo cuando se ausenta o demora su cita con la primera hora de la primavera, es la imagen del preludio de la gran convocatoria emocional, del tiempo vencido por el tiempo que regresa para arañarnos la nostalgia y convertirnos en prisioneros de felicidad. Estos brotes de azahar nos recitan el verso que en el aire expira, ¡¿hay algo más hermoso que Sevilla en primavera?!

lunes, 26 de marzo de 2012

Así que pasen las palabras


            En la mañana del domingo de pasión, como cada año, volvió a repetirse el rito en el que la palabra se convierte en heraldo de los acontecimientos que sucederán así que pasen siete días. Es la solemnidad de las emociones la que se adueña del espacio, la que va perforando el alma para trasladarnos al infinito universo donde permanecen las emociones más sinceras, donde subyacen aletargadas las vivencias esperando el momento preciso para izarse, asaltarnos y vencernos en nuestras. Es un hito que renueva la ilusión, que nos trae la nostalgia por lo que no hemos vivido aún, una paradoja solo posible en esta ciudad, una rareza sentimental, sin parangón alguno, que en ningún otro lugar del mundo se da. ¿Cómo se puede mantener y sostener añoranza sobre el tiempo que ha de venir? ¿Cómo llorar las presencias que todavía no se han materializado, que no han tomado cuerpo más que en la febril imaginación del sevillano? ¿Es acaso esta locura la concreción de la inmaterialidad, la substancia que nos reafirma en la sinrazón del juicio, de la razón de la relatividad?
            La palabra, siempre la palabra, que nos enfrenta a la realidad, que hace posible la materialización de la fantasía y que reafirma los mayores propósitos de Dios para la salvación del hombre. Es la belleza de la expresión, la realeza de su pronunciación que nos enajena las emociones y las convierte en sensaciones físicas, que nos seducen por la hermosura que proyectan y nos retraen a la cognición, al principio del mensaje sobre la idoneidad de la deidad como fin para alcanzar la bondad.
            Ayer se dio el aldabonazo, la primera llamada que entreabre el portón de la alegría, de las sensaciones que comienzan a desplazarse para anegar de luz el tiempo del principio aunque empiece a confundirse con el fin. Ayer se cumplió el rito de la palabra, el vínculo del Verbo con la ciudad. Ayer se abrieron los cielos que muestran el tapiz inmaculado y puro de las esencias que nos fueron predestinadas desde el origen, desde el mismo inicio de los tiempos, la sofisticación de la memoria que nos anticipa el tiempo que hemos de vivir porque reside en ella otra época que nos solivianta el alma. Hasta allí, hasta los mismos confines del alma nos transportó el bello texto que se pronunció como anuncio de la dicha, de la ventura que correrá presurosa por las venas de la ciudad hasta exaltar las emociones, hasta reinventar las vivencias que tienen sede en nuestro ser, que son como parte de nosotros,, como entes autónomos que recuperan el aliento y toman vida momentáneamente para aclamar el ánimo y hacernos vibrar hasta la última música que huya por la flecha mudéjar que apunta al cenit celeste como hito que se aventura en proclamar la Resurrección.
            Así, introvertidos en las secuencias que nos fueron presentadas, llegará a nosotros el día. El sol abatirá la penumbras y poblará de resplandores lo sacrosantos retablos que se nos mostrarán públicamente, enunciación popular de la proclamación de la Palabra, de la protestación pública de la fe que recorrerá el aire de la ciudad advirtiendo que no hay mayor dicha, ni mejor ventura, ni contento más excepcional, que esta promesa de la ausencia de la tristeza, del apartar el dolor para dar paso a la exultación y al júbilo, para acrecentar la convivencia y demostrar la grandeza espiritual que subyace en la contemplación del Cristo del Amor o en la inquietud mística que se descubre en el perímetro de ese triángulo amoroso que conforman las lágrimas surcando las mejillas de la Virgen del Valle.
            Ayer un hombre, un cristiano que se vincula con Dios mediante la conversación con las Imágenes Titulares de su Hermandad, que es capaz de reconocer las grandezas del Espíritu Santo en el rostro aniñado de la Virgen de Guadalupe, un sevillano que es fiel reflejo de identificación del resto de sus conciudadanos, nos arrancó de la nostalgia para incrustarnos en el ansia de estos días para que expiren y nos precipiten al edén de los días grandes.
            Así que pasen siete días, con el eco de las palabras del pregón, con la satisfacción por haber oído este prefacio literario de Ignacio Pérez Franco, una zapatillas volverán a resonar en la madera de la una rampa que retiene las vivencias y los recuerdos de pequeños zapatos de charol y las voces menudas gritando a la rosa de los vientos de Sevilla que habrá comenzado su Semana Santa.

viernes, 23 de marzo de 2012

Una anécdota de Semana Santa


            Fue en una noche de primavera, cuando en el cielo se va conformando el preámbulo luminoso para mantenernos en vilo el espíritu. Habíamos acudido, con el ansia al descubierto, con la necesidad de encontrarnos con el prodigio. Uno nunca sabe cómo se aparecerá, ni cómo se presentará ante nosotros. Es un deambular por los senderos por los que transita la sorpresa, intentar alcanza es el propósito principal, porque sabemos cuán huidiza es, cuanto gusta flirtear con la rutina hasta seducirla y transformarla en inigualable, cómo le gusta embelesar al tiempo con sus veleidades, con sus caprichosos menesteres. Por eso huíamos de los lugares inhóspitos, de los habituales donde se aglomeraba el gentío. ¡Qué difícil era desadiestrar la razón, la cotidianidad de las costumbres, desasirnos de los hábitos que adquirimos con el transcurso del tiempo! Queríamos apartarnos del ámbito sobrecogedor, acercarnos a lo rutinario, buscar el envilecimiento de la tradición. Sólo Núñez de Herrera fue capaz de conseguirlo, de traspasar la visión gloriosa para glorificar lo cotidiano, lo usual mostrarlo como extraordinario. Sólo tenía que apartarse del ombligismo narcisista y exhortar al impulso ebrio de las sensaciones a mostrarse. Hurgar en la tradición para decapar los primeros estratos y holgar de los pensamientos.
            Fue una noche de alientos contenidos, de sensaciones que querían concentrar la atención en la extensa y precisa devoción que se presentaba a la contemplación, a la mirada piadosa que de soslayo no deja de otear las protuberancias de una joven que distraída en la visión tal vez nueva para ella, de ahí su ensimismamiento, al rezo bisbiseado que aletea sobre los hombros de este pueblo que precisa de sus Imágenes para poder concentrarse, para atraer el mandamiento teológico que representa cada misterio que procesiona. El misticismo de elevaba con la premeditada oscuridad de la calle, donde las farolas habían sido apagadas y solo la luz de los cirios sostenidos sobre el cuadril procuraban una luminotecnia siniestra. Apartada la luz confiere al espacio una sensación decimonónica. El recogimiento de nuestros ancestros se mostraba con aire de nostalgias. Al final de la calle aparecía la Virgen, íntima y bellamente presentada, como la doncella de los salmos, como los anuncios que los grandes profetas preconizaran, sobre el ascua de luz de bella candelería que le profería una apariencia decimonónica, tal vez premeditada esta presentación. Toda la majestuosidad de su palio embelesando a los escasos devotos que nos apostábamos en las orillas de la vía, toda la musicalidad para Ella concebida, enalteciendo los espíritus, todo el aroma de los naranjos, recién nevados de la flor que los hace regios acompañantes de las esperas, dulcificando el ambiente, todo el misticismo popular manifestándose en la emoción incontenida de una voz que recita la oración aprendida y heredada. La voz del capataz llegaba con la nitidez de la proximidad. Las órdenes concisas eran obedecidas por la cuadrilla, que se esforzaba por dotar de brillantez el caminar de la Santísima Virgen, el esfuerzo convertido en rezo. El paso se arrió, para contento y regocijo de los que nos encontrábamos más próximos, y levemente se posó sobre el de adoquines. Una pausa en el tiempo, un receso en la continuidad del espacio, porque el firmamento venía a presentarse, con toda su extraordinaria brillantez, a nosotros. Sonó tres veces el martillo, la plata que quiebra el silencio para avisar, para desposeer al descanso de su quietud. Se adivina un movimiento bajo las trabajaderas porque la tersura del terciopelo de los faldones ha temblado, se ha rebelado contra la inercia cuando se han acomodado los costales a la madera de la trabajadera. Vuelve la voz ronca a solicitar la atención de los valientes. La mano sostiene el argénteo aldabón en vilo. De pronto el horror que se presenta en forma de error, en el pretensioso gesto del capataz que quiere jactarse de su pinturera importancia, el llamador que cae de improviso, el caos se hace dueño de la uniformidad en el empuje, el paso que se eleva esperpénticamente, lo místico derrotado por la rotundidad de la aseveración, de la voz que traspasa aquel castillo de murallas aterciopeladas que les protege del mundo y que se muestra incapaz de contener el exabrupto que aparejaba la indignación del costalero: “Un mojón pa nosotros”.

