Eran nuestros primeros indicios por alcanzar la
gloria que se resume en siete días. La intención de retenerla materialmente, de
manosearla hasta decolorar su originalidad cromática, de aventurarnos a
descubrir matices que a pie de calle nos era imposible apreciar, adquirir el
detalle para después perpetuarlo en la memoria. Eran pequeños ex libris que buscábamos
en los viejos expositores de las papelerías, en las vitrinas de aquellas
tiendas de suvenir que poblaban las principales arterias de la ciudad y que los
turistas llenaban de colorido en busca del recuerdo que llevarse a sus gélidas
tierras. Eran la inicial atracción en aquellas solariegas mañanas de domingos
de invierno cuando tras la misa matinal, en el convento de los Capuchinos, nos
reuníamos en su patio, en una cita concertada con antelación semanal, y
salíamos a la caz y captura de las postales con motivos de la Semana Santa.
Aquellas fotografías eran nuestra conexión con el
tiempo de la ilusión. En ellas se recogían las emociones plásticas y artísticas
que dejábamos atrás prendidos en la contemplación de aquellos majestuosos
misterios, absortos ante aquellas mayestáticas representaciones de la pasión
del Señor, y a los que salíamos al encuentro en nuestras primeras tardes sin el
acompañamiento paterno, para recortarle tiempo al tiempo, para perder ninguna
cofradía y experimentar, en carne propia, aquellas emociones que nos
transmitieron y que habían quedado prendidas en la memoria, aquellas experiencias
que necesitábamos reconvertirlas para comprobar la veracidad de cuanto nos
inculcaron, de cuanto bueno nos hicieron llegar, de cuanto nos prometieron para
culminar la felicidad y concluir que nuestra posesión más preciada se guarda en
el alma.
Eran las postales que recogían la salida de los
pasos por la puerta de los Palos de la Catedral nuestros vínculos con la
memoria durante el resto del año. Las acuartelábamos en un caja de cartón, en
el recinto que servía para recaudar la nostalgia y que cuando la destapábamos
aparecía ante nosotros un cosmos que descorría las cortinas de la fantasía y
parecía que ascendía una columna de incienso, como anunciándonos la proximidad
de unos varales, y hasta nos figurábamos que los sones de la marcha Ione
colmaban los espacios íntimos donde nos retraíamos para gozar de nuestra añoranza,
de las reminiscencias de una tarde de Martes Santo alzando la vista desde la
barandilla de un puente por el que presentaban a Jesús, allá por San Benito, o
buscábamos la serena belleza de la Virgen de la Esperanza en el atrio salesiano
de la Trinidad, con la pesadumbre ya a cuestas porque era Sábado Santo y el
mundo se venía encima.
Eran aquellas postales, tan brillantes y
relucientes, las que nos sacaban de la marginalidad del tiempo y nos confortaban
el espíritu hasta hacernos vibrar una tarde de agosto cuando abríamos el
armario donde reposaban aquellos hábitos que habían guardado nuestros secretos,
que habían sido cómplices y fieles guardianes de nuestras intenciones, de la fe
que nos reunía en torno a Ella, y que nos resguardaban del frío de una amanecer
por la Encarnación. Eran los oros de sus repujados que se nos presentaban
motivos para discusión sobre el autor de los mismos; o las figuras enjutas,
cariacontecidas, serias y trajeadas, que parecían posar intuyendo que quedarían
inmortalizados, delante de los pasos y por los que sentíamos el mayor de los
respetos pues eran los guardianes del acompasado caminar de nuestros pasos,
prontuarios que se nos antojaban como colosos inaccesibles.
Eran mágicos elementos de capaces de transportarnos
en el tiempo, de hacer volar nuestra imaginación hasta convencernos de esta magnífica
transmutación de los espacios, de la recuperación de sensaciones que fuimos
guardando cuando en la esquina, advertido el corazón por los sones de una
marcha aparecía el Cristo del Buen Fin y se nos alegraba el semblante porque
era el presagio de cuanto vendría, en muy pocas horas, a trastornas nuestras
almas.
Eran aquellas postales nigrománticas las que nos
hacía recuperar el tiempo y la emoción que creíamos haber dejado prendida en
estrechez de Placentines cuando pasaba la Virgen de los Dolores, camino de San Vicente,
a los sones de las marchas que interpretaba la banda de música de Tejera. Y
todo ésto se presentaba ante nosotros con sólo acariciar una de aquellas
postales que manteníamos guardada en la alacena donde esperaba, en alerta
constante, la febril imaginación de un niño.
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