jueves, 22 de marzo de 2012

¿Costaleros Hermanos?


            No entiendo sinceramente la actitud de algunos grupos de hermanos que conforman colectivos en las hermandades, que además por lo general suelen ser los más numerosos. En torno a las devociones se han ido aglutinando una serie de personajes que han configurado nuevos espectros en el panorama cofradiero, unos estadios distorsionados del verdadero sentir, de tal forma que se han tergiversado algunos de los términos principales que nacieron de los sentimientos y la sentimentalidad, en el apego y el respeto a los Sagrados Titulares.
            Algunos precursores de las llamadas entonces cuadrillas de hermanos costaleros sufrieron incomprensión y lucharon con denuedo para poder reunir el número necesario con el que completar, al menos, las diferentes trabajaderas del paso. Sé de algunos, que listado en mano de los más jóvenes de los Hermanos, fueron visitando los domicilios particulares para exponer y solicitar la inclusión en la cuadrilla de costaleros que la susodicha Hermandad iba a conformar. En algunos hogares fueron despedidos con cajas destempladas por aquel atrevimiento de intentar envilecer la  condición de los niños o, como fue en mi caso, ultrajar la secular tradición de vestir el hábito nazareno, en la Madrugada del Viernes Santo. Tal vez, esta respuesta de mi madre venía condicionada, por los sacrificios que había realizado aquel año para poder realizar mi nueva túnica, el ropón penitencial que estrenaría durante la estación de penitencia, y mi escasa insistencia apoyando al emisario de la juventud macarena se derrumbó vencida por la ilusión del rutilante estreno. Aquella túnica sirvió luego para que mi hija la portara en la primera madrugada en la que las mujeres formaron en filas nazarenas de nuestra Hermandad.
            Aquellos románticos esfuerzos tuvieron su fruto y un grupo de jóvenes fueron portando a sus Sagradas Imágenes. Eran aquellos históricos momentos donde el cansancio se vencía con la ilusión desmedida, donde el esfuerzo mecánico y físico se suplía con una tremenda alegría. Cada cual soportaba el peso que le correspondía, apretando los dientes y encomendándose al Señor o la Virgen de sus amores y si acaso algún compañero mostraba flaqueza en el menester, se le ayudaba en el duro tránsito. Bajo las trabajaderas nacieron amistades sinceras, que aún permanecen enhiestas, descubrimos que el esfuerzo común aunaba los sentimientos, que el resentimiento no tenía cobijo bajo los faldones que igualaban las condiciones sociales, pues lo mismo un costero era auxiliado por su fiador que pertenecía a la aristocracia, o un médico pasaba la mano por detrás de un estudiante, todos aprendíamos de todos, y descubrimos el verdadero sentido del término Hermandad y hasta para algunos fue la tabla de salvación a la que se aferraron para cambiar sus destinos.
            Por eso me cuesta comprender algunas situaciones actuales. Algunos han implantado la distinción entre compañeros, porque ello le facilita algún interés o proyección en el seno de la Hermandad, hay falta de humildad y sencillez, cualidades que han sido rendidas en demérito de aquella primera fraternidad. El ámbito de relación se concentra en la proximidad y la mayoría se desconocen. La casi profesionalización de las cuadrillas ha traído parejo un nuevo fenómeno cofrade, un enjambre que sólo se solidariza cuando hay que reunir votos o mostrar la disconformidad a la Junta de Gobierno de turno, en muchos de estos casos manipulados por gente extraña al mundo del costal que utiliza sus contactos para derrocar el poder establecido o para instaurar un nuevo orden, que normalmente nunca es nuevo.
            Las cuadrillas de hermanos costaleros han de estar al servicio de la Hermandad, de las necesidades perentorias que aglutina su vida interior y participar de ella con abnegación. No comprendo aquellos que han instrumentalizado el sentimiento para desvirtuar el origen devocional y convertir la estación de penitencia en algo carente de espiritualidad, en una afición poco menos que deportiva. Han guionado unos baremos de comportamiento, aptitudes y actitudes y fuera de ellos, quien no los entienda y comparta así, es un proscrito, un elemento cuando menos raro.
            La ausencia de gran parte de la cuadrilla de costaleros de la Hermandad de la Soledad de San Lorenzo durante un ensayo –no sé sí premeditada o fortuita tras una escalada de casualidades- no es más que la corroboración y la manifestación del cambio sustancial que venimos experimentando en los últimos años donde se han establecido poderes que pueden tergiversar el verdadero y único sentido que tiene ser hermano costalero. Si no habrá que buscar una denominación menos sentimental a quienes se dedican a portar pasos, o reclamar alternativas que los desvinculen devocionalmente. Y no pasa nada.

miércoles, 21 de marzo de 2012

El Gran Poder de sus ojos


            Si alguna vez has cruzado los límites de las sombras para inmiscuirte en la gloria de la luz es porque habrás transitado por la plaza de San Lorenzo y has escrutado, apartando el esterón que sirve de celosía conventual, en la estancia donde habita el que todo lo puede para buscar la tiniebla de sus ojos, esa vista henchida de fuerza que procura temblores en el alma si acaso somos capaces de mantenérsela durante unos segundos. Son los ojos que advierten de la pesadumbre y de la renuncia, que avisan del poder sobrecogedor al que todo hombre quiere a ferrarse para huir de las miserias mundanas, para obviar las secuencias de las falsedades y las maledicencias. Son los ojos que anuncian la grandeza que se oculta en la razón y que revelan la nueva dicha, la alegría que procuran en la cándida observancia de aquella mujer que se te ha adelantado, que te ha apartado y ha corrido hasta sus mismas plantas, porque lleva una urgencia que ignoramos, que intuimos, y que sabe que resolverá apenas alce su rostro.
            Si alguna vez percibes que has sido poseído por el deseo extraordinario de glorificar tus días, de dar gracias por cuanto se presenta ante ti, de gratificar el espíritu con el bálsamo de la oración, es porque has pisado el mármol que sostiene el eso de los pasos de las generaciones, de los hombre y mujeres que también discurrieron por el mismo camino, con la misma ansiedad que sientes en tí ahora, por el sendero que nunca aprecias y pasa desapercibido porque vas inmiscuido en el anhelo del encuentro, en la precariedad de la pequeñez del ser que sabe que se va encontrar con Él, y que ya la vanidad humana, la presunción y el engreimiento serán arrancados por la tiniebla de la luz, limpiando los pensamientos y agrupando los parabienes por los ojos que te han escrutado y te han vuelto administrar el sacramento de la humildad, la comunión con el Hijo del Padre, una metástasis que viene a descomponer los males para imponer la Verdad que creías ausente.
            Si alguna vez has sentido la necesidad de reencontrarte con la memoria, con la recuperación del tiempo en el que eras guiado e instruido en el entendimiento de la vida, en la grandeza de la existencia a través de Dios, de recuperar el tacto de aquellas manos curtidas, que se asían a las tuyas hasta fundirse en una sóla, que temblaban al persignarse y que transmitían la emoción hasta hacer parpadear tus sentimientos, es porque te has visto engullido por el rostro que esconde el mejor de los candores en su crudeza, que desarbola el tiempo cuando sus grisáceos ojos te formulan la pregunta sobre tu presencia, cuando confrontas la dulzura que se rebela bajo el martirio de su tez y eras incapaz de comprender que la lágrima que rueda por tu mejilla no son más que las palabras de amor que acaba de pronunciar y que han mortificado este instante porque han abierto las llagas de la culpabilidad que creías cicatrizadas y que todavía supuran porque has venido a oír palabras del consuelo que eres incapaz de cruzar con tus hermanos, porque has venido a obtener perdón y te has encontrado con la recriminación por ignorar las súplicas de quienes creías te habían ofendido, porque venías vencido por el vacío y te has visto desbordado por la verdad que exhalan, hasta deslumbrar, de los ojos grises que todo lo ven, que todo auscultan.
            Si alguna vez te ves atravesado por un halo de misterioso júbilo es porque acabas de abandonar la casa donde reside el Hombre que siendo Dios tomó una cruz y la cargó sin dudas, el Hombre que siendo Dios no mantuvo ningún titubeo en cambiar su vida por hacer mejor la tuya, el Hombre que siendo Dios enarboló la enseña de la humildad para proveer a sus hermanos de una existencia cimentada en la bondad y en el amor, el Hombre que siendo Dios ninguneó los poderes humanos y elevó salmos y alabanzas a la verdadera grandeza del Padre.
            Si alguna vez te vistes en la necesidad de entrar en su casa, aún habiéndolo negado tres veces, porque llevabas el rostro estigmatizado y compungido por la pena y saliste radiante y sonriente es porque encontraste tu sanación en aquellos ojos grises y supiste mantener, en la intemporalidad inmensa que se retiene en un segundo, la mirada al Señor del Gran Poder.

martes, 20 de marzo de 2012

Los nuevos vándalos


En la inmensidad de la locura, en ese espacio donde la razón ha huido para desasirse de las monstruosidades que  se empeña el género humano por generar, prevalece una isla que siempre mantiene izada la bandera de la bondad. Sé, de buena tinta, que estos locos que se han construido un mundo para ser habitado por ellos mismo, donde restringen la entrada a los prevaricadores de la verdad, para mantener la ingenuidad como premisa de sus comportamientos, son incapaces de efectuar los desmanes que ejecutan, en contra de sus propios intereses, los vándalos que nos asolan con sus comportamientos y devastan el patrimonio cultural y social de la ciudad con sus “heroicas y valerosas” acciones.
            Son tan intrépidos y menesterosos estos nuevos atilas de la sociedad que ejecutan sus acciones al amparo de la oscuridad, con alevosía y nocturnidad, evocando a los bárbaros que se jactaban de haber destruido Roma mientras caminaban por los escombros y ruinas de los principales edificios, enarbolando como trofeos de caza, como reconocimiento a tan grande mérito, las piezas destrozadas de hermosas escultura, de magníficos mosaícos o los ajados y trillados lienzos de los mejores pintores.
            Son tan valientes estas nuevas generaciones de bárbaros, tan menesterosas en sus acciones que las centran sobre los más nobles edificios, mancillando los muros centenarios de las iglesias o denigrando los viejos caseríos con sus lustrosas y artísticas pintadas, que ya podían hacerlas en el salón de sus viviendas y así sus padres verían a los artistas que tienen en sus casas y a lo mejor ellos sin tener constancia de ello, de los virtuosos pinceles que pueden sacarlos de pobres.
            No les importa destruir el valor ancestral de los monumentos, ni destrozar la maravillosa arquitectura civil que nos legaron nuestros antepasados, ni ultrajar la memoria de sus abuelos porque carecen de los básicos valores de coexistencia mínimos que requiere y exige la sociedad, porque son tan viles en sus maneras de entender la convivencia que se dejan seducir por los modos salvajes. Y ahora vendrán algunos psicólogos, y perdón por los que son amigos míos, a decirnos que son unos inadaptados, que los hemos excluidos de nuestros ámbitos de vida porque no hemos llegado a comprender los comportamientos aparejados a sus hábitos y por eso muestran esta agresividad con lo material, para llamar nuestra atención, que seamos comprensivos por sus actos e intentemos atraerlos a nuestro lado… y un mojón para los humanos. Aquí lo que hace falta es castigar duramente a quienes sólo se preocupan de destrozar lo que tanto trabajo y dinero cuesta. Intentar motivar a la sociedad con explicaciones técnicas y soluciones en las que el perjudicado encima tiene que verse abocado a la aceptación de un dictamen freudiano, es como querer que los pingüinos trasladen sus hábitos de vida al trópico.
            Los vándalos que han arrasado el portento arquitectónico del parque de María Luisa, donde se situaba –y la conjugación verbal que utilizo es la correcta- la plazoleta dedicada al Bachiller de Osuna, Francisco Rodríguez Marín, uno de los grandes estudiosos cervantistas de nuestra literatura, ubicado en la plaza de América, frente al Pabellón Real –cualquier lo demuelen para pasar una tarde de asueto o calmar sus frustraciones, sin que nadie competente haga nada-, es la demostración de la inutilidad de las actuaciones banales que se acometen contra ellos. Unos energúmenos que quedarán impunes, si los logran apresar, y que serán castigados con una mención jurídica sobre una falta. Total si lo que hacen es lo aprendieron, la educación que recibieron en sus hogares, donde se les aplica el tratamiento freudiano que culpabiliza a la sociedad de cuantos males realizan, unos angelitos incomprendidos. Una vergüenza que dejemos que estos nuevos vándalos puedan denigrar el paisaje urbano de forma tan lamentable. Realizar esta “hazaña” requiere de dos cosas: la primera de herramientas, lo que presupone premeditación y alevosía y lo segundo ser unos hijos de puta.

lunes, 19 de marzo de 2012

El gozo y el tiempo


            Éramos como los cachorros recién descubriendo la libertad, ansiosos por acaparar conocimientos, enredados en una malla de sentimientos que trastornaban nuestros sentidos cuando descubríamos los parajes y paisajes que antes nos llegaban en la transmisión de la palabra, por aquella delación de la tradición oral que legaban nuestros ancestros pero que hasta aquel preciso instante en el que se aparecía ante nosotros, de improviso y sin aviso, el relucir dorado de una cruz de guía perforando el aire con el ariete de sus ángulos, rasgando el velo de la densidad aromática que se tejía para la eventualidad del instante y proveniente de una hilera de naranjos que guiaban nuestros pasos a San Vicente, manteníamos el concepto de belleza en la teoría de la suposición; hasta que no nos enfrentamos al majestuoso caminar de un paso de misterio no mantuvimos la preclara certeza de sabernos beneficiados por la herencia que recibíamos, que deberíamos preservar de las inclemencias de la indiferencia, de los ataques de la intolerancia o la ignorancia.
            Asaltábamos las calles apenas el día comenzaba a menguar y el sol iba desplazándose de su orto natural buscando las lindes del horizonte -esas fronteras que donde reposan los sueños para introducirse en nosotros, reptando por las laderas de las prominencias del Aljarafe a  modo de sinfonía sonora de una marcha o del silencio profanado por el crujir de las trabajaderas al paso de la nave que surca las estrecheces de una calle- cuando el telar del firmamento se tiñe de negro para que refulgen los azogues de los luceros y se enaltezca la ilusión que se erige con la tramoya del mejor escenario para la recreación de la pasión, muerte y resurrección de nuestro Señor Jesucristo. No teníamos ningún miedo al cansancio, ni nos abatíamos ante el transcurso de las horas que litigiaban con el aguante muscular que se tonificaba y nutría con la avidez, hasta regenerar sus ínfimas moléculas, por escuchar la saeta en el balcón de siempre o un clamor de cornetas y tambores por la confidencia del amigo que tocaba en la banda, situaciones que solían dotarnos de un nuevo vigor; no manteníamos más que ilusión por desembarcar nuestras ansias en las orillas del ensueño, por desempolvar la alegría que se mantenía enclaustrada en las entrañas del alma hasta que contemplábamos aquel nazareno, de azul y plata, que caminaba presuroso por la acera que la conducía  a la puerta de acceso de San Julián.
            Siempre había un motivo para que nos embargara la emoción. Siempre encontrábamos una ocasión para reinventar nuestras historias, para promulgar la imperiosa necesidad de manifestar la alegría con la locuacidad de unos ojos abiertos, absortos a la contemplación del paso de misterio que siempre iba de frente por más que la atronadora música se obstinara en anidar en las espadañas de los conventos cercanos, en buscar la aliada complacencia del fundido de las campanas de la pequeña capilla que asoma sus blancuras a la plaza de los Carros, tal vez porque ya adivinaba que un ascua de luz, capaz de dotar de vida a todo el portento del diseño juanmanuelino, vendría a descubrirnos los matices de las piezas bordadas sobresaliendo de los límites cromáticos de los lienzos aterciopelados, de  las figuras que surgían del telar oscuro para asomarse y vislumbrar el asombro de otros ojos fascinados en su contemplación.
            Éramos el anuncio de la presencia inmediata, los heraldos que confirmaban la llegada del Señor, envuelto en una nube de incienso, o de la Virgen que traía todo el dolor de la Madre destrozada reflejado en el rostro. Éramos los que siempre estábamos en el lugar, en el espacio donde coincidíamos con otros grupos que soñaban como nosotros, en retener la maravillosa visión, el momento idílico, en la retina de la memoria, y que tal vez, en este mismo y preciso instante, venga vencido por la nostalgia e intente recuperar el cansancio de un sábado santo, cuando la grisácea desesperación se presentaba para vencernos y hundirnos, en el atrio repleto de naranjos de María Auxiliadora, en la decepción, ignorando que el transcurso del tiempo vendría a imponernos otros modos, otras formas, otros instantes y hasta otros amigos para contemplar los piadosos días de la Semana Santa.

viernes, 16 de marzo de 2012

La postal de semana santa


Eran nuestros primeros indicios por alcanzar la gloria que se resume en siete días. La intención de retenerla materialmente, de manosearla hasta decolorar su originalidad cromática, de aventurarnos a descubrir matices que a pie de calle nos era imposible apreciar, adquirir el detalle para después perpetuarlo en la memoria. Eran pequeños ex libris que buscábamos en los viejos expositores de las papelerías, en las vitrinas de aquellas tiendas de suvenir que poblaban las principales arterias de la ciudad y que los turistas llenaban de colorido en busca del recuerdo que llevarse a sus gélidas tierras. Eran la inicial atracción en aquellas solariegas mañanas de domingos de invierno cuando tras la misa matinal, en el convento de los Capuchinos, nos reuníamos en su patio, en una cita concertada con antelación semanal, y salíamos a la caz y captura de las postales con motivos de la Semana Santa.
Aquellas fotografías eran nuestra conexión con el tiempo de la ilusión. En ellas se recogían las emociones plásticas y artísticas que dejábamos atrás prendidos en la contemplación de aquellos majestuosos misterios, absortos ante aquellas mayestáticas representaciones de la pasión del Señor, y a los que salíamos al encuentro en nuestras primeras tardes sin el acompañamiento paterno, para recortarle tiempo al tiempo, para perder ninguna cofradía y experimentar, en carne propia, aquellas emociones que nos transmitieron y que habían quedado prendidas en la memoria, aquellas experiencias que necesitábamos reconvertirlas para comprobar la veracidad de cuanto nos inculcaron, de cuanto bueno nos hicieron llegar, de cuanto nos prometieron para culminar la felicidad y concluir que nuestra posesión más preciada se guarda en el alma.
Eran las postales que recogían la salida de los pasos por la puerta de los Palos de la Catedral nuestros vínculos con la memoria durante el resto del año. Las acuartelábamos en un caja de cartón, en el recinto que servía para recaudar la nostalgia y que cuando la destapábamos aparecía ante nosotros un cosmos que descorría las cortinas de la fantasía y parecía que ascendía una columna de incienso, como anunciándonos la proximidad de unos varales, y hasta nos figurábamos que los sones de la marcha Ione colmaban los espacios íntimos donde nos retraíamos para gozar de nuestra añoranza, de las reminiscencias de una tarde de Martes Santo alzando la vista desde la barandilla de un puente por el que presentaban a Jesús, allá por San Benito, o buscábamos la serena belleza de la Virgen de la Esperanza en el atrio salesiano de la Trinidad, con la pesadumbre ya a cuestas porque era Sábado Santo y el mundo se venía encima.
Eran aquellas postales, tan brillantes y relucientes, las que nos sacaban de la marginalidad del tiempo y nos confortaban el espíritu hasta hacernos vibrar una tarde de agosto cuando abríamos el armario donde reposaban aquellos hábitos que habían guardado nuestros secretos, que habían sido cómplices y fieles guardianes de nuestras intenciones, de la fe que nos reunía en torno a Ella, y que nos resguardaban del frío de una amanecer por la Encarnación. Eran los oros de sus repujados que se nos presentaban motivos para discusión sobre el autor de los mismos; o las figuras enjutas, cariacontecidas, serias y trajeadas, que parecían posar intuyendo que quedarían inmortalizados, delante de los pasos y por los que sentíamos el mayor de los respetos pues eran los guardianes del acompasado caminar de nuestros pasos, prontuarios que se nos antojaban como colosos inaccesibles.
Eran mágicos elementos de capaces de transportarnos en el tiempo, de hacer volar nuestra imaginación hasta convencernos de esta magnífica transmutación de los espacios, de la recuperación de sensaciones que fuimos guardando cuando en la esquina, advertido el corazón por los sones de una marcha aparecía el Cristo del Buen Fin y se nos alegraba el semblante porque era el presagio de cuanto vendría, en muy pocas horas, a trastornas nuestras almas.
Eran aquellas postales nigrománticas las que nos hacía recuperar el tiempo y la emoción que creíamos haber dejado prendida en estrechez de Placentines cuando pasaba la Virgen de los Dolores, camino de San Vicente, a los sones de las marchas que interpretaba la banda de música de Tejera. Y todo ésto se presentaba ante nosotros con sólo acariciar una de aquellas postales que manteníamos guardada en la alacena donde esperaba, en alerta constante, la febril imaginación de un niño.

jueves, 15 de marzo de 2012

Antonio Ángel Franco, Capitán de los Armaos


General instruido en la academia de la vida donde adquirió los galones dorados del generalato macareno, de arrestos suficientes para el gobierno y mando de la mejor tropa, figura de añeja presencia romana que vislumbraba el éxito de sus batallas acariciando el vidrio que contenía los caldos que se crían en las solariegas bodegas del Aljarafe, tempus vitae que solo era superado por el grácil movimiento de sus manos en los límites de un barreño de loza acopiado de garbanzos en remojo, arcana efigie de emperador que acuñó su perfil en la moneda de la intemporalidad y que la fue cambiando conforme el espíritu de amor iba renovando la marcialidad de la tropa, soñador inapelable del deber y el compromiso adquirido por los voluntarios que forman legión en torno a al Hijo de la Esperanza, supremo mandatario, único hacerle estremecer el ser y con necesaria para hacerle doblegar la rodilla y bajar la altivez de su cabeza cuando le rendía cuentas y pleitesías en el mediodía del Viernes Santo.
Ideólogo de la nueva centuria macarena, innovador de la tradición y las estructuras sobre las que se fueron construyeron los pilares con los que sustentar la coherencia sobre el alistamiento en las huestes del amor al Señor de la Sentencia,  con la argamasa del sentimiento y el candor, con el compromiso de servirle con la mejor veneración, incansables en el ademán. Nada es posible sin la voluntad, sin aferrarse a las creencias, sin afianzar los comportamientos a las doctrinas, a la unción necesaria para pertenecer a las mesnadas que escoltan al bendito Sentenciado, sin esperar más soldada, más premio y recompensa el brillo de los ojos reflejados en la rodela, todo el esplendor del imperio macareno manifestándose en la sensación orgullosa de ser uno de los elegidos.
Turbó a quienes pensaban que la presunción y la vanidad estaba por encima de la servidumbre y a la difusión de la gran verdad que se recoge la apertura de los labios más hermosos del orbe, siempre dispuestos a exhalar un hálito de Esperanza, un aliento que procura el suficiente oxígeno para continuar la lucha, expandir e imponer el imperio de los hijos de Esperanza. No rehuyó la lucha cuando fue designado, no eludió la responsabilidad que ponían en sus manos porque se había curtido en los campos de batallas que enfrentaban a los hombres cara a cara, sin remilgos, sin desprecios pero empuñando verdades que abatían a los incrédulos, ni necesitó aduladores ni charlatanes a la espalda para recordarle que era un hombre porque su alma estaba impregnada de humanidad y no de deidad, porque era consciente de que el único que otorgaba parabienes y colmaba de salud y sabiduría fue juzgado vilmente en un tribunal hacía dos mil años.
Ahora ha tomado el sendero que lleva a la hacienda donde reposan los bravos guerreros del amor tras las cruentas batallas que se disputaban, acodados en las barras de tabernas con aromas de mostos nuevos y manzanillas acarameladas, tan doradas  como el sol que las preñó de sabor, con el único fin de moderar los afanes y concretar los fervores en el dulce rostro del Señor de la Sentencia. Ahora ha tomado el camino de los adalides que se rebelaron contra la dictadura de la incomprensión, del odio y el desamor, de los sublevados que heredaron la gracia juanmanuelina de una coraza plateada como la luna, de veinte plumas que ondean la gallardía de todo el sentir de la gente de la Macarena, el donaire de un machete asido  que iba señalando el camino que conduce a la Esperanza.
Quedó dormido durante años para soñar el mejor de los tránsitos, para aferrarse a la gran verdad que fue grabando en su corazón, al descubrimiento de la realidad que espera al otro lado de las murallas, de ese lugar de huertas y cuarteladas celestiales donde placen los gentiles macarenos, los que guiaron a la fiel tropa por los senderos de la gloria que conducen al hallazgo del amor, este sentimiento que yace en la profundidad serena de los ojos del Señor de la Sentencia
Antonio Ángel Franco, capitán de los Armaos de la Macarena, pero sobre todo un servidor de su Hermandad y gran mensajero de la Esperanza.

miércoles, 14 de marzo de 2012

Hermandades y crisis


            El valor de las Hermandades se ha visto revalorizado en los últimos años cuando las situaciones y acontecimientos sociales y económicos han puesto en duda el término calidad de vida. No cotizan en bolsa ni adquieren fluctuaciones especulativas con sus escasos ingresos, pues las asignaciones que hacen posible sus subsistencias proviene, en la mayoría de los casos, de las cuotas de sus Hermanos.
            Vivimos tiempos en los que es preciso poner en práctica los mandamientos y mensajes evangélicos, hacer realidad las experiencias que el propio Cristo nos legó. Es éste compromiso necesario para remediar e intentar cubrir, en la medida de lo posible evidentemente, las carencias y necesidades de quienes son engullidos por esta espiral de cruenta penuria que han propiciado los grandes especuladores financieros, que siguen lucrándose a costa de las miserias de la gran mayoría de la población.
            Ante la inhibición de la mayor parte de la clase política, a la que le trae al pairo el sustento diario de familias completas, pues centran sus esfuerzos y sus presupuestos en la consecución de sus propios fines políticos, en procurarse y aglutinar el poder para asegurarse el futuro, las hermandades y cofradías de nuestra ciudad, uniéndose a la ingente labor que desarrolla Cáritas Diocesana y que está desbordada en esta atención, están desarrollando un trabajo extraordinario prestando ayuda para la obtención de alimentos, el pago con el que se cubren las perentorias necesidades cotidianas y creando bolsas de trabajo entre sus Hermanos. Oferta y demanda que nacen y llegan por el mejor de los conductos: la fe en Cristo.
            Cada día se publican y se dan a conocer nuevos proyectos auspiciados por las cofradías sevillanas en los que se procuran cubrir las necesidades de sus hermanos y feligreses de las parroquias e iglesias en las que tienen sus sedes canónicas. Han dejado aparcados sus propuestas de ampliación patrimonial para dedicar sus efectivos, en mayor o menor cuantía, en dar de beber al sediento, de comer al hambriento y cobijar al que busca refugio. Las asistencias sociales, y quienes se ocupan de ellas, se ven desbordados –y sorprendidos en muchos de los casos que tratan- por las peticiones que les llegan y la procedencia de quienes la realizan, en la mayor de las ocasiones envueltos en halo de vergüenza. Personas que se han visto, de un día para otro, sin trabajo, sin ingresos con los que hacer frente a los gastos comunes de una familia, incapaces ya de resolver su problema, con sus medios propios, acuden a las hermandades y cofradías en busca del auxilio y la protección que debiera atender el estado, claro si no utilizan y malversan los fondos derivados a estos menesteres en vicios y degeneración, en lujos y depravación, que ya no les importa ni disimularlo.
            Hombres y mujeres instruidos, con magnífica formación y hasta cierto status, que se desploman cuando confiesan su tragedia, cuando se despojan del hábito de la vergüenza, vencidos por la necesidad y la penuria. Familias enteras en los comedores sociales –que por cierto, no se conoce ninguno de partido político alguno- haciendo cola para obtener el plato del sustento diario y algunos llevándose su ración al domicilio para no perder el escaso sentido de la dignidad que pudieran acopiar aún.
Las expectativas no son nada halagüeñas por eso las hermandades y cofradías siguen extrayendo recursos, restándolo de los oropeles y destinándolos a la caridad. Este año la Hermandad del Dulce Nombre, de Bellavista, junto a otras instituciones católicas, públicas y privadas, estrenará el mejor y más dorado de sus enseres, la plata y el oro del corazón de sus hermanos expuesto para sufragar las penurias de otros. Estrenan unos varales que sustentarán la necesidad de quienes no tienen la suerte de poder disfrutar de una comida al día, la restauración de la solidaridad implantando el mensaje de Cristo. Estrenan comedor social, asistido por voluntarios que ejercerán de misioneros y sostén de quienes acudan a él. Y lo dramático será que se quedarán pronto sin espacio suficiente para atender la continua demanda. Al tiempo. Para que luego hablen de la Iglesia y sus hermandades.

martes, 13 de marzo de 2012

Septenario


            Toda solemnidad se hace presencia en el ambiente como loa y muestras del amor hacia la Madre. Toda la grandeza que rodea a la ceremonia se empequeñece ante la presencia de Ella. La dignidad de los cánticos, de la proclamación de los salmos, de los ritos que regresan y se materializan para conformar el conglomerado litúrgico que se otorga como ofrenda para depositar a las plantas de Quién es capaz procurar la buenaventura con el hito de su mirada, se diluye en la ambrosía que mana de la serena belleza que preside y engalana esta estancia de recogimiento y oración, estos mármoles que hacen acopio de la grandeza y sabiduría que implantaron la sencillez y la voluntad de los hombres para rendir pleitesía a la Madre de Dios.
            Toda la fortaleza de los cimientos que se izaron para sostén de la Gracia, todo el poder de los muros que se elevaron para recoger la Palabra, toda la argamasa que se empleó para soportar los rezos, toda la materia utilizada para acaparar las miradas se han eclipsado cuando aparece esta Reina que se muestra valiente y altiva en el precipicio del camarín que la salvaguarda, más cercana, tan inmediata que pareciera expuesta en la nube que la elevó a la gloria.
            Todo el clamor del saludo, la salve que se entona como preámbulo del inicio de estos siete días en los que se proclama su nombre como muestra de salvación, como recuerdo inequívoco de que somos transición por este valle de lágrimas y que solo el consuelo de poder Contemplarla nos hace más llevado nuestro sino, porque al final del camino se hará realidad nuestro sueño, se concretará la utopía de reposar en el lecho que nos tiene preparado en su regazo.
            Toda la sabiduría que soporta la tradición se derrumba en el amor que mana de la fuente inagotable de sus ojos, cualquier premonición salvífica para nuestra almas pasa por un instante de admiración, sentado frente a Ella, invocando su mediación para la redención que se reclama, un instante de oración es vencer el paso del tiempo, una lágrima recorriendo la amalgama de las manos, la mejor meditación. Todo lo demás sobra, todo el boato se resume en la mera condición de sentirse beneficiados por una gracia de Dios, la que otorga la grandeza de su cara.
            Siete días que sumergen en la gloria a la gente de la Macarena, siete días de oración para rendir pleitesía a la luz que guía el mundo, al faro que nos señala la senda de la ilusión. Siete días de venturas que alegran el corazón, que rejuvenecen el alma, que altera la condición humana; siete jornadas de conversación cara a cara, siete días que reportan claridad para el sendero que nos guía a la gloria, siete de días de preparación para alcanzar la memoria e instituir la razón de la locura, la cordura de la sinrazón que se asienta en nuestro ser cuando se vencen las sombras en el amanecer, en la mañana del Viernes Santo. Siete días para el desprendimiento de la prudencia innata a la condición humana y convertirla en la expresión sentimental que rebosa y se derrama del interior hasta secar las cuencas de nuestros ojos; siete días convocados a la revisión de la calma que precede a la gran tormenta que se desatará cuando la luna cubra de plata los tejados y azoteas, los terciopelos morados y el merino de las capas, el vidrio de las miradas y la voz de las garganta, las proclamas de realeza y los silencios que cruzan el aire de la mañana pidiendo que esta locura perdure, que no se deshaga y convierta en recuerdo el instante.
Siete de días que nos llevan desde el cielo hasta la tierra, a comprender que lo humano es efímero, que solo perdura su gracia, que sólo hay un cielo habitable donde descansar tras la dureza de la marcha, el amparo de su pecho, misterioso hogar donde reponernos de la turbación que supuso caminar por esta vida.
Siete días con Ella, aturdidos a sus plantas. Todo quedará en la nada, no hay propuestas que te hagas que no sean sometidas, arrinconadas cuando traspasas la puerta y te encuentras su mirada. Ahí quedas rendidos, a merced de su Palabra, de la grandeza  que entronca con la mirada de Dios y dogma de su Esperanza.

sábado, 10 de marzo de 2012

El cartel de la Hermandad de la Macarena 2012


Como hace casi cien años, asomándose al pretil del dolor por la muerte del torero, del hijo que se propuso lucirla en los mayores esplendores y La llevó del brazo en su último paseíllo. Como La vieron aquellos que nos antecedieron en la dicha de la contemplación gozosa cuando se presentaron ante Ella, deslumbrándose con la excelsitud de su belleza. Como La recuerdan nuestros padres en aquellas madrugadas de su juventud, asidos al estupor de la grandeza ascética que se concentra en ese entrecejo, que es capaz de aglutinar la profundidad teológica que proviene del rezo almibarado de una lágrima, despeñándose a la abrupta cuenca de la emoción por verla acercándose, y la oración sentida y profunda de aquellas vecinas que se recogían el pelo en un moño y lo atravesaban con una retahíla de jazmines, mientras musitaban, con el temblor en sus labios, el nombre que las glorificaba. Como La guardaban, en las alforjas del alma, aquellos que marchaban lejos para poder procurar el sustento de los suyos y abrían la capilla que habían elevado en el centro de sus carteras, cuando los recuerdos y la nostalgia intentaban sumirlos en el desasosiego y la pesadumbre. Como nos La transmite nuestra propia memoria cuando nos acucian las dificultades y presuponemos que no hay salidas ante los problemas que se nos presentan en el devenir diario de la existencia y nos basta proyectarla en el inconsciente para que los horizontes se despejen y luzca el sol de la alegría donde querían imponerse las sombras de la desesperación. Como fue, como es y como será. Como la recordaron, como la vieron y como seguirá presentándose en los días en los que invoquemos su nombre.
Así nos la trajo Antonio Gracia Pérez, este sevillano de provincias que nació, en 1949, en Navarredonda, una aldea de El Saucejo, que estudió y se licenció en Bellas Artes por la facultad de Santa Isabel de Hungría de Sevilla, y que tras la conclusión de su formación académica ejerció de profesor en lugares tan dispares como Ágora, en Málaga, en Valladolid -en donde recibe mención honorífica por sus trabajos pedagógicos-, trasladando su actividad docente, más tarde a Córdoba y culminando su carrera profesional como Catedrático en Sevilla. Sus obras cuelgan en las paredes de las mejores exposiciones y colecciones particulares. Podemos reseñar algunas de sus más importantes muestras, actividad que inicia en 1975 en la Galería Gorka de Sevilla, en la Galería época de Barcelona, en 1976, en la sala Jabazeul de Jaén en 1982, dos años después compone una serie de obras para exponerlas en la Universitá Degli Studi del Aquilla, en Italia, bajo el título “Encuentro con el Arte Español, en la ciudad de Aquilla”. En el año 1986 en Córdoba realiza varias exposiciones, destacando la que se organiza en el Patio Barroco de la Excma. Diputación de Córdoba. Atraviesa nuevamente las fronteras nacionales para participar en varios certámenes, de las que podemos mencionar la realizada en el año 1989 en Mustassare, en Helsinki, Finlandia. En 1993, y bajo el auspicio de la Fundación Cajamadrid, sus obras son expuestas en la Galería Blasco de Garay, de la capital de España. La excelencia de su incesante obra pictórica le lleva a exponer en numerosísimas localidades del país, destacando la que efectúa en la Casa de la Cultura de El Saucejo y en la Casa Museo de Colón en Gran Canarias, ambas en 1997, la de la Galería Peironcelli, en Madrid en 1999, en la Galería Art Novell de Barcelona, en el año 2000, la de la Casa de la Cultura Fernando Villalón en Morón de la Frontera o ya en este mismo año de 2012 en el Excmo. Ayuntamiento de Estepa.
La obra de Antonio Gracia Pérez ha sido reconocida, en numerosísimas ocasiones, con importantes galardones y premios que han venido a hacer justicia a su inmensa y cualificada labor artística. Un ejercicio de excelencia y maestría pictórica que ayer se puso a la observancia de la familia macarena, que en absoluto pudo salir desilusionada tras la contemplación de esta obra que Antonio ha creado. Una apuesta valiente y de vanguardia, donde el abstractismo figurativo nos va a mostrar toda la universalidad de la Virgen que colma el Universo. La intuición prevalece sobre lo concreto porque las evidencias de la materia se diluyen cuando se aproximan al rostro que Dios ha creado para la idealización de la Madre del Hijo. Todo se esparce y disgrega, todo se atomiza en torno a Ella. Nada queda excepto su egregia figura, ahí es donde ha centrado toda la atención Antonio Gracia, en La que vieron los nuestros, los que nos antecedieron en la dicha y tanto La amaron, La que soñaron nuestros padres y La que seguirá sorprendiendo a nuestros hijos. Sóla y simple, sin oropeles, sin deslumbrantes oros ciñéndose a sus sienes, sin más lujos que su rostro. Solo Ella se basta para llenar este universo de la Macarena. Sola Ella para inundarnos con su Esperanza.
NHD Antonio García Rodríguez

viernes, 9 de marzo de 2012

Nazarenos de San Bernardo

  Una de las primeras imágenes que mantengo, de la que soy consciente y puedo vivificar con nitidez, son los nazarenos de San Bernardo discurriendo por la recoleta plaza de la Alianza. Pausadamente, sin las estridencias ni las prisas que marcan nuestros tiempo, y que en demasiadas ocasiones convierten la estación de penitencia en una especie rally cofradiero, más preocupados por hacer prevalecer el estricto horario que nos hacen cumplir que por guardar la penitencia y la observancia de la intimidad que nos procura el antifaz, que de esto habría mucho que hablar y discutir. No hay nada más hermoso, de poder concretarse, que escudriñar en nuestro interior, de poder aislarnos de las miserias y materialismos de la vida cotidiana y recapacitar sobre nuestras actitudes y aptitudes ante el compromiso –que no se nos olvide, que adquirimos voluntariamente- de seguir y cumplir los mandatos de Dios, que se hizo hombre en aquel Carpintero de Judea y que promulgando valores vitales que aún hoy en día no se llevan a cabo, y que murió por la redención de nuestras culpas.
            Iban pasando con la lentitud ineludible de sus interioridades, abstraídos en sus  pensamientos, enclaustrados en el monasterio en el que convertimos nuestros hábitos penitenciales. Nada parecía alterarles. Su condición de penitentes de luz les habilitaba para ir señalando el sendero por el que habría de pasar el Cristo que duerme pendido del árbol del sufrimiento, de la madera que santifica y sana, que abarca la dimensión humana hasta comprimirla en el bello sueño de Jesús. No había más precipitaciones que la de la luna por querer burlar las almenas de la Alcazaba y esparcir su argénteo resplandor por la blancura de la cal y proyectar en los muros de las viejas casas la silueta del Señor que vence  a la muerte. En la lejanía, acunados por la brisa de las primeras horas de la noche, llegaban los sonidos de una marcha de cornetas y tambores, confundidos con el murmullo de un gentío que calmaba sus ansias refugiándose en el silencio, ese retiro espiritual que viene clamado por el siseo suplicante que ajusticiaba el rezongo de la multitud.
            Poco a poco, como el racheo de los costaleros, las sombras fueron anegando los límites de aquel espacio, sembrando de intimidad y recogimiento cada lienzo de la muralla almohade que habría de ensabanar a los componentes de la cofradía. De improviso todo se vio sorprendido por una voz que mandaba, por unas órdenes que eran escrupulosamente obedecidas y que fueron acercando el paso al orto de la plaza, donde el ronroneo del agua aplicaba una suave oración, y los altos candelabros del paso conferían a la escena una grandilocuente majestuosidad. Las miradas se elevaban hasta converger con la dulzura del rostro del Señor. El torrente de una voz, enronquecida y flamenca, asaltó el silencio. Aquel estruendo no desfiguró el recogimiento sino que, muy al contrario, transfiguró la esencia del momento y acentuó la espiritualidad popular, acrecentó la emoción y sublevó los sentimientos. Las últimas parejas de nazarenos fueron desapareciendo, engullidos misteriosamente, por la calle Rodrigo Caro, y el silbido de los adoquines les dirigían en el camino de regreso.
            Cuando se alzó el paso, para seguir la pausada comitiva, prendió de mí un gesto de compasión, un hálito de tristeza porque el tiempo me robaba aquel instante de hermosura, aquel encuentro con la santificación del sentimiento, aunque no tuviera constancia de que prendía en mí, que iba soterradamente horadando el campo de mis emociones e implantando una semilla que luego germinó y floreció para descubrirme todo un mundo de revelaciones religiosas, envueltos en el celofán de los sentimientos.
            Aquella lejana noche, de un miércoles santo de mi infancia, tomé conciencia de la grandeza que penetraba en mí, de la fuerza mayestática que retiene la vivencia y que prende, sangre y fuego, para grabar sus mensajes y hacernos prisioneros de la emoción. Los nazarenos de San Bernardo pasando junto a mí, sin prisa, sin desazones, dejando acariciar sus capas por las brisas de la noche y sus ojos atravesando la espesura de la oscuridad para encontrar la paz en el rostro –muerte serena que acompaña en la vida- del Cristo de la Salud.


jueves, 8 de marzo de 2012

El encantamiento del niño que nunca fue armao

           Terminaba la jornada laboral cuando le sorprendió aquella comitiva, que como la santa compaña, caminaba en la oscuridad sorteando los obstáculos que se exponían en la vía pública, aleteando los pies que marcaban el son de la gallardía, el estruendo de los pífanos clamando avisos de inminencias y emociones, premoniciones de alegrías confundidas y enredadas en la obediencia penitencial de las fechas más significadas. Eran los alminares testigos de aquel desfile que derrochaba marcialidad, la enjundia popular más excelsa, aquella tropa tan variopinta, tan desigual en la condición social y tan fraternal y sumisa, todos alistados en la bandera que no hace distingos que no busca destacados ni  más distinción que la de la amistad, bajo las órdenes de un general que  adquirió su norma de mando en las cuarteladas del mercado. Aquellas huestes caminando por los polvorientos senderos que aún laminaban las calles del viejo barrio que se guarece y protege tras los lienzos pétreos que el mismo Julio César mandara edificar para defender la Híspalis conquistada de las turbas vándalas, ignorando que los siglos instituirían, en el mismo trozo de tierra, un destacamento para defender la gloria del imperio. Presentía el viejo caudillo que allí se guardaría el más preciado bien de la humanidad, lo que con el tiempo vendría a ser templo donde se erigiría el centro del dogmatismo más hermoso. Aquella fecunda tierra donde se erguían los limoneros, los árboles que nacieron para aromatizar las cuencas de la emoción cercana, los arrayanes donde los muhadines lanzaban sus proclamas sobre la grandeza de Dios y despertaban las esencias para hacer más llevaderas las tareas hortícolas, donde el caíd dictaba sus normas legislativas para poner orden y justicia, paseaban ahora, triunfales y orgullosos los hombres que se transmutaban en argantonios presuntuosos de su condición, de obtener en el breve espacio de un minuto, la misteriosa y fantástica transfiguración que les hacía poseedores de la gran dicha, del secreto que se les confiere tras haber oído la égloga que dicta La que preside sus corazones.
            Allí estaban, pasando frente a él, como si le brindaran la revista que se  ofrece a los grandes dignatarios. Allí comenzó su sueño. En aquella estrechez que delimitaba el tiempo, los siglos en los enjutos rostros rebosantes alegría, transmitiéndole el mensaje que a ellos le fue legado. Allí estaban transgrediendo las leyes universales, aquellos emisarios de la Legión Tercera, desertores de Tiberio y su horror para establecerse en la hermosura y la dulzura del rostro del Inocente, presentándole sus credenciales. Allí estaban aquellos hombres invitándole a seguir la estela marcada en el suelo y terminaba en San Gil.
            El joven se descubrió, dejó la gorra caer y se ajustó los puños de la raída camisa a las muñecas. Se puso en posición de firmes, y con todo el orgullo capaz de retener en su rostro, rubricado por una sonrisa que atravesaba el páramo de su cara, se dispuso a que la honrosa tropa macarena le rindiera honores.
            Allí se empapó con la gran distinción, allí la fue impuesta la medalla de la emoción y el sentimiento, la corona de laurel que reconoce a los egregios y a los ilustres, aunque la pureza de la sangre y los antecedente nobiliarios necesarios para el ingreso en esta orden de caballeros se obtengan en la viejas cuarteladas de la plaza de abastos, en tornillerías de los talleres, en el lustrado de la piel del calzado de una afamado limpiabotas o en el magisterio de la selección de la mejor recova.
            Hoy hace setenta años que un niño observara el discurrir de la tropa macarena, por delante de él y se prendieran todas las emociones, todas las esencias que los siglos fueron imprimiéndoles en el corazón. Desde entonces pasó a formar parte de estas huestes del amor, de esta tropa que lo enganchó en el menesteroso y profundo oficio de la difusión de la Esperanza, y cada mañana de Jueves Santo, cuando rinden custodia y pleitesía a los pies del bendito Sentenciado y de su Madre, La cura toda pena, la divina sembradora de Esperanza, prestó sus servicios acercando la pitanza a los armaos para que no desfallecieran ante tan difícil tarea.
            Este año, tras décadas de tan menesterosa prestación, de dedicación a lo que siempre aspiró y nunca llegó a ser, no podrá acudir físicamente a la cita, ni acompañar durante el recorrido civil que realizan por la tarde, a las más excelsa tropa de la cristiandad,  junto al cabo gastador, marcando los pasos como si otro de ellos fuera. La edad ya ha marcado demasiadas limitaciones en él. Seguramente, en lo más íntimo de su ser, donde arraigan los más hermosos recuerdos, aparezca aquel niño que quedó prendado de los Armaos de la Macarena, y desde la estancia en la que habita, recuerde aquel día en el soñó con pasar revista a la legión macarena que custodia el amor del Señor de la Sentencia